'CALABUCH', POR JEAN VALJEAN*
CALABUCH
Por Jean VALJEAN
De su blog http://www.cuadernosdelfaro.blogspot.com/
Esta mañana de domingo, al ir a comprar la prensa a mi kiosco habitual, después de haber tomado mi café con churros, me he tropezado, en la cesta de mimbre en la que el dueño del kiosco arrincona los saldos de los que pretende desprenderse ese día, me he tropezado, digo, con dos películas de la primera época de Berlanga del que me considero un admirador incondicional. Las películas son: Bienvenido Mister Marshall y Calabuch. Dejando constancia en estas líneas de que el hecho de escribir primero sobre Calabuch no implica preferencia alguna sobre el otro título, voy a importunar al paciente lector de este blog con unas notas sobre esta película. Y como no me considero un crítico de cine, ni mucho menos de aquellos que puedan desplegar ante el espantado lector una amplia bibliografía sobre este arte, por mí firmada, no puedo meterme en unos jardines de los que yo sé positivamente que puedo salir como salió (de donde y cuando saliera) el famoso Gallo de Morón, o sea, sin plumas y cacareando... ¿No era así? De tal manera que sólo puedo hilvanar algunas ideas, bastante subjetivas, aliñadas con una pizca de metáforas para urdir la trama de eso que se llama artículo literario y que se ubica grosso modo entre el ensayo y la receta de cocina.
Aunque no recuerdo el año exacto ni las circunstancias que rodearon mi primer encuentro con esta magistral cinta de Berlanga si me atrevo a postular, por el año en que se rodó, que debió de ser por los tiempos de mi Primera Comunión y el lugar, casi seguro el Cine Astoria de la barriada de Haddú, en mi ciudad natal, Ceuta, en alguna de aquellas tardes de sábado en las que mi madre nos preparaba a mi hermana y a mí una cestita de mimbre (la cestita de mimbre era propiedad de ella, de mi hermana, y procedía por lo visto de algún disfraz de caperucita roja estrenado en alguna fiesta familiar o de barrio) con algo de merienda y una botella de gaseosa de un cuarto de litro que cuando habíamos consumido en perfecta camaradería yo me encargaba de llenar de agua en los rancios urinarios del viejo cine.
Nada más llegar a casa, me he encerrado con mi pequeño tesoro en la biblioteca; he bajado la persiana (como el que va a cometer alguna execrable fechoría y quiere ocultarse a la vista del vecindario) para recrear la completa oscuridad de una sala de proyección, o sea el ambiente del cine de barrio en el que vi por primera vez esta película en compañía de mi hermana que, más pequeña que yo, y dependiendo de mi tutoría para poder asistir al cine los días de entre semana, aguantaba con una estoicidad marmórea las tres o cuatro repeticiones de proyección con que yo impíamente la castigaba....Creo que con el maestro Berlanga tenía al menos la justificación de haberla martirizado con uno de los grandes maestros del cine europeo, que sin duda al menos para mí lo es junto al gran Federico Fellini.
Pero, vamos a la película...
Ese viejo profesor que ha huido de los "USA", ese papá Noel de celtas cortos, alpargatas y eructos de sardina arenque, pero que encierra bajo su venerable calva todo el saber de los presocráticos, ese -en fin- Hemingway exquisito pasado por Diógenes llega a este pueblecito por el mar, como Ulises, y cuando toma posesión de sus playas comienza a presentarnos los personajes de esta historia que van naciendo a medida que él va marcando sus pasos por la isla, o lo que aparenta ser una isla, pues hasta ese torero (Jose Luis Ozores) que parece como si dudara entre ser Cantinflas o ser Gila, y que ha formado una pareja “de hecho” con su joven vaquilla parece como si viviera en alguna arruga de los decorados, comiendo, en los descansos, su pan de soldado y su lata de sardinas en aceite, y echándole, mientras abre la lata, a su compañera bicorne, piropos de alameda provinciana. Además de que cuando hablan (me refiero ahora a los habitantes de Calabuch) cuando hablan de ir a Guardamar dicen de ir en barca... Lo que les digo...¡Una isla!
Georges Comosellame, el famoso físico norteamericano huido –repito- de una terrible base secreta norteamericana nos va presentando a los habitantes de este pueblo que parece sacado de un relato homérico, unas gentes que si calzaran sandalias y vistieran ligeras túnicas nos trasladarían -sin cambiar una coma del guión- a un pueblecito griego de la época de Sócrates.
Nada más llegar, el señor Jorge se hundirá de hoz y coz en un duelo entre el Cabo de la Guardia Civil y dos paisanos que trabajan a plena luz del sol en el oficio más antiguo de estas costas, el estraperlo. Berlanga lo trata con toda la ternura y la magia de su maestría, y lo que podría ser una escena del tremendismo celiano, como el de La Familia de Pascual Duarte, el genial director lo convierte en una viñeta de Ibáñez; parece como si estuviera preparada para disfrute del viejo forastero que lo contempla todo, como nosotros desde nuestra butaca, enternecidos por ese disparo que suena a caseta de feria y a verbena en el casco del romano, un romano de cartón y engrudo, un romano “de mentirijillas” como decíamos de niño. Con el alijo entre sus manos, el tío Jorge, (como terminará siendo conocido entre los naturales de esa isla) camina por la playa hacia el caserío para encontrarse con el Langosta, y en ese camino tropieza con otro personaje que por el oficio que ejercita en ese momento parece sacado de ese mismo relato de Homero que hemos citado; se trata de un joven que está pintando las mejillas de una joven barca destinada a convertirse en el carro de Neptuno nupcial de una joven pareja de calabucenses; aquí tenemos un Aquiles pintor, joven y optimista que con la sangre de sus ilusiones pinta la barca para unos futuros esposos y que confiesa con una risa angelical que las “eses” (pintar “eses”) se le da muy bien...
Pero, sigamos con nuestro hombre.
Nada más ver el rostro bondadoso de este intelectual yankee, exiliado del Manhattan nuclear en que la posguerra ha convertido al mundo, adquirimos la firme convicción de que él lo arreglará todo, de que si en ese pueblo existía algún problema, la magia de su mirada colocará cada cosa en su sitio. Así vemos como todos los habitantes del pueblo se van transformando al contacto con la mirada y la sonrisa de este forastero que, después de pasar con el Langosta su primera noche en la cárcel/fonda se levanta de su camaranchón con el optimismo del hombre que ha recuperado la fe en el hombre, con la vitalidad de Tarzán en su jungla, y cuando todo el Servicio Secreto americano anda tras su pista a él solo se le ocurre pedir de tomar un baño, y no le sorprende en absoluto las relaciones paternofiliales que el terrible guardia civil (lo de “terrible” es, naturalmente, una broma) ha establecido con su detenido. Si en ese instante, el Cabo (que hacía de monje en Marcelino Pan y Vino) se pusiera un delantal y le sirviera el desayuno no le parecería nada extraño. Por eso, cuando su amigo el maquinista le insiste para que no abandone el pueblo, él, deseando poder responder, suelta a pecho abierto: pero si yo no quiero irme de aquí. Me gusta Calabuch, me gusta mucho lo que aún sorprende más al joven maquinista del cine que al contrario que el anciano fugitivo sueña con grandes urbes como las que ve todas las noches en las películas que proyecta para sus paisanos.
Por mi parte debo decirles que yo me he quedado extasiado con la vista panorámica que Berlanga nos ofrece de Peñíscola (Calabuch). Una panorámica de unos años en que yo no pude conocerla; creo que viviendo en Barcelona, y viajando en moto desde esta ciudad hasta el sur de la península me detuve una vez en esta villa pensando que me iba a encontrar la Calabuch de la película, pero, el amasijo de cemento y ceramica vertical me rompió la bella imagen que yo traía en mi cabeza.
El farero que nos presenta Berlanga, más que un marino al que la marea hubiese expulsado a tierra, parece un pacifico librero "de viejo" de la Cuesta de Moyano de Madrid trasplantado a las costas de levante; juega al ajedrez y lee; no le gusta pescar y la torre de su faro, lejos del rompeolas, guiña torpemente su ojo de tercera categoría desde los callejones del pueblo, como un triste y solitario semáforo de plaza. En todo el transcurso de la historia, don Ramón (¡un farero con don!) no baja nunca de la torre ni siquiera cuando su amigo, el señor párroco, se acerca hasta la crujía del faro para reprocharle las trampas en el juego de ajedrez; porque esta es otra: contándose escasamente cincuenta metros la distancia que separa al faro de la iglesia, estos dos fieros contrincantes juegan al ajedrez por teléfono.
La maestra de escuela me ha recordado (ahora por primera vez) a una niñera que teníamos en casa cuando entre mi hermano y yo juntando nuestras edades no conseguíamos formar un número de dos dígitos ¿Me explico? Esta joven se llamaba Ana, Anita, y tenía la estructura ósea de esa maestra de Calabuch, y también, como la maestra, llevaba aquellas faldas de vuelo hasta las rodillas con la delgada cintura recogida por un cinturón ancho y negro, y las cúpulas de sus pechos, en aguda punta geométrica, como mandaban los cánones de la época. Anita nos llevaba todas las tardes a pasear a los Jardines de San Sebastian (hay foto) al final de los cuales había una barranquera en cuyo fondo, semi enterrada entre la maleza se encontraba la antigua estación de ferrocarriles Ceuta-Tetuán, que con su arquitectura neoárabe le daba al conjunto todo el aire de una escena de jungla hollywodense, ¡vaya! de película del famoso arqueólogo de látigo y revólver....¡eso! de Indiana John...que no me acordaba. Anita tenía una hermana más joven que ella e igual de guapa que trabajaba como asistenta en un chalet que había (aún está) subiendo desde la Puerta de El Campo hasta el Morro.
De regreso a casa siempre hacíamos una parada en este chalet donde la hermana de Anita nos recibía por la puerta de servicio. Y en la cocina, que a mí me parecía como las que veía en las películas americanas, aquellas que se conocían popularmente como “de teléfono blanco”, nos servían unos enormes vasos de leche acompañados de bizcochos mientras ellas hacían la tertulia cuyo tema era siempre los fueros y desafueros de sus respectivos novios; la leche debía de ser de la buena (no de la que nos llegaba, “en polvo” de la ayuda americana) porque nos dejaba el bigote blanco y pegajosillo. El novio de la hermana de Anita trabajaba de conductor en aquellos autobuses pintados de negro y rojo, como la bandera de la CNT y que hacían la línea Tetuán-Ceuta. Yo ya me he olvidado de su rostro. Algunas tardes saltaba las tapias del chalet, y después de apretujar a la hermana de Anita contra la encimera de la cocina, y si nosotros estábamos allí, nos daba a mi hermano y a mí unos cachetes cariñosos en la cara y, a pesar de los fregoteos con saliva que nos daba Anita, nos dejaba toda la tarde oliendo a gasoil de motor. Todo muy Berlanga, sí.
Pero dejemos el terreno de la autobiografía para otros archivos digitales y sigamos con Calabuch.
Parece –iba diciendo- como si todo el pueblo se fuese transformando a medida que el anciano científico va paseando por sus calles. La cárcel, contra toda ortodoxia, permanece con las puertas abiertas las veinticuatro horas del día, y el único preso que tiene, que se relaciona con la carcel como un viajante de comercio se relaciona con su pensión (hasta el punto de que a veces llegamos a confundir al Cabo con una portera del Madrid decimonónico) acude a ella sólo para dormir y probar las delicatessen que la hija del Cabo prepara en la cocina, la cual se perfuma para su novio canalla con las goyerías que su padre le requisa al maquinista guapo, que le echa de vez en cuando películas de Juanita Reina para tenerlo distraído en el corral del cine junto a su subordinado intelectual mientras él con sus compinches arrima el alijo de contrabando hasta la playa. En esta ocasión la Teresa, según comentarios del Cartero, se perfuma el envés de sus orejitas con chanel número cinco acudiendo, ya lo hemos dicho, a los paquetes requisados al contrabando.
Ya les digo, el pueblo entero parece sacado de la tira cómica 13 Rue del Percebe que tan popular hiciera, precisamente por esos años, el genial caricaturista Ibañez en las páginas de TBO. Y al final de la película, (que es toda ella como un sueño feliz) el sueño se acaba, la ilusión se rompe, y ese duendecillo bueno que una mañana, como un cangrejo despistado apareció en aquella playa, se va por los aires, que es como se van los duendes. La Cruella de Vill del Pentágono, con su Séptimo de Caballería a las órdenes de un Almirante americano que parece un empleado de Correos, se lo lleva por los aires a bordo de un helicóptero color marmita o de envoltura de chocolate.
Termino:
Cuando yo era niño, y cuando en presencia de nuestros padres, cualquier vecino o vecina pelma nos preguntaba aquello tan clásico de... A ver niño… tú qué quieres ser de mayor todos contestábamos sin saber muy bien su significado: Señora (o señor) servidor de mayor va a ser Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos Si me preguntaran ahora aquello mismo, no lo dudaría ni un instante: Yo, de mayor, quiero ser Calabuch.
*Jean Valjean me escribe desde Ceuta y me dice que ha escrito un artículo sobre una de mis películas favoritas: 'Calabuch'. Me fascina ese mundo y los amores imposibles de la maestra y el contrabandista. Y el faro, y el ajedrez, la sensación de apacible felicidad.
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