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Antón Castro

VÍCTOR JUAN: 'LAS MANOS DE JULIA'. 2

[El segundo fragmento que me envía Víctor M. Juan Borroy de ‘Las manos de Julia’ es este: “unas reflexiones de Antonio Barrios, el profesor de historia que investiga sobre la guerra civil”. Ahora las fotos son de Gerald Bloncourt.]

 

 

– Buenos días, soy Antonio Barrios, profesor de la Universidad. Estoy preparando un libro sobre la guerra civil y me gustaría hablar con usted de algunos hechos que ocurrieron en este pueblo.

– Mire, señor, discúlpeme. Hay cosas que no se pueden decir. Y mucho menos aún escribir.

 

Se han pasado veinte años, pero recuerdo frecuentemente esa conversación. Aún me sonaba extraño declarar mi condición de profesor de la Universidad y, además, temía que nadie me creyera cuando decía que estaba preparando un libro. Entonces todavía pensaba que los libros eran objetos casi sagrados que demostraban el mérito de quienes los escribían. Por eso me parecía que los libros siempre los harían otros. Puede que aquel hombre, un labriego con el rostro arado por la incertidumbre y comido por el sol, tuviera razón. Quizá haya cosas que no se puedan escribir y que no se puedan decir. Cuando las nombramos revivimos un tiempo que habíamos querido sepultar en el pasado. Posiblemente las palabras activan el recuerdo que nos hace culpables y que despierta nuestros temores… Lo que no se puede decir… Ahogaron las palabras y las lágrimas. El silencio les permitió vivir en el mismo territorio, respirando el mismo aire. Sólo por el olvido pudieron hablar el mismo idioma en el que se expresaban las víctimas y los verdugos.

Fue la vida la que les obligó a seguir viviendo, la vida que nos empuja siempre hacia adelante, nos arrastra y continúa pase lo que pase... Porque cada día es una conquista, la vida nos llama en medio de la destrucción y la muerte. Por la fuerza de la propia vida, dejaban en un rincón los cascos, las pistolas, los fusiles, los cuchillos de degollar, los correajes y los sables y celebraban fiestas y bailes. Como los ojos no están hechos para el llanto, buscaban la luz y las gentes reían, sus manos se pretendían, se besaban, se enamoraban, soñaban, se deseaban, se encontraban, engendraban hijos, preparaban la comida, se echaban en falta, se hacían promesas, esperaban las cartas que les traían noticias de las personas que amaban, escribían poemas, cantaban las canciones de siempre y cantaban canciones nuevas. Incluso hacían planes. Se servían de palabras hermosas –“mañana”, “niño”, “te quiero”, “ternura”, “esperanza” o “tristeza”– como si aún creyeran en ellas. Les vencía el sueño, tenían hambre y les aliviaba el fuego… Parecían dichosos cuando les alcanzaba un poco de felicidad, aunque fueran los despojos o las migajas de la felicidad misma. Los atardeceres seguían siendo hermosos. Brillaban en las noches serenas las estrellas y agradecían el canto de la cigarra o que los grillos cantaran. La lluvia limpiaba el aire. En invierno nevaba y en primavera reventaba la vida en las trincheras, en los hospitales, en los cementerios, en las eras abandonadas, en los bordes de las carreteras, en los patios de los cuarteles… El mar, ajeno a todo, mantenía su diálogo permanente con el cielo, aunque en sus entrañas durmieran para siempre los muertos o aunque lloraran en las playas las viudas, los huérfanos, los abandonados, los olvidados. La vida…

Me inquieta que sea todo tan parecido. Nos cubre el mismo cielo, pisamos las mismas piedras, bebemos el agua del mismo río y llueve como llovía. No hay nada excepcional, nada que nos haga pensar que aquello no puede volver a repetirse. La gente que habitualmente nos cruzamos en las calles, en las tiendas, en la oficina, en la sala de espera del médico, en la cafetería, en el cine o en el metro podría ser la misma gente que se dejó arrastrar por la venganza o por el miedo. Personas capaces de los más grandes sacrificios, que darían la vida por otros y, al mismo tiempo, cualquiera de ellos, cualquiera de nosotros, podría convertirse en un delator, en un confidente o en un criminal.

Me pregunto cómo mira un asesino y si hay algo en su forma de caminar, de hablar o de respirar que lo delate. No sé si observando cómo se mueve o cómo le da vueltas al azúcar del café puede adivinarse que un hombre, aparentemente igual que los demás, es un criminal. Quizá haya algo en sus manos que nos descubra que puso fin a otras vidas. Me parece que será imposible sostenerle la mirada sin encontrar en el fondo de sus pupilas una mancha, un indicio que demuestre que aquellos ojos han presenciado la muerte provocada por sus manos. Quizá el asesino desprenda el hedor de los odios viejos.

 

Mis investigaciones me acercan a quienes vivieron algunos de los acontecimientos que explican la historia, seres humanos que han guardado silencio, que han continuado viviendo como si nada de lo que vieron, sintieron e hicieron hubiera ocurrido. Me interesan los detalles cotidianos, los pequeños acontecimientos que desvelan la historia que protagonizaron y padecieron gentes desconocidas, héroes y villanos anónimos. Cuando comencé a estudiar nuestro pasado más reciente creía que aquellas personas que sufrieron la guerra civil, que la perdieron o la ganaron –aunque de forma más evidente pensaba en quienes la perdieron–, y que con la guerra perdieron a sus amigos, a sus padres, a sus hijos, a sus novios, perdieron el país en el que habían nacido y el paisaje en el que crecieron no se parecerían en nada a mí. Suponía que no estarían tristes, ni se encontrarían solos, ni llorarían las ausencias de las personas que daban sentido a sus vidas, ni echarían de menos las caricias de quienes amaban, ni tendrían miedo. Aquellos hombres y mujeres tenían que ser necesariamente de otra manera porque yo no podría seguir viviendo sabiendo, como ellos sabían, que sus amigos habían sido asesinados, que no volverían a ver a algunos de sus vecinos, que sus sueños fueron pisoteados por los vencedores de una guerra injusta, como son injustas todas las guerras.

 

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