Blogia
Antón Castro

JOSÉ MARÍA CONGET ESCRIBE DE CÁDIZ

[La escritora Ángeles Prieto Barba estuvo en el Seminario de la Lectura de la Universidad de Cádiz, donde intervinieron entre otros Luis García Montero, Antonio Orejudo, Jordi Canal, Manuel Borrás, Antón Castro, etc., bajo la dirección de José María Pérez Collados. Hace unos días, Ángeles me escribió: “Sólo hasta que José María Conget nos leyó su cuento, recordé que sí había leído algo suyo. Me sonó del tirón. Se trata de un brevísimo relato, más bien semblanza nostálgica, de sus años en Cádiz y su amistad con Fernando Quiñones y la mujer de Jesús Fdez. Palacios, que falleció prematuramente. El problema es que esta semblanza, estupenda, muy bien escrita, se encuentra en uno de esos libros descatalogados publicados hace muchos años por el Ayuntamiento de Cádiz, ‘Trece miradas sobre la ciudad’, se titula y ahora es totalmente inencontrable. Ni en librerías de viejo siquiera. Pero yo lo tengo. Y como no hay posibilidad de que el público la lea, conozca y disfrute, la estoy mecanografiando. El Conget es un magnífico escritor (...) Lo estoy disfrutando muchísimo. Qué alegría soltar la última plasta del Eco y coger al Conget. En definitiva, ¡vivan los baturros!”] Ángeles, por supuesto, me manda el texto. Y aquí está con fotos de Fernando Quiñones y José María Conget.

 

EL DÍA CIRCULAR 

 

Por José María CONGET

 

            Dentro de un minuto sonará el teléfono y me despertaré. Fernando, que supone a todos los ciudadanos tan madrugadores como él mismo, no me dejará ni balbucear un somnoliento dígame, me comunicará la hora a la que ha salido el sol y la hora en la que bajará la marea, me describirá una mañana espléndida desde la baranda de la Caleta a la que siempre está asomado en mi memoria y por fin retumbará en mi oído con unos sonoros versos marinos que me obligan a murmurar “no estoy para Góngora, Fernando, no estoy para nadie, ¿te has mirado el reloj?”. Por supuesto, mi vocecilla subterránea le pasa desapercibida a Fernando que ahora me habla en francés, ¿o es en latín?, y sólo hace una pausa cuando inquiere si he leído ya el manuscrito. “¿Qué cabrón llama a estas horas?” me llega desde el dormitorio el destemple de Maribel. “Es Fernando, quiere saber si hemos leído las Crónicas Hispanas”, le respondo, y “es Maribel”, le aclaro a Fernando, “dice que si sabes la hora que es”. “Suspirando yba la niña e non por mí” declama impávido Fernando un poco sin venir a cuento y luego nos cita “entonces hoy a las siete en casa de Jesús para correcciones, glosas y críticas implacables”. Abro el balcón del cuarto de estar. No hay nadie en el Paseo Marítimo. En la playa se siluetean, como ciegos con su bastoncillo, que es en realidad el detector de metales, los obstinados buscadores de tesoros enterrados, fieles a la esperanza de los míticos duros antiguos o de cualquier medallita que hayan perdido los bañistas. Mi apartamento no da a la Avenida pero yo la enfoco desde esta página y la veo fea y sin tráfico, cruzada por un revuelo de hojas sucias de periódico que el Levante arrastra. Es primavera temprana en el lado del mar y permanente gris invierno en la calzada de la calle.

 

            Mi hija se ha levantado ¿Tiene que ir al colegio? No, haremos que hoy sea domingo o por lo menos una fecha festiva. En este día no caben sus maestros carcamales ni el edificio mazacote del Instituto Columela donde yo imparto clases –aunque algún minuto perdido me gustaría que estuviera ilustrado por la espuma que salpica furiosa los bloques de piedra del malecón mientras yo explico a mis alumnos las subordinadas subjuntivas o las asechanzas del loco amor que algún día los arrebatará. Dentro de unas horas mi hija -¿seis años, siete?- bajará a la playa a jugar con Marta y Lidia y desde lejos yo seguiré los turnos a la comba y escucharé, con infinita ternura, con esa congoja difusa por lo que cambia y nos abandona, su voz de niña que se me había olvidado y que otra vez entona la cantinela “soy la reina de los mares, ustedes lo van a ver”. A mi hija yo le cuento cuentos todas las noches y mi hija es tan dulce que me interrumpo a cada momento para besarla, y también leemos juntos El mago de Oz y esta tarde creo que iremos al cine, es verdad, estamos en el cine Alcázar viendo una de Simbad y, cuando aparecen los esqueletos blandiendo alfanjes, mi hija se muerde las uñas y yo le retiro la mano y entonces me mordisquea mis propios dedos. Pero estoy desordenando el día, esto no puede seguir así. ¿No les abordará hoy a las niñas el exhibicionista que se agazapa en las casetas de baño con su virilidad asomada mustia entre camisa y pantalón? “No, nos hemos asustado ni nada, le hemos gritado cochino, cochino, hasta que se ha marchado corriendo”. Cierro los ojos. Maribel se adentra en el mar, se vuelve sonriente y parece que desde el mismo sol me hace un gesto para que acuda. No. El día no puede seguir así. Sigue con que nuestra hija se ha quedado en casa de sus amigas y Maribel y yo caminamos hacia el comienzo de la calle Virgen de las Angustias. Esto será difícil. Sigue con que nos detenemos ante el portal y llamamos a un timbre. Bromeo por el telefonillo: “¿Está visible el jefe de los poetas de Cádiz?”

 

            Nos recibe la risa de Pili siempre un poco ronca ¿no? y luego pasamos a la sala. Yo no puedo traicionarme. Primero ha sido la risa de Pili pero ya está ella con nosotros, de pie, morena, algo ojerosa, irónica, frágil, consintiendo que yo la llame “sorella” ya no me acuerdo por qué, un libro abierto encima de la mesa y el cigarrillo entre los dedos. Con qué emoción le beso la mejilla y qué oportunamente nos saluda Jesús, en zapatillas y pijama, para que Maribel reanude la guasa habitual sobre los trajes de noche del poeta. “Es que todavía es pronto ¿no viene Fernando a las siete?”. Sólo entonces me percato de la estupidez de someternos –de someter a Pili, a Fernando- a una velada literaria. Intento, angustiado, un cambio de programa. ¿Pero no son Carnavales? Claro que charlaremos con Fernando, pero después de que pronuncie el pregón de Carnaval en la plaza de San Antonio, enfundado en una túnica blanca y con una corona de mojarras frescas ceñida a las sienes, mojarras que se comerá crudas una a una tras el discurso. En casa de Jesús se producen unos segundos de perplejidad pero yo he conseguido eliminar toda incertidumbre de mi mirada que sólo expresa rotunda convicción. Es Carnaval, claro, y hemos quedado en el mercado de las Flores con todos los amigos.

 

            Me concedo el respiro de caminar a solas hacia el centro por el paseo destartalado que bordea las playas y el rompeolas. Cuánto me gustaba el perfil viejo de la ciudad desde esta perspectiva y, al penetrar en el casco antiguo, la lepra salitrosa de los muros, el callejeo que desemboca al mar. Nos entristecía siempre dejar Cádiz y nos alegraba el regreso –la luz de la bahía, de pronto, cuando el tren enfilaba hacia el istmo en las mañanas de septiembre- y sin embargo hacía tanto tiempo. Pues no amamos los lugares por sus torres y sus jardines sino por la amistad que se alimentó a la sombra de esas torres y entre la vegetación de esos jardines. A mí no hay monumento admirable que me impresione si no está asociado a la presencia de un ser humano. Cádiz es sus plazuelas y los barrios populares y algunas tabernas y el rumor oceánico, pero es, sobre todo, una forma de rizarse el pelo de Maribel, una canción infantil que cantaba mi hija y las risas y las charlas hasta las tantas cuando deambulábamos de un bar a otro con Pili y Jesús y Fernando y los demás. Y si los amigos desaparecen, ¿qué significa la ciudad sino el escenario vacío donde fuimos felices con ellos? Y qué nos deja el tiempo salvo fragmentos inconexos, que llamamos memoria, y con los que reconstruimos torpemente un puzzle al que le faltan casi todas las piezas. Pero algo queda, una tela hecha de pedacitos de muchas telas, una burbuja aislada, fuera del alcance de la muerte, y en la que nos refugiamos para volver a encontrar a nuestros amigos que ahora en la Plaza de las Flores me hacen gestos de bienvenida y me ofrecen un fino y me integran en la juerga carnavalesca para la que tan mal estaba preparado. Pero esta noche voy a disfrutarla. Y a Pili no la dejaremos sola ni un segundo. Te acompañamos todos, sorella, Jesús y tus hijos, nosotros, de Jerez han venido Paco y José Mari, y están también José Ramón y Tere y Conchi y Javier, y seguiremos bebiendo hasta la madrugada el inevitable chocolate con churros. Pero yo tendré que estar atento a la hora y volverme muy deprisa a casa porque debo estar dormido cuando suene el teléfono y lo descuelgue somnoliento y Fernando, sin dejarme pronunciar ni el dígame, me comunique a qué hora ha salido el sol, a qué hora en el día de hoy bajará la marea.

 

           

0 comentarios