JAVIER ROMERO: UN CUENTO
Javier Romero acaba de ganar el premio Isabel de Portugal de Narrativa. Y tiene la gentileza de enviarme un cuento inspirado en un texto del pintor Jorge Gay.
Un cuadro de Gay
Oh, where oh where can my baby be?
The Lord took her away from me
The last kiss
Wayne Cochran
El cuadro de Gay me hizo reparar en mí mismo después de muchos meses en los que sólo fui una especie de cuerpo inerte. Mis zapatos, empujados por una fuerza ajena --llámala inercia, llámala espíritu santo--, me habían traído a Zaragoza pocas semanas después de matar a mi novia. Vine huyendo de mi sombra y de un insondable sentimiento de culpa. Pero la culpa y la sombra estaban demasiado pegadas como para quedarse atrás.
Llovió sin parar durante tres o seis meses y el viento sopló como si quisiera llevársenos a todos. Pero un día empezó a clarear cuando Concha Monserrat me dijo en los pasillos de las Cortes de Aragón: “mira, ese del cuadro se parece a ti”. Allí tumbado y desnudo, pintado en colores fríos, alguien muy parecido a mí, dormía en la parte inferior de la escena. A su alrededor, varias figuras de hombres y mujeres parecían hablar ajenos al bello durmiente. Todos no. Uno tenía la pierna ligeramente doblada como si estuviera a punto de darle un puntapié.
No soy yo pero podría serlo. Me dio por pensar en ello cada vez que subía hacia las cabinas de radio y pasaba por delante del cuadro. Con la mejilla apoyada en una mano mi retrato descansaba con placidez. Sus labios a ratos parecían sonreír o se fruncían sutilmente como si alguna duda lo embargase. Pero las más de las veces, sonreía.
Una noche soñé que iba en mi moto a más de 100, con mi amor agarrada a mi espalda. Formábamos un solo cuerpo, especialmente cuando nos tumbábamos en la trazada de las curvas y sus uñas se clavaban en mi pecho. Soñé que nos acercábamos a un cruce con el semáforo en verde y nos lanzaba por los aires un coche que surgía de la nada. Yo flotaba sobre el capó a cámara lenta, como un cosmonauta en un paseo espacial, y me acordaba de una conversación de besugos que tuve con mi profesora cuando apenas tenía 8 años. A ver, Javi, ¿cuándo debemos cruzar la calle? Pues, cuando el semáforo se pone rojo. ¡Qué dices, siempre debes cruzar cuando el semáforo está verde! Pero si cruzo cuando el semáforo está verde, me pillarán los coches. Tú hazme caso. En el sueño, el conductor que nos estaba arrollando me miraba sorprendido, como el que mira llover motociclistas, y luego pisaba bruscamente el freno.
“Abrázame, mi amor, tengo miedo”. Nos quedábamos los dos tumbados, como dormidos, mejilla con mejilla, con un rictus que más que de dolor era de nostalgia, como posando para un cuadro de Gay. Así permanecíamos hasta que llegaban las luces azules de la Guardia Civil y las naranjas de las ambulancias, y nos separaban, y nos convertían en una crónica de sucesos. Cuando desperté, resulta que era verdad.
La cara de Jorge Gay se tornó amarillo cadmio al verme en el quicio de la puerta de su estudio.
-Eres Ernesto- dijo, y no quedó claro si era una pregunta o una afirmación. Esbocé mi primera sonrisa en meses, y no porque tuviera muchas ganas. Fue una sonrisa social para ayudar al pintor a reponerse del sobresalto que le produjo mi inesperada visita. No recordaba haberme llamado nunca Ernesto. Mi DNI lo decía bien claro, y el DNI no suele mentir.
- No. No soy Ernesto, aunque me han dicho que me parezco un poco a él.
-¿Un poco? Juraría que sois hermanos gemelos.
Me invitó a pasar y tomar asiento en un sofá desvencijado repleto de manchas de pintura acrílica. Me excusé por lo que pudiera haber de morboso en mi curiosidad por aquel que tanto se asemejaba a mí y le pedí que me contara todo lo que sabía de él.
-Me lo presentó una amiga común y decidí usarlo como modelo por su extraña mirada. Y lo que son las cosas, al final le pinté dormido. Supongo que me cansé de intentar plasmar, sin mucho éxito, la tristeza inquisitiva que poseían sus ojos…-. Gay hizo una pausa y, sin darle mucha importancia, lo soltó:
-Murió hace unos meses en un accidente de tráfico.
Mientras me hablaba con su voz pausada, se limpió las manchas de las manos con un trapo impregnado en disolvente y paseó su mirada por las pilas de cuadros y botes de pintura que se amontonaban junto a la pared tras de mí. Rehuía mis ojos. Pese a lo que la razón le dictaba, mi presencia invocaba al fantasma de quién posó para él posiblemente en esa misma nave. Finalmente, dejó de sacar lustre a sus dedos con el paño y me miró
-Debo tener por ahí algunos bocetos que le hice a Ernesto. ¿Quieres verlos?
Gay rebuscó entre los anaqueles hasta que dio con un fajo desordenado de cartulinas. Creí notar una duda en el pintor antes de extender sus dibujos sobre la mesa; un pellizco de pudor antes de mostrar su obra desnuda. Fui pasando hoja tras hoja como si mirara fotos antiguas en el álbum de un amigo. Fotos con imágenes de uno mismo, para las que no recuerda haber posado pero que allí están, hipnóticas, fascinantes y tozudamente reales.
Al llegar a la penúltima lámina fue mi cara la que se volvió amarillo cadmio.
-¿Quién es esa chica que abraza a Ernesto?- balbuceé alterado.
-Era su novia. Se marchó de Zaragoza poco después de la muerte de Ernesto.
-¿Su novia?
Aquel pelo liso, aquella piel perfecta, aquellos ojos claros, aquel perfil de pin-up feliz, aquella cara. Toda ella era idéntica a mi amada. Ladeaba la cabeza y juntaba su mejilla a la de Ernesto como lo hubiera hecho ella. Con la respiración entrecortada, con un embalse de lágrimas no derramadas que intentaban resquebrajar mi pecho, saqué un hilo de voz para preguntar:
-Conducía ella, ¿verdad?
-Sí. Eso me dijeron.
*Javier Romero es periodista y escritor. La ilustración corresponde a 'Vacaciones en Roma', con Gregory Peck y Audrey Hepburn.
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