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Antón Castro

ISABEL GONZÁLEZ: UNA ENTREVISTA

ISABEL GONZÁLEZ: UNA ENTREVISTA

Isabel González (Ejea de los Caballeros, Zaragoza, 1972) publica ‘Casi tan salvaje’ (Páginas de Espuma), y ofrece una voz muy especial. Sus cuentos transcurren entre la alucinación, el espejismo y una vida cotidiana asaltada por fantasmas o por lo maravilloso. Sus cuentos dejan sin aliento: le gusta contar historias dentro de la historia, y siempre hay un elemento inquietante, un extrañamiento que te deja perplejo y plantado al borde del abismo. [Una parte de este texto aparecía ayer en 'Heraldo de Aragón]

¿Desde cuándo escribe Isabel González?

De forma regular, desde hace siete años. Así de tajante. Lo que siempre he tenido es la sensación de vivir en un proceso de almacenaje de estímulos y de ideas. Esperaba el día en que todo eso se desbordara y me viera obligada a poner un papel debajo para recogerlo.

 ¿’Casi tan salvaje’ es un libro donde se suman diversos cuentos o quiere ser un libro unitario, con una unidad de fondo?

Es un libro con absoluta vocación de ser una obra unitaria. Todos los cuentos han sido escritos el mismo año, con la misma parte del cerebro y con el mismo pijama. Me levantaba muy temprano. A esas horas en que todavía no ha amanecido, cuando el sueño aún colea y las preocupaciones del día quedan lejos. En esas circunstancias, el estado de conciencia es distinto. Se piensa sin tantos condicionantes. Con menos dolor y con más lucidez. De una forma imprudente y también gozosa.

 De entrada, ¿cuál es o cómo defines ese territorio donde te sitúas en el relato? ¿El territorio de lo espectral, de lo cotidiano con sombras, de lo fantástico...?

Me situaría en el territorio de lo espectral en cuanto a la memoria, en cuanto a lo que insiste en volver por mucho que se haya ido, y en el terreno de lo cotidiano con sombras, en cuanto al reverso de las motivaciones a las que creemos responder cuando actuamos. Me resulta curioso, sin embargo, destacar la vertiente fantástica de mis cuentos. Fantásticos y deslumbrantes son, por ejemplo, los cuentos de otra autora zaragozana, Patricia Esteban Erlés. En ellos, lo fantástico penetra de lleno la realidad. La subvierte. Creo que en mis cuentos, si hay algo fantástico, lo único que hace es incidir en lo que ya se da. Remarcarlo. Empujarlo al abismo. Tengo debilidad por lo grotesco, por lo turbio. Para desgracia de mis personajes, creo que lo patético está siempre más cerca de la verdad que lo sublime.

 ¿Cómo quieres que sean tus cuentos? Lo digo porque siempre hay un secreto, una herida, una sombra, una tensión que no se describe pero está ahí.

Honestos. Bastante tenemos con escondernos en nuestra vida cotidiana como para escondernos también cuando escribimos. La escritura es el terreno de la libertad, y si no es así, no es nada. Supongo que la tensión proviene de la colisión entre el deber y el deseo. Cortázar decía que en un buen cuento, siempre debe haber la sensación inminente de que algo va a suceder. Un excelente consejo.

 ¿Quiénes serían tus modelos? Se ven las huellas de Chejov, de Piglia, de Carver, de Alice Munro...

Alice Munro te apuñala a la vuelta de la frase que menos esperas. Carver —o más bien, Gordon Lish— es el maestro del fraseo, pero tal vez prefiera a Cheever por su desgarro lleno de epifanías miserables. Mataría por la mirada inquisitiva de Flannery O’Connor. Por la capacidad de evocación de Clarice Lispector. Por la inteligencia de Herta Müller. Por el ritmo de Amy Hempel… Son legión. En general, muchos de los autores que me atraen podrían encuadrarse en el gótico sureño de Estados Unidos, que a pesar del nombre, nada tiene que ver con la escritura recargada ni con las palmeras.

 

Hablemos de algunas piezas: el amor, con sus cicatrices, está muy presente en ‘No es amor lo que se pide’, en ‘Material...’ o ‘Casi tan salvaje’, por ejemplo... ¿Cómo defines el amor y, en particular, el amor del libro?

El amor —a menudo, también la familia— es la trampa y es el refugio. En nombre del amor se mata. En nombre del amor, alguien entra en una casa en llamas para rescatar a un niño. El amor, como dice el primer cuento del volumen, es un montón de cosas. Es tantas cosas que la palabra se diluye, muta, se deja fagocitar. Un trozo de pan es amor, un bofetón bien dado es amor, dos perros copulando es amor, parir es amor… Desmitifiquemos el amor. Pongamos cada cosa en un estante y escojamos cada instrumento para una cosa. No podemos cargar con toda la caja de herramientas cada vez que hemos de apretar un tornillo. Nos vamos a hacer daño, seguro.

 ¿Cómo surge ‘Casi tan salvaje’, esa historia de una madre y una hija, de los pájaros muertos y de esa inesperada relación de pasión oculta?

Esta historia surge al final. He acabado de escribir el libro, lo leo, me doy cuenta de qué es lo que he querido contar y decido añadir un cuento más, un cuento que por decirlo de algún modo, aglutine el espíritu del volumen.

A menudo, es un recuerdo, una frase o una imagen lo que me sirve de disparadero para comenzar un cuento. Rara vez escribo sabiendo lo que va a suceder y cuando lo hago, procuro violentarme, incluir elementos erráticos que me obliguen a tomar decisiones inesperadas. Esos flecos suelen ser lo más jugoso. Me gustan los cuentos despeluchados. En el relato ‘Casi tan salvaje’, el disparadero fue el recuerdo de un taller; el argumento, una historia que me contaron —por supuesto, completamente desubicada y manipulada— y el tema, la incapacidad de una mujer para ejercer su voluntad. Esta mujer oculta su voluntad tras las palabras amor y felicidad. Tras la palabra destino, incluso. No se atreve a decir: “lo hice porque quise”. Pronuncia: “lo hice para no haceros daño, porque os quería, porque no me quedaba otro remedio”. Sólo cuando reconozca la importancia de su voluntad, podrá asumir su vida.

¿Le debes algo a Ejea de los Caballeros y al mundo rural? Lo digo porque muchos de los cuentos, en su atmósfera de espejismo, parecen transcurrir en el campo.

A Ejea de los Caballeros, a mi familia, le debo sobre todo una infancia feliz. La verdadera patria del ser humano, que decía Rilke. Además, crecí en una gasolinera a las afueras del pueblo, en ese cruce de caminos entre lo silvestre del paisaje y lo industrial del petróleo, de la maquinaría agrícola, del esfuerzo por domar la tierra. Todos los veranos, desde los surtidores, veía la enorme bola del sol rojo ocultarse por el horizonte; olí el gasoil y la tierra tras la tormenta; tuve un cuervo herido convertido en mascota, la madera crujía en las noches de insomnio... Todos esos descubrimientos y también esos temores que sólo el mundo rural puede proporcionar a un niño. Porque el mundo rural es de una riqueza insospechada, una riqueza más latente que explicita. Un mundo de ocultaciones. De secretos a voces, donde lo colectivo sigue pesando mucho frente a lo individual. Dice Herta Müller que la tierra es voraz, que sólo nos alimenta para que ella pueda alimentarse luego de nosotros. Yo no tengo una visión tan macabra del paisaje, pero sí que es cierto que en los pueblos —y eso que Ejea ya tiene su tamaño—, el ciclo de la vida y de la muerte se asume de una forma más cotidiana. Los animales se sacrifican, se visita a los muertos, los conocemos. Eso crea una sensibilidad especial. Una fortaleza y un sentido del humor inimitables. Basta con visitar Ejea para comprobarlo.

Todos los cuentos son inquietantes, no de horror, pero a veces cercanos a una indefinible forma del espanto. ¿Por qué? ¿Es una estética, un punto de vista, una forma de ver el mundo?

Uf, qué cosas tan bonitas me dices: indefinible forma del espanto. Cómo no. El mundo es espantoso y su catálogo de torturas más que indefinible es inabarcable. No es una visión complaciente, no, pero es la mejor definición del mundo en su doble vertiente. Lo espantoso como terrorífico y lo espantoso como asombroso. Lo terrorífico nos pone en contacto con el misterio y el asombro nos salva. Nos salva la curiosidad. Alguien dijo que aceptaría morir sin más problemas si le aseguraban que una vez al año, podría levantarse y leer el periódico.

Hay un cuento, ‘Líneas’, sobre las relaciones de trabajo pero también sobre la prensa, sobre la puesta en página, sobre el diseño y la información. ¿Qué quieres decir, cuál sería ahí tu mensaje, cómo debe ser el equilibrio entre diseño con sus blancos y texto?

Los blancos… Los blancos nos encantan a los diseñadores, pero la gente que no se dedica a esto, en cuanto ve un blanco, dice: “¿no te parece que aquí hay demasiado espacio en blanco, demasiado vacío?” Y es normal. Se produce una especie de “horror vacui”, de miedo al vacío. Es natural. Es más humano. La naturaleza aborrece el vacío. La vida quiere llenarlo todo. También esos espacios en blanco que los diseñadores nos empeñamos en poner para equilibrar los pesos.

El cuento ‘Líneas’ habla precisamente de la tensión entre lo estético-artificial frente a lo ético-vital. En este caso triunfa lo ético-vital, pero que conste que yo adoro los blancos, a ver si ahora me voy a quedar sin trabajo. 

¿Cómo vive una cuentista, una narradora, en la sección de infografía y maquetación de un periódico?

Como en un zoo lleno de especies humanas diversas —y casi en extinción dado el momento que vive la prensa—. Las secciones de diseño son el comedero donde se acercan todos para que les hagan una página o un gráfico. Es el espacio idóneo para la observación del comportamiento humano en condiciones casi de laboratorio. En un periódico habitamos muchos, muchas horas, sometidos a mucha presión en muchas ocasiones. Estallamos, nos odiamos, nos amamos. Como animalicos. 

 Última cuestión: ¿cómo afrontas la escritura, el lenguaje, el ritmo narrativo?

Para mí, la escritura es ese cuarto de juegos —cuanto menos ingenuos mejor— donde todo está permitido porque uno está solo. Solo y en silencio. Es entonces cuando la cabeza se pone en marcha. Una cabeza, que por costumbre, trata de extraer consecuencias de las causas; una cabeza que tengo que mantener a raya porque se esfuerza en subordinar frases de un modo innecesario y hasta artificial. La yuxtaposición libera, desata, selecciona —es inevitable—, pero creo que juzga menos. Que permite esas grietas, esos espacios vacíos que el lector completa con su mirada, sus conclusiones y sus vivencias. Un tipo de escritura así sería inviable sin el ritmo. El ritmo es la columna vertebral.

 

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