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Antón Castro

MANUEL RICO: DOS POEMAS

El pasado día 30 de julio, en Veruela, en un recital matinal conducido por Manolo Forega, leyó algunos de sus textos Manuel Rico. Entre ellos, el poema dedicado a Blas de Otero. Me gustó y me impresionó. Esta mañana, Manuel Rico ha tenido la doble gentileza de mandarme ese texto y este primero dedicado a Paca Aguirre, poeta y esposa de Félix Grande. Dice Rico: “’La casa de los fresnos’ está inspirado en la casa que mi padre dejó a medias cuando murió, en el valle del Lozoya, y en la que ahora pasamos fines de semana y otras hierbas Esperanza, mis hijos y yo...”

 

 

 

La casa de los fresnos

                                 A Francisca Aguirre

 

A esta casa llega, a veces, el viento.

Llega lo inacabado, llega el tiempo, y la espera,

y el reloj inútil, y el alma de los campos, y llegan

las montañas y el silencio indeciso de la nieve,

y el barro y la madera, llega

la memoria, amada, llega

la memoria.

 

Esta casa, la de los fresnos

y de las lluvias,

tuvo en su arquitectura, mucho antes

de ser teja y ladrillo,

un padre soñador de sueños rotos,

tuvo

la lectura primera de Madame

Bovary en noches de verano de finales

de los años ochenta, tuvo

novelas inconclusas, poemas

no acabados, pájaros, cemento,

un huerto muy precario

y pequeños erizos sobre la hierba seca

en las noches de agosto en que los hijos

descubrían el mundo y bebían la niebla.

y eran niños y a veces nos hacían

tan niños como ellos.

 

Esta casa

es la casa de las tormentas y del olor a tierra

mojada y a rastrojo, es la casa

de la memoria enferma de la madre,

la de las moras ennegrecidas

de setiembre. La casa de los caminos

y de los montes ocres, del endrino

cuyos frutos morados

hablaban del invierno

en las puertas de octubre, cuando el frío

era sólo sospecha.

 

Es la casa

que soñó mermeladas y hortalizas

en veranos remotos, la casa

del níscalo y las lluvias tardías de noviembre,

de las noches al fuego, del fuego

y de las brasas, de la mesa

camilla y del brasero.

 

Esta casa,

la de los fresnos

es la casa de las orugas del color de las hojas,

la del porche vivido

en las noches de julio de mariposas calcinadas

en la vieja bombilla.

 

La de la leña

cortada, la del aroma

de la arizónica y del cedro, la de los pájaros

que inauguraban

la mañana de abril y los asombros

del hijo que descubre

el aire y sus olores

y la sombra del águila en la altura,

 

Casa de las celebraciones y de las tardes lentas,

del jardín alfombrado de hojarasca.

La casa.

               Mi casa.

                               Nuestra casa.

 

La famosa foto de Collioure: Blas de Otero, José Agustín Goytisolo, Ángel González, José Ángel Valente y Alfredo Castellón; abajo: Gil de Biedma, Alfonso Costafreda, Carlos Barral y José Manuel Caballero Bonald. Nueve magníficos.

 

 

EL POETA DELGADO    

Fotografía de la propia memoria: Blas de Otero,

en el centro del corro, en un almuerzo colectivo

el 1 de mayo de 1979 en la Casa de Campo.

                                               (De un reportaje biográfico aparecido

                                                                      en una revista literaria).

 

Cuentan las crónicas que aquel poeta

de extrema delgadez y cabellos de nieve

jugaba al dominó.

                              En el bar de las siestas y las tardes de tiza,

con sus dedos exiguos cansados de palabras

tanteaba la urdimbre de los números simples.

 

Aquel poeta

fumaba con exceso y en el humo

empastaba la historia que nos fue arrebatada

y vivía en la niebla de tabaco y penumbra

la soledad helada del granito, el sueño

delgado de los que nunca sueñan,

la posesión herida del lenguaje.

 

Hoy lo recobro en este fotograma

de la memoria entusiasta y del deseo intacto:

mayo crepita de claridades rojas: es la Casa

de Campo y el poeta ha acudido

a respirar el sueño, a contemplarse

en el espejo aturdido del nosotros, tú lo ves

en el centro del corro, y él no canta

quizá porque en sus ojos

hoy no navega la canción sino un pabilo

de tristeza: acaso

se piense enfermo, envejecido, y tú lo ves

dolorosamente cano, delgado hasta lo infame,

la piel buscando el hueso

donde tiembla el abismo.

 

Pero sonríe. El poeta delgado

nos mira ausente y nos sonríe

con la mirada hueca —quién sabe qué palabras

ha advertido en el aire, o tal vez sólo sea

la borrosa luz del Guadarrama, un sueño

de purísimos ríos, de cumbres solitarias y ciervos desbocados

para curar su pecho

severamente roto, o quizá viejas iras

en nuestra voz más joven, tanto como esa fruta

que una mano le ofrece

entre enseñas que el tiempo declarará vencidas—

mientras la luz derrama

oros debilitados en los viejos pinares.

 

Oyes

su silencio de tierra. Escuchas

su latido de viento en sus ojos de tierra.

                                                                ¿Por qué

ves tierra en sus ojos y no la crepitación

oscura de su voz de llama?

 

Recuerdas hoy

aquellos ojos duros, recuerdas

haber adivinado

un resplandor de ausencia en esos ojos duros, una

rara quietud y hoy sabes

que el poeta delgado

no te miraba, sus pupilas

no miraban a nadie,

traspasaban la luz y las banderas,

iban en pos del hueco y la ceniza, acaso

habían entrevisto el territorio

del musgo y del silencio, de las flores exangües,

de la muerte sola.

 

 

*Las tres fotos son de Hengki Koentjoro.

1 comentario

Laura Huertas -

Maravillosos. Cuánta serenidad.