RETRATO DE ÁNGEL ARTAL
Aragón produce ciudadanos especiales. Hace casi veinte conocí a un señor, de humor inglés y fina ironía, Ángel Artal Burriel, que seguía la pista del pintor Rafael Barradas (1890-1929). Lo buscaba en memorias ajenas (las de Alberti, las del escenógrafo Santiago Ontañón, en las páginas de Benjamín Jarnés), lo buscaba en conversaciones con sabios y libreros; el pintor uruguayo había frecuentado Zaragoza, había ilustrado portadas de la revista ‘Paraninfo’ y, enfermo, se había recluido en Luco de Jiloca, donde no solo se dedicó a realizar retratos de paisanos sino que se enamoró y se casó con la pastora Simona Láinez, para él siempre Pilar. Aquel caballero de ciencias y de letras era cardiólogo, y poseía otras debilidades: las peripecias de su vecino Procopio Pignatelli y su quinta exuberante de frutales y de amazonas a caballo al atardecer, el Real Zaragoza, el placer de conversar y de callejear, y las historias locales. Antes, mucho antes de que la historia académica valorase su importancia y organizase congresos, Ángel Artal ya adquiría, leía, rebatía y coleccionaba historias locales, escritas a menudo por cronistas apasionados, por historiadores improvisados, aunque también por estudiosos rigurosos que, en un envés del camino, miraban hacia sus raíces. Tras años de pesquisas, Ángel publica ‘Historias municipales aragonesas’ (IFC), con portada del pintor Jorge Gay. Recoge más de 350 localidades e historiadores que van desde Diego Murillo hasta hoy. Ángel dice que la vida le ha dado muchas alegrías, amistades, hijos y lugares que le enorgullecen: Calamocha natal, la frondosa ribera del Jiloca, y Zaragoza, la novia del viento. Y él transfiere a la vida curiosidad, pasión por los otros y un libro como este, sobre lo menudo, sobre los seres y los pueblos inadvertidos que empujan el mundo desde Aragón.
Las dos fotos, no tengo de Ángel Artal, son de dos grandes fotógrafos italianos: Fulvio Roiter y Federico Patellani.
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