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Antón Castro

FERNANDO ARAMBURU: UN CUENTO

CHAVALES CON GORRA

 

Por Fernando ARAMBURU.*

De ‘El vigilante del fiordo’ (Tusquets. Colección Andanzas)

 

La luz de la mañana entra a raudales en la habitación donde él acaba de descorrer la cortina. Inmóvil en la cama, la mujer no lo advierte porque duerme como de costumbre con antifaz. Llegaron anoche, tarde. El lugar (dieciocho mil habitantes según el prospecto que reposa sobre la mesilla) no tiene el renombre turístico de otras ciudades repartidas a lo largo del mismo litoral. Por eso lo eligieron sobre un mapa cuando tomaron la decisión de marcharse a toda prisa de Málaga.

-Josemari, si aquí no podemos escondernos -dijo la mujer cuando subían en el ascensor-, entonces ya me dirás dónde como no sea en un país extranjero.

Desde la ventana se abarca un paisaje de fachadas blancas y azoteas y antenas de televisión y alguna que otra silueta de palmera. Las casas ocultan la playa al fondo, no así una delgada franja de mar. Enfrente, al otro lado de la calle, hay un tanatorio. Se ven dos coches fúnebres aparcados junto a una hilera de adelfas.

Una hora antes ha bajado él solo a desayunar. Mientras comunicaba el número de su habitación a la chica con traje de chaqueta encargada de tomar nota de los que van llegando, ha oído voces y risas juveniles procedentes del comedor. Con mal disimulada inquietud ha dicho entonces que debía efectuar una llamada urgente y que enseguida volvería, pero no ha vuelto.

Lleva largo rato esperando que a su mujer se le pase el efecto del somnífero. En el mueble-bar había dos chocolatinas y una bolsa de almendras saladas. Eso ha desayunado, acompañándolo con unos tragos de agua mineral. El mueble-bar no refresca lo suficiente. Y luego ha bebido un botellín de coñac a pequeños sorbos, ya que no tiene hábito de tomar alcohol por las mañanas.

Vacío el botellín, ha escrito en el pequeño Moleskine que le trajo su hijo una vez de Londres: “El padre, que en paz descanse, se revolverá en la tumba si se entera de que planeo deshacerme del taller de maquinaria. Se acaba una tradición, pero yo entiendo que con sesenta y tres años aún es pronto para que me manden a criar malvas. Que también se sepa esto en caso de que esos me encuentren”.

El día que dejaron Alicante para probar fortuna en Málaga, ella sugirió la idea de establecerse durante una temporada en Londres.

-Hasta que nos olviden.

-¿Esos, olvidar? Ya lo dudo. Además, no creo que a nuestra nuera le hiciese mucha gracia cargar otra vez con nosotros.

-De carga, nada, Josemari. Ventajas económicas no les han faltado. Tampoco tenemos que meternos en su casa si con su ayuda encontramos un piso de alquiler.

-Bien. Sin embargo, vamos a mirar primero en Málaga. Es una ciudad grande. A lo mejor hay suerte.

El tanatorio linda con una plazuela cuyo suelo, desde la ventana del quinto piso, parece arenoso. En la plazuela hay un anciano de tez morena sentado en un banco. Sobre él vierte su sombra una palmera de la que cuelgan racimos de dátiles. Cerca del viejo, tres niñas de pocos años juegan a la comba. En otro banco conversan dos mujeres jóvenes, cada una con su cochecito de bebé.

Anota en el Moleskine: “Tranquilidad, por el momento”.

Minutos más tarde, la mujer se despierta. Al despojarse del antifaz, se percata de la presencia del marido junto a la ventana y le pregunta sonriente:

-¿Qué, algún chaval con gorra?

-Tiene buena pinta este sitio. Hay mucha luz. Hay mar y palmeras. Estaba pensando si abrir un hotelito de lujo como dijiste el otro día. Así andaríamos entretenidos. No más de veinte camas. Y mandar todo lo demás a la mierda. Lo podríamos poner a tu nombre por si las moscas. Y luego que lo atienda media docena de empleados, ninguno de fuera de Andalucía, y nosotros nos mantenemos un poco en la sombra, ¿eh?

La mujer se desviste antes de entrar en el cuarto de baño. Una cicatriz ocupa el lugar donde antes hubo un pecho. Lo peor del tratamiento ya pasó. El doctor Arbulu le aseguró durante la última visita que en principio, salvo que se produjera alguna improbable complicación, está curada. El marido sospecha que por el camino de la clínica debieron de echarle el ojo y luego ya fue pan comido seguirla hasta Alicante.

Sale humo blanco por la chimenea del tanatorio aunque es domingo.

Escribe: “Habrá que hacer caso a Maite. Si aquí tampoco hay suelo para echar raíces nos iremos al extranjero”.

Por la acera que bordea el tanatorio camina un chaval de rasgos gitanos, melena hasta los hombros, manos hundidas en los bolsillos del pantalón. En ningún momento vuelve la mirada hacia el hotel. Sus pasos son largos y rápidos. Buena señal. Otro tanto se puede afirmar de las botas de cuero. Hay que ser de la zona para calzarse de semejante manera. Con el calor que hace. El chaval saluda al viejo de la plazuela sin detenerse. El viejo le corresponde con una leve sacudida del bastón.

Suena el agua de la ducha y él escribe: “Al padre le dolería. Hay que aguantar, hijo. Hay que aguantar como yo aguanté durante la guerra y los años de penuria. Es lo que siempre decía. Pero los suyos fueron otros tiempos. Yo no puedo sostener la empresa a mil kilómetros de distancia. Si no estás encima te la hunden. Los camiones, bueno, esos los vendo, y si me vuelve a dar por el transporte me compro otros y reabro la empresa en Sevilla. Con nombre nuevo, faltaría más. Pues igual es por el padre que aún no me he largado al extranjero. Que se sepa”.

Una hora después bajan a la calle. Ella usa un sujetador especial, provisto de un relleno de gomaespuma que le permite disimular la falta de un pecho. Los dos ocultan la cara tras sendas gafas de sol.

-En cuanto veamos una iglesia –dice ella- nos paramos a mirar si hay un tablón con el horario de misas.

Nada más salir a la calle, él señala con un golpe de barbilla hacia el tanatorio.

-Incineran en domingo.

-¿Y tú cómo lo sabes?

-Joé, ¿no ves el humo?

-Bueno, Josemari, cambia de tema. ¿Izquierda o derecha? ¿Para dónde tiramos?

-El mar tiene que estar por ahí.

Cruzan la calzada cogidos del brazo. Esta costumbre les viene de cuando eran novios, hace ya muchos años. Últimamente, desde la tarde en que tuvieron que abandonar la casa, ya no la practican tanto. Quizá los ha impulsado a recobrarla la necesidad de sentirse unidos en un sitio nuevo, poblado de caras desconocidas.

Maite, al principio, estaba convencida de que a su marido el miedo lo llevaba a imaginarse un fantasma en cada esquina. Iban paseando por las calles de Alicante o de Málaga, y podía suceder que él dijera de repente:

-Vuélvete con disimulo. Verás dos chavales parados junto al semáforo. ¿Los ves?

-Veo mucha gente, Josemari.

-Los de las gorras. No sé a ti, pero a mí me dan mala espina.

Maite no hacía mucho caso de los temores de su marido hasta el día aquel, en el piso alquilado, cuando sonó el teléfono a las tres y media de la madrugada y una voz confusa y medio susurrante dijo unas cosas raras sobre un perro y unos cartuchos y algo de ir a cazar. Maite había llegado en tren por la tarde a Alicante. Venía contenta por todo lo que le había dicho el doctor Arbulu, pero la debieron de seguir. ¿Quién sino alguno de ellos podía llamar a esas horas con la excusa de preguntar por un perro?

Él no abrigaba la menor duda.

-Nos han encontrado.

-Vamos, Josemari. ¿Cómo saben que vivimos aquí?

-¿Que cómo lo saben? Ni idea. Pero para mí está claro que esa manera de pronunciar las eses no es propia de alicantinos. El tío que ha llamado era de ellos. Mañana a primera hora anunciaré que no firmo el contrato. Ya se me ocurrirá alguna explicación. Nos vamos de la ciudad cuanto antes.

Atraviesan un barrio de calles estrechas, con casas bajas de paredes blancas, ventanas enrejadas y balcones adornados con geranios. Aquí y allá, corros de vecinos conversan sentados en sillas, junto a las puertas, y cuando ellos se acercan bajan la voz. También los niños interrumpen sus juegos para fijar la mirada en la extraña pareja. Josemari, al doblar una esquina, le susurra a Maite que toda esa gente de tez morena debe de tomarlos por extraterrestres. Al pasar inclinan la cabeza apocados, pues les da corte sentirse objeto de tanta curiosidad. Así y todo, algo han de hacer porque tampoco quieren levantar suspicacias. Algunas personas les responden con fórmulas de saludo a las que ellos no están acostumbrados:

-Vayan ustedes con Dios –y frases por el estilo.

Trancurrido un cuarto de hora, llegan al paseo marítimo por un callejón en cuesta donde trasciende un fuerte olor a calamares fritos. Por la ventana abierta de un piso alto sale la voz cantarina de una mujer. Hay un gato mugriento mordisqueando una cabeza de pescado sobre un alféizar.

A la vista del mar, a Josemari le toma una acometida de desánimo, como en Alicante, como en Málaga.

-No es lo mismo.

-Agua y olas, Josemari.

-El Mediterráneo, con todos mis respetos, no es lo que yo entiendo por mar. Un mar, lo que se dice un mar auténtico, es el nuestro con sus temporales y sus mareas vivas y sus acantilados. No se puede comparar.

-Y entonces esto ¿qué es?

-No sé, otra cosa. Un lago grande.

Y mientras Maite se dirige a los servicios de la cafetería en cuya terraza se han sentado a tomar el aperitivo, él escribe en el Moleskine: “Puedo acostumbrarme a todo, pero siempre echaré en falta el mar de mi tierra. El mar, el mío junto al que me crié, es fundamental en mi vida. Ahora me doy cuenta”.

Mastica otra aceituna rellena y añade: “Que conste que no tengo opiniones de pez”.

Luego se dedica a observar con detenimiento a los transeúntes que deambulan por delante de la terraza, sintiendo un pinchazo de aprensión cada vez que algún joven entra en su campo visual. Cree que en Málaga, el otro día, lo siguieron un chaval y una chavala, tocados los dos con gorras de visera. También pudo ser casualidad, ya que cuando cambió de calle y se refugió en una farmacia aquellos dos pasaron de largo como si nada. Después los siguió de lejos. Y en principio no encontró nada raro en ellos. Al día siguiente, yendo con Maite de paseo por el puerto, al darse la vuelta tras comprar el periódico en un quiosco los reconoció. O él se figura que los reconoció.

-Josemari, ¿estás seguro de que son los mismos?

-De las caras no me acuerdo exactamente, pero sí de las gorras y de que eran chico y chica como esos de ahí. A lo mejor se relevan, porque estos tipos, si algo saben hacer, aparte de joderle a uno la vida, es organizarse.

La camarera que les ha servido los aperitivos les explica ahora, con un cerrado acento andaluz, la forma más sencilla de llegar a una iglesia situada a unas cuantas calles de allí. Al enterarse del propósito de Maite, la chica tiene la amabilidad de llamar por teléfono móvil a su madre.

-No, pero si no es ninguna molestia.

Así pues, a la una se oficia una misa en la iglesia referida. Ahora son las doce y media pasadas. Maite y Josemari expresan su agradecimiento por medio de una propina generosa. Luego, cogidos nuevamente del brazo, se encaminan sin prisa hacia el lugar indicado. Por encima de una línea de azoteas avistan cinco minutos después la torre donde ya suena la campana.

Josemari se queda sentado en un banco de la calle, debajo de un limonero que le sirve de sombrilla. Maite trata de persuadirlo a que la acompañe diciéndole que en el interior de la iglesia habrá aire fresco.

-Aquí te vas a achicharrar.

-Aquí estoy bien.

La misa dura cerca de tres cuartos de hora. Poco más de dos docenas de fieles se reparten por las filas de bancos. Maite ha tomado asiento en el de la última fila y de vez en cuando echa una mirada a la puerta con la esperanza de ver entrar a Josemari. El cura es un anciano de voz cascada que habla en un tono monótono y ceceante. Las malas condiciones acústicas del templo apenas permiten que se le entienda. Pero, en fin, Maite ha cumplido con el rito, que es lo que a ella le importaba.

Al salir a la calle, se lleva un susto de muerte al encontrar vacío el banco donde Josemari había prometido esperarla. Mira a una parte, mira a la otra y no ve a nadie a quien preguntar por un hombre de camisa blanca y poco pelo en la cabeza que estaba aquí sentado hace un rato. En el centro del pecho se le forma un nudo doloroso que le dificulta la respiración y le recuerda las pasadas penalidades de su enfermedad. Los fieles que han asistido a la misa se alejan en distintas direcciones. Pronto se queda la calle desierta. En esto, Maite descubre el Moleskine de Josemari tirado en el suelo. Un mal augurio la colma de angustia cuando lee lo último que su marido ha escrito: “Las mismas gorras que en Málaga”. A Maite le falta poco para ponerse a gritar. Se dirige a la puerta más cercana con el propósito de que la ayuden a llamar a la policía. Entonces ve aparecer a Josemari por una esquina de la calle. Corre hacia él y, aún alarmada, le pregunta:

-¿Se puede saber dónde te has metido?

 

[Hace poco, durante una firma de libros en la Feria del Libro de Zaragoza, conocí y coincidí con Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), que se licenció en Filología Hispánica en la Universidad de Zaragoza. Antes habíamos hablado por teléfono y nos habíamos intercambiado algunos correos y algunas cartas. Fernando acababa de presentar su último libro: ‘El vigilante del fiordo’ (Tusquets), cuyo primer cuento es este ‘Chavales con gorra’, que me envía. Fernando es un escritor estupendo y simpático que lleva muchos años, más de 25 tal vez, viviendo y trabajando en Alemania. En 2009 abandonó sus clases para centrarse única y exclusivamente en la escritura. Las dos fotos son de Lewis Hine.]

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