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Antón Castro

PRÓLOGO DE HITCHENS A SUS MEMORIAS EN BOLSILLO

 

El escritor y traductor aragonés Daniel Gascón ha traducido dos libros de Christopher Hitchens. Esta es la traducción del prólogo a la edición de bolsillo de sus memorias: ‘Hitch-22’, que publica Debate.

 

 

PREFACIO A ‘HITCH-22’: MEMORIAS DE CHRISTOPHER HITCHENS

Traducción de Daniel Gascón.

 

Hitchens y su amigo Martin Amis.

 

“No aspires a la vida inmortal, pero agota la extensión de lo posible”

Píndaro: Píticas iii

 

            Espero que no parezca presuntuoso asumir que quien haya llegado tan lejos como para adquirir esta reedición en rústica de mis memorias sabrá que fueron escritas por alguien que, sin saberlo en el momento, estaba grave y quizá mortalmente enfermo.

            En todo caso, creo que a algunos lectores les puede sorprender (como ahora le ocurre, muy poderosamente, al autor) que los tres primeros capítulos, así como muchos de los pasajes posteriores, muestren una fuerte preocupación por la muerte inminente, o por muertes en mi familia. Hasta cierto punto, eso es natural y adecuado en cualquier obra autobiográfica. Me puse a escribir cuando me acercaba y cruzaba la pequeña pero perceptible frontera de mi sexta década: un tiempo en el que uno ha empezado a ver los nombres de sus coetáneos en las páginas de obituarios. Cuando se publicó el libro, acababa de cumplir sesenta y un años. Escribo esto en un momento en el que, según mis médicos, no puedo estar seguro de celebrar otro cumpleaños.

            Por otra parte, por decirlo de algún modo, y gracias a la brillantez y habilidad de esos mismos doctores, podría esperar vivir varios años más e incluso encontrarlos disfrutables y provechosos. En el análisis final, ¿en qué se diferencia esto de la vida que llevaba antes? Uno siempre sabe que hay un límite para el tiempo de vida, al igual que uno siempre sabe que la enfermedad, los accidentes o la incapacidad, tanto física como mental, nunca están a más de un suspiro de distancia.

            Para dar una forma narrativa, y para retomar la historia a pesar de todo, me había vuelto consciente, a medida que el libro se acercaba al final, de que cada vez me cansaba más fácilmente. Una o dos veces, gente que me había visto en la televisión escribió para expresar su preocupación por mi aspecto. Pero invariablemente me recuperaba del agotamiento sin demasiados problemas, y todos mis reconocimientos médicos rutinarios me encontraban en un estado de salud excepcional para alguien de mi edad. En todo caso mi vida es mi trabajo, y viceversa, y siempre los he organizado para que se solaparan. Disfrutaba enormemente viajando para cumplir encargos de escritura o compromisos para hablar en público, generalmente una vez por semana. Y nunca me han faltado amigos o compañía, y los seguía buscando vorazmente. Como el hombre del viejo cuento, a veces me reía diciendo que, si hubiera sabido que iba a vivir tanto, me habría cuidado más. Se han exagerado las anécdotas sobre mi “estilo de vida” bohemio, como comentaré en estas páginas, pero quizá no tanto. Había desarrollado un régimen muy productivo y, para mí, satisfactorio. Si parte de él dependía un poco de cócteles y largas noches de lectura, debate o incluso (durante la escritura de este libro) recaídas en el hábito de fumar, pensaba que la apuesta lo merecía.

            De ahí mi estado de relativa despreocupación hasta la primavera de 2010, cuando recibí el calendario previsto para la gira promocional de este libro. Era una cosa brillante y generosa, que se extendía desde Australia a Gran Bretaña, pasando por Estados Unidos y Canadá. No creo en los presentimientos (ahora me parece muy obvio que mi cuerpo intentaba decirme algo), y me limito a señalar el hecho de que leí el calendario y pensé con bastante calma: “No llegaré al final”. Mentalmente, me estaba preparando para tomarme varios meses “libres” (algo que nunca antes había deseado) y concertar una cita seria con un médico. La gira empezó bien pero mi sistema no tardó en imponerse: primero me derrumbé en Nueva York, donde me enteré de que debía pedir una biopsia para el cáncer, y después –tras haberme hecho la biopsia y decidir que mantendría todos los compromisos posibles mientras esperaba el resultado- en Boston. Mi querido amigo Cary Goldstein, que estaba conmigo en ambas ocasiones, es la razón por la que puedo escribir estos párrafos. Desde entonces, he vivido entre una dosis de quimioterapia y otra y, en algunos periodos, entre un analgésico y el siguiente, mientras espero la posibilidad de un tratamiento que sea específico para mis propios genes y mi propia enfermedad. (Sufro un cáncer de esófago en fase cuatro. No existe la fase cinco.)

            Un tema constante en Hitch-22 es el requisito, exigido por una vida de reiteradas contradicciones, de mantener una doble contabilidad. Mi actual condición lo intensifica, en vez de hacer lo contrario. Simultáneamente, me veo obligado a hacer preparaciones para morir y para seguir viviendo. Abogados por la mañana, como dije una vez, y médicos por la tarde. Una de las dimensiones más felices de mi vida, viajar, ha quedado prohibida: una gran tristeza. Pero he descubierto que todavía poseo la voluntad de escribir, así como algo indispensable para cualquier escritor: la ávida necesidad de leer. Incluso aunque esté atenuado por el tiempo más corto en el que estoy consciente cada día, y circunscrito por la idea de una final y completa pérdida de la conciencia, esto es solo un poco menos que aquello por lo que estaba silenciosamente agradecido: la capacidad de ganarme la vida haciendo las dos cosas que más me importan.

            Otro elemento de mis memorias –la gigantesca importancia del amor, la amistad y la solidaridad- se ha vuelto inmensamente más vívido para mí a través de la experiencia reciente. No puedo esperar trasladar el efecto total de los abrazos y las declaraciones. Si un conocido tuyo puede beneficiarse de una carta o una visita, bajo ningún concepto pospongas la escritura o el desplazamiento. Casi con toda seguridad, la diferencia que suponen será mayor de la que has calculado.

            La causa de mi vida ha sido combatir la superstición, lo que entre otras cosas significa combatir los temores de los que se alimenta. Por alguna razón inexplicable, nuestra cultura juzga normal, incluso encomiable, que los devotos aconsejen a quienes consideran que están expirando. Todo un edificio hortera –de inventadas “conversiones en el lecho de muerte” y húmeda literatura devocional- ha surgido a partir de esta asunción altamente discutible. Aunque podía haber elegido ofenderme (cuando me invitaban melifluamente a abandonar mis convicciones in extremis: qué insulto y qué non-sequitur, además), estaba realmente agradecido por la pesada atención que recibí de los fieles. Le dio a mi ateísmo, por así decirlo, nuevas ganas de vivir. También me ayudó a mantener abierto un debate al que estoy orgulloso de haber contribuido. Decir que este debate me sobrevivirá habría sido cierto en cualquier momento.

            En lugar de asistir a “desayunos de oración en mi honor” en lo que realmente se llamó en internet “el Día de Oración por Hitchens”, he pasado gran parte de este último año registrándome como paciente experimental para varios exámenes y “protocolos” clínicos, principalmente basados en el genoma y destinados a ampliar el conocimiento humano y a reducir el área de oscuridad y terror que domina el cáncer. Obviamente, mi objetivo no es por completo desinteresado, pero muchos de los experimentos se encuentran en una fase en la que cualquier resultado está demasiado alejado en el futuro como para servirme de ayuda. En este libro cito la admonición de Horace Mann: “Mientras no hayas hecho algo por la humanidad, debería darte vergüenza morir”. Así que esta es una respuesta modesta y pequeña a su reto, sin duda, pero es la mía. La irrupción de la muerte en mi vida me ha permitido expresar un poco más concretamente mi desprecio hacia el falso consuelo de la religión y la creencia en la centralidad de la ciencia y la razón.

            No todas mis opiniones se han revelado acertadas, ni siquiera para mí. Veo que escribo que: “Personalmente, quiero ‘hacer’ la muerte en voz activa y no pasiva, y estar allí para mirarla a los ojos y estar haciendo algo cuando venga a buscarme”. No puedo mantener esa gallardía a la luz de lo que sé ahora. Si los mejores esfuerzos de mis amigos médicos fueran inútiles, poseo una idea bastante clara de cómo cosecha a sus víctimas el cáncer de esófago en fase cuatro. El proceso terminal no permite mucho en forma de “actividad”, ni siquiera de despedidas serenas, por no hablar de partidas estoicas o socráticas. Por eso estoy tan agradecido por haber tenido, ya, un intervalo lúcido de cierta duración, y por haberlo llenado de los mismos elementos, de amistad y amor, de literatura y dialéctica, con los que espero que esté animado este libro. No nací para hacer ninguna de las cosas que escribo aquí, pero nací para morir y esta coda debe ser mi intento de llevar el relato a su conclusión.

 

Christopher Hitchens

Washington, D.C.,

20 de enero, 2011

           

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