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Antón Castro

LEONARDO ROMERO: UN DIÁLOGO

[Hoy he publicado en Heraldo Domingo, el suplemento que dirige Picos Laguna, esta entrevista con el catedrático Leonardo Romero Tobar, uno de esos sabios de letras que andan por el mundo, un caballero simpático y de buenos modales, que suscita cariños por doquier. Mi hija Aloma, que está trabajando estos días en la Feria del Libro de Madrid, me ha dicho hace un instante desde Madrid que es uno de esos profesores al que siempre quieres parecerte porque es estimulante, curioso, divertido, humano y sabio. Uno de sus libros capitales es 'Panorama crítico del romanticismo español' (1994) y ha editado a Larra, Valera, Bécquer, Espronceda... La foto es de la Fundación March.]

Leonardo Romero Tobar (Burgos, 1941) es una referencia fundamental en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza. Es un sabio de memoria prodigiosa: es capaz de recitar ‘La vida es sueño’ de Calderón, la ‘Apología de Sócrates’ de Jenofonte en griego, un poema de Rafael Alberti, una carta de Juan Valera.... Dice que la literatura y el arte son memoria, “una forma de diálogo con los otros”, con la tradición y con la creación. Admirado y querido por sus compañeros y por los alumnos, rezuma literatura, pasión por la palabra, entusiasmo por la belleza y sus detalles. Es un contador de historias de casi todo: de sus encuentros con Camilo José Cela y Álvaro Cunqueiro en Compostela, de algunas tardes memorables con Dámaso Alonso, de anécdotas de Mariano José de Larra. Lo definen la curiosidad y una vocación incesante de conocimiento: sus compañeros de Departamento le acaban de rendir un homenaje coral con el volumen ‘Aún aprendo. Estudios de Literatura Española’ (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2012); el título no es casual: Leonardo Romero Tobar lleva algunos años trabajando en un libro sobre la presencia de Goya en la literatura.

Tiene un excelente sentido del humor, amasado con picardía, gracia y el desenfado de quien sabe reírse de sí mismo. Por eso dice: “Soy una viuda promiscua. Me han interesado mucho, entre otros, Galdós, Luis de Góngora, Leandro Fernández de Moratín, Jovellanos, Espronceda, Bécquer, Larra, Clarín... Y, por supuesto, Juan Valera, que tiene algo de un amor de muchos años, al que le he dedicado muchas horas y que es un modelo permanente de entusiasmo y de lucidez para mí. Y a veces es una terapia o un terapeuta. He editado unas 5.000 cartas suyas en ocho volúmenes, y creo que es uno de los mejores epistolarios que existen de un escritor; comparables con los Juan Ramón Jiménez o Pedro Salinas, aunque en los de ellos priman sus vidas de poetas, lo personal, y Valera tenía una mirada más amplia. Hubo un momento en que me dije, ‘de lo propio no hay que hablar’, y me centré en los escritores del siglo XIX, pero también he estado cerca de Martín Descalzo y de Miguel Delibes en mis años en Valladolid”. Una de sus mejores experiencias con escritores fue en Vigo, cuando hacía milicias. “Muchas tardes iba a ver a Álvaro Cunqueiro, director de ‘Faro de Vigo’, y allí hablábamos de todo. Era un personaje maravilloso que se apartaba, con Joan Perucho, de aquello que se llamaba ‘el realismo de la berza’ y practicaba una literatura de la imaginación”.

¿Recuerda cómo y cuándo nació su pasión por la literatura por la literatura?

Desde muy niño. Casi desde que empecé a leer, con los cuentos infantiles, con los cuentos de Calleja. Y luego con las novelas adaptadas. La literatura me fue entrando a través de los manuales de Bachillerato. Yo era un joven al que le apasionaba leer, era un niño de cine, íbamos a ver todas las películas toleradas que había, y era un niño de radio, de novelas radiofónicas.

He visto que es experto en folletín.

Le he dedicado estudios a la novela popular. Mi madre se reunía en casa con un par de amigas y leían en voz alta. Una vez a la semana nos dejaban por debajo de la puerta una entrega de un folletín. Recuerdo la impresionante lectura de ‘Florinda la Cava’ de Juan de la Puerta Vizcaíno: yo andaba por allí entre las mujeres, con el oído puesto. Fue todo un acontecimiento.

Parece de un cuento de García Márquez.

No he sido deportista. Vivía al lado de la catedral y a ese hecho debo parte de mi imaginación gótica. Manuel Machado donó su biblioteca personal a la Biblioteca de Burgos. No se llegó a poner disposición del público, pero logré convencer al bibliotecario y pude acceder a las primeras ediciones de muchos de sus contemporáneos. Y de los libros de su hermano Antonio. Y a su interesante correspondencia. Años después lograría “engañar” a Rafael Alarcón para que estudiase su obra y se interesase por esa biblioteca.

Más tarde se iría a Valladolid y a Madrid a cursar Filosofía y Letras. Allí conoció a Dámaso Alonso...

Explicaba Filología Románica y apenas quería hablar de literatura. Sus clases eran aburridísimas; de vez en cuando las adornaba, con gracia, con algún chiste. A lo mejor te pasabas un mes o dos hablando de la letra e. Era respetado, era el director de la Real Academia de la Lengua, iba y venía en taxi a la Complutense. Y yo me puse muy pesado, era delegado de curso, y ya en quinto, ante mi insistencia en que nos hablase de literatura, hacia las doce me llevó a casa, me invitó a comer y habló de literatura.

¿De qué?

De la Generación del 27, a la que pertenecía, cogió una carpeta y sacó un ‘líricograma’ de Rafael Alberti [lo recita], aquellos poemas pintados que él hacía. Ya como profesor, en Madrid coincidiría con Isabel García Lorca, hermana de Federico. Por pudor y respeto, jamás le pregunté por su hermano. Como Dámaso Alonso no quería hablar mucho de la literatura, el gran maestro fue Rafael Lapesa, que encarna a una de las figuras de la escuela filológica española. De él aprendimos, entre otras muchas cosas, que la literatura es un texto especial, con resonancias, que vale para un momento concreto en cualquier tiempo o en cualquier tiempo. Contiene vibraciones que remiten a profundas experiencias humanas.

En el curso 1979-1980 estuvo en Compostela y al año siguiente vino a Zaragoza.

Aquel curso fue inolvidable y muy intenso, pero allí tampoco teníamos muchas raíces y buscábamos una vida más sosegada. Y pensamos, con mi mujer, en acercarnos a Castilla o Aragón. Cambié una ciudad mágica por una ciudad majica. No me arrepiento de nada. Esta es una ciudad vivible, humana, y vine a una Universidad con calidad en la que he disfrutado mucho. Zaragoza ni es la corte de los milagros ni es un lugar donde te puedes sentir el gobernador civil de la literatura.

Llegó y fue director de Departamento de Lengua y Literatura.

Fue una experiencia convulsa, con tensiones y con muchas satisfacciones. Aquí había un equipo joven, activo e inquieto que se ha convertido, en cierto modo, en un centro de hispanismo de alcance internacional. Con Félix Monge trajimos al Aula Magna a Torrente Ballester cuando ponían en la TVE ‘Los gozos y las sombras’.

Dicen que es usted un modelo de tolerancia y de compañerismo...

Por puro egoísmo. La educación es la más alta actividad del espíritu. Es comunicación. Y aquí aprendes siempre: del buen alumno y del mal alumno, que también te enseña lo que no se debe hacer. Un profesor es el primero que tiene que aprender: es una esponja. Y a mí me ha ayudado a entender mucho el entusiasmo, la inteligencia y el humanismo de Juan Valera.

¿Cómo ve los recortes y los conflictos de la Enseñanza?

Esta es una guerra más de la Educación, que siempre parece estar en conflicto o condenada a la discusión. Ahora estamos copiando lo peor del modelo norteamericano sin tomar ninguna de sus cosas buenas.

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