EL CUENTO DE ANDAR EN BICICLETA
El cuento de andar en bicicleta
La libertad de la imaginación en bicicleta
ANTÓN CASTRO
Horacio Quiroga, uno de los más grandes narradores latinoamericanos, era un apasionado de la bicicleta. En 1897, tras un viaje que realizó entre Salto y Paysandú, explicó las claves de su afición: “El gran atractivo de la bicicleta consiste en transportarse, llevarse uno mismo, devorar distancias, asombrar al cronógrafo, y exclamar al fin de la carrera: mis fuerzas me han traído”. Quiroga fundó, con su amigo Carlos Berruti, el Club Ciclista Salteño y en 1900 se desplazaría en París, la tierra prometida para los creadores, y diría: “Yo fui a París solo por la bicicleta”. Otro de sus discípulos, el gran Julio Cortázar, intentó explicar en qué consistía un cuento y dijo: “Aunque parezca broma, un cuento es como andar en bicicleta”. La historia de la bicicleta es un cuento en sí mismo y está plagada de personajes, de narraciones, de aventuras, de historias increíbles y cotidianas que han dado lugar a numerosos libros.
El origen de la llegada de la bicicleta a España, al menos en una de las conjeturas más utilizadas, está envuelto en una atmósfera de fábula. El polígrafo regeneracionista Joaquín Costa (1846-1911) logró ir, como albañil, a la Exposición Internacional de París de 1867. Consiguió que el cacique oscense Manuel Camo intercediese por él y fue seleccionado entre la docena de “artesanos discípulos observadores” que acudieron en representación de España. En su estancia de tres meses en París aprendió mucho y escribió de casi todo. Un día, en el pabellón de inventos, vio la bicicleta de Ernst Michaux, que había patentado en 1860. Se quedó fascinado: le pareció un descubrimiento más o menos prodigioso. Sacó su papel de fumar y dibujó la máquina con todo lujo de detalles. Mandó sus dibujos a Huesca, a sus amigos ilustrados como Vicente Cajal, ingenieros algunos de ellos, y estos les pasaron los papelillos a tres mecánicos de la ciudad: Mariano, José y Nicomedes Catalán.
Los escritores siempre han tenido una vinculación especial con la bicicleta, como cualquier ciudadano, y la han elevado a categoría de metáfora. Es un medio de transporte, un privilegiado lugar de contemplación del paisaje, tiene algo de aventura íntima que facilita la reflexión y el dominio de los espacios “con esa velocidad arrulladora y despreocupada del paseo”, tal como ha escrito Valeria Luiselli en el libro Papeles falsos (Sexto Piso, 2010). Allí, entre otras cosas, desliza otra observación que tendría bastante que ver con la idea de Cortázar: “El que ha encontrado en el ciclismo una ocupación desinteresada de resultados últimos, sabe que es dueño de una rara libertad sólo equiparable con la de la imaginación”.
Montar en bicicleta también es terapéutico. Arthur Conan Doyle, que solía pasear en tándem con su esposa, escribió: “Cuando el día se vuelva oscuro, cuando el trabajo parezca monótono, cuando resulte difícil conservar la esperanza, simplemente sube a una bicicleta y da un paseo por la carretera sin pensar en nada más”. H. G. Wells aún fue algo más allá: “Siempre que veo a un adulto encima de una bicicleta recupero la esperanza en el futuro de la raza humana”. Albert Einstein, otro enamorado de la bicicleta, insistió por ese camino: “La vida es como montar en bicicleta. Para mantener el equilibrio hay que seguir pedaleando (...) Descubrí la Teoría de la Relatividad mientras iba en bicicleta”. Lev Tólstoi aprendió a montar en bicicleta a los 67 años y convirtió esa pasión tardía en una de sus ocupaciones favoritas para el ocio. Y ya puestos a ser específicos, el periodista y escritor Christopher Morley dijo: “Seguramente la bicicleta será siempre el vehículo de los novelistas y los poetas”. Fue, al menos sentimentalmente, el vehículo de Pablo Neruda, que le dedicó en 1955 una espléndida y breve oda.
La bicicleta también fue a menudo el vehículo de Gabriela Mistral. Y de Alejandra Pizarnik. Y de Sylvia Plath, pongamos por caso. Y de Marie y Pierre Curie: ellos se casaron en una ceremonia modesta, recibieron un poco de dinero, adquirieron dos bicicletas e hicieron su luna de miel por distintos lugares de Francia en 1895. Y, entre nosotros, Juan Carlos Mestre ha publicado La bicicleta del panadero (Calambur, 2012), un poemario casi novelesco cuyo título rinde homenaje a su padre, aunque la bicicleta no aparezca explícitamente.
Hay muchos poemas dedicados a la bicicleta, claro. Pero quizá cabría decir que la bicicleta ha tenido una mayor presencia entre los novelistas y cuentistas. Hace muy poco, Demipage publicaba Diez bicicletas para treinta sonámbulos, un libro realmente imaginativo y plural donde hay multiplicidad de perspectivas y de relatos, algunos del género del microcuento. Isabel Mellado, que también es violinista, escribe en ‘Un pentagrama’: “Andar en bicicleta es silbar con las piernas. Vueltas y más vueltas, y otra, y todavía una más. Compases que son párpados, que son días. Hacia adelante o hacia atrás. Ritmo, velocidad y trayecto. ¿Solo tengo que buscarte en la esquina correcta de la lengua?”. Elsa Fernández Santos hace un recorrido por la presencia de la bicicleta en la música, en el arte, en el cine y en la televisión (inevitable Verano azul), y Luis Eduardo Aute le dedica este suspiro cinéfilo a El ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica: “A 24 imágenes por segundo y en blanco y negro, el ladrón escapó montado en una bicicleta que dibujó sobre el muro de la comisaria”. Entre otros, Ricardo Menéndez Salmón ofrece un desconcertante y kafkiano cuento, ‘Kafka en bicicleta’; José Ovejero fantasea alrededor de un viaje a Australia; Fernando Aramburu propone una pelea pugilística con bicicleta entre Tirolín y Taylor; Juan Gracia Armendáriz escribe: “Llevo diez años montado en esta bicicleta. Sudo tinta, destino palabras”. Marta Sanz evoca las secuencias de su iniciación a los ocho años: “Aprendo a montar en bicicleta con la misma facilidad con la que aprendo a nadar o a deducir el mínimo común múltiplo”.
Luis Landero asocia las bicicletas a la niñez, a la idea de transporte y al trabajo. Diez bicicletas para treinta sonámbulos es un libro muy misceláneo, original e imaginativo, lleno de sorpresas, con un finísimo prólogo de Eloy Tizón. Por poner otro ejemplo, Santiago Auserón y Catherine François escriben a cuatro manos un diálogo entre Gran Rueda y la Rueda Pequeña de un velocípedo. Participan también varios poetas: Jordi Doce, Álvaro Valverde, Andrés Neuman, Felipe Benítez Reyes o el ya citado Juan Carlos Mestre.
Hay otros nombres claves vinculados a la bicicleta. Uno de los libros más conmovedores es Mi vida al aire (1988), una suerte de autobiografía de naturalista y deportista de Miguel Delibes, donde convergen varias de sus pasiones: el fútbol, la bicicleta, la moto, la pesca, la natación y la caza. El texto ‘Mi querida bicicleta’, que se había publicado aparte, es una auténtica maravilla. Quizá el episodio más bonito tiene que ver con el noviazgo con Ángeles Castro. Dice Delibes: “Pero cuando la bicicleta se me reveló como un vehículo eficaz, de amplias posibilidades, cuya autonomía dependía de la energía de mis piernas, fue el día que me enamoré”. Delibes veraneaba en Molledo-Portolín (Santander) y su novia en Sedano (Burgos), a cien kilómetros de distancia, y decidió emprender un viaje que repetiría en muchas ocasiones: “Recuerdo aquel primer viaje que hice a Sedano, como un día feliz. Sol amable, bruma ligera, brisa tibia, la bicicleta rodando sola, sin manos, varga abajo, un grato aroma a heno y boñiga seca estimulándome. Me parece recordar que cantaba a voz en cuello, con mi mal oído proverbial, fragmentos de zarzuela sin temor a ser escuchado por nadie, sintiéndome dueño del mundo”. La historia de amor con Ángeles y con la bici tendrá un suceso entre cómico e inverosímil, cuando ya casados, Delibes confiesa que “intenté incorporar a mi mujer a mis veleidades ciclistas y en la petición de mano, además de la inevitable pulsera, le regalé una bicicleta amarilla de nombre Velox”. Por cierto, este texto fue incluido en una antología muy recomendable: Mi querida bicicleta. Cuentos de ciclismo de Holanda y España (Experimental, 2009).
Miguel Delibes es un clásico. Y con él debemos situar a otros clásicos: Hemingway ha expresado a menudo su pasión por la bicicleta, especialmente en el libro póstumo Fiesta: “Comencé a escribir muchas historias que trataban de las carreras de ciclismo, pero nunca se acercaron a lo magníficas que son las carreras reales, ya sean bajo techo, al aire libre, de pista o de ruta”. Otro enamorado de la bicicleta fue Ray Bradbury. Y Henry Miller, retratado a menudo con su máquina.
En la correspondencia cruzada entre Paul Auster y J. M. Coetzee, Aquí y ahora. Cartas 2008-2011 (Mondadori, 2012) descubríamos que el Nobel sudafricano es un apasionado de la bicicleta y que se traslada por el mundo, con varios amigos, para correr en bicicleta. Aquí le cuenta a su amigo un gozoso viaje por Francia. En distintos momentos de su obra aparece la máquina: por ejemplo en Infancia (Mondadori acaba de publicar en un único tomo Escenas de una vida de provincia que recoge Infancia, Juventud y Verano, revisadas todas ellas para la nueva edición), el hijo y el padre se avergüenzan de que la madre cumpla uno de sus sueños: desplazarse sobre dos ruedas. La presionan tanto que dejará de hacerlo. En Hombre lento, su protagonista Paul Rayment, fotógrafo profesional, perderá una pierna tras un accidente de bicicleta.
El escritor Amos Oz, autor israelí candidato al Premio Nobel año tras año, firmó La bicicleta de Sumji (Siruela, 2005; ilustraciones de Joaquín Peña), que relata la historia de un niño de once años al que su tío Zémaj le regala una bicicleta, para niñas, que es motivo de burla. El libro es, ante todo, el relato de un soñador, de alguien que inventa territorios y su propio mapa de la imaginación.
Hay sin duda otros libros y otros autores interesados por la bicicleta: Miguel Mena firmó Paisaje del ciclista (Mira editores, 1991), que es un diario y un libro de viajes, y Cambio de marcha (Alba, 2002), una novela de intriga que sucede durante un viaje por el Camino de Santiago y pone a prueba la relación y la amistad de los protagonistas que viajan en bicicleta. Sergi Pàmies publicó una espléndida colección de relatos, La bicicleta estática (Anagrama, 2010), de inspiración autobiográfica y familiar que constituye una mirada a la madurez. En catalán Llucia Ramis publicó Tot allò que una tarda morí amb les bicicletes (Ed. Columna, 2012. Existe edición castellana en Libros del asteroide de 2013), que es un viaje a los secretos de familia y a su propio pasado casi a tumba abierta, como cuando intentas consumar una escapada. Javier Sebastián es autor de El ciclista de Chernóbil (DVD, 2011) que es una visión, un cuarto de siglo después, de la catástrofe de la central nuclear. Ramón Bodegas publicó El ciclista solitario (Siruela, 2004), donde cuenta la historia de Cosmés que recorre poblaciones, calzadas, valles, montes y praderas como quien huye de sí mismo. Ese personaje se parece un poco al músico David Byrne, autor de Diarios de motocicleta (Mondadori, 2011), la crónica de treinta años de travesía en bicicleta portátil a lo largo y ancho del mundo que está llena de instantáneas, de historias, de edificios, de calles, de países y ciudades, de sueños. Un libro atractivo en el que se puede entrar y salir por cualquier sitio. Lord Charles Beresford (1846-1919) dijo: “Aquel que inventase la bicicleta merece el agradecimiento de la humanidad”. Parece fácil estar de acuerdo con él.
AUTOBIOGRAFÍA SOBRE DOS RUEDAS
Antón CASTRO
Mis dos primeros recuerdos están vinculados a la bicicleta. Mi padre, que iba en bicicleta al trabajo a las canteras de A Grela, A Coruña, me sentó en el transportín y me llevó a la casa en A Maceira donde había servido desde los ocho años hasta su servicio militar en Melilla. Fue un viaje increíble: de vez en cuando giraba la cabeza y me preguntaba si todo iba bien, si me gustaba que me diese el viento en la cara y si no tenía miedo. Claro que lo tenía pero creo que no se lo dije. Cuando llegamos todo me pareció extraordinario: me presentó a aquella gente, que eran sus segundos padres, y entramos en una especie de cobertizo donde había una mujer loca que se alegró mucho de verlo. Mi padre, que era más bien lacónico, me dijo: “Esta es la hermana enferma que me dio la vida en una casa ajena”. No sé si la frase es un recuerdo inventado, pero sí percibí cómo mi padre la trataba con inmensa dulzura, cómo se dejaba arrullar por una voz que parecía un llanto sordo o una acumulación caótica de sonidos intraducibles como ayes de cristal. Aquella joven, nunca supe su nombre, vivía recluida en una suerte de establo que tenía un camastro. Después, mi padre me enseñó la huerta, los campos de siembra y algo que siempre me ha gustado mucho: el hogar, con sus cadieras y una chimenea inmensa, donde se colgaban los jamones.
Pocos días después volvió a subirme a su bicicleta y me llevó a casa de mis abuelos maternos. Conservo recuerdos borrosos, vi el precioso hórreo con vistas sobre el valle de Larín. Se torció todo muy pronto: mi padre y mi abuelo se pusieron a discutir. Y yo me eché a llorar, agarrado a la falda de mi abuela Pilar. En un determinado momento, cuando las voces se habían vuelto airadas, como si fueran a pegarse, creo que dije: “Papá, vamos a casa”. Me sentó de nuevo en el transportín y se puso a pedalear. El trayecto de vuelta era más difícil, con cuestas, y empezaba a caer la noche. A lo lejos, cuando salíamos a un claro del bosque, se veía el mar. El mar de Barrañán, desdibujado en la lejanía bajo las últimas luces del crepúsculo. Con el miedo en el cuerpo, me agarraba a mi padre. Ninguno de los dos decía nada. Jamás me volvió a llevar en su bicicleta. Si le pedía que lo hiciera, su respuesta siempre era la misma: “La bicicleta no es para jugar. Es como la pota de la comida: un instrumento de trabajo. Recuérdalo bien”.
Desde luego. Pronto, un domingo por la tarde, tuve una visión que entonces, y aún hoy, me parece insólita. El C. F. Peñarol, de Lañas, que así se llamaba mi pueblo que contaba con una pequeña estación de autobuses y varios molinos de agua, recibía al Penouqueira, de Arteixo, la localidad de Arsenio Iglesias y de Inditex. Y de repente, media hora de antes se iniciase el choque, empezaron a llegar ciclistas y ciclistas, chicos jóvenes un poco mayores que yo del pueblo vecino: todos venían envueltos en impermeables de colores, verdes y amarillos, sobre todo; no tardaría en saber que se los habían hecho ellos mismos o sus madres. Tuve la sensación de que eran extraterrestres o astronautas o aparecidos de una tarde de llovizna. Esa imagen no se me ha borrado de la cabeza. Me di cuenta de que para ellos la bicicleta no era exactamente un instrumento de trabajo. O quizá sí: era una máquina para pasear, para llegar a los sitios, para divertirse, y podía disfrutarse así, con un protector contra la tormenta o el orballo.
No tuve bicicleta en la adolescencia. Mi padre, que era temeroso, siempre tenía la misma respuesta: “¿Para qué la quieres? ¿Para matarte?”. Sin embargo, aprendí a montar pronto y los gemelos Dubra, que tenía una roja y una azul, me dejaban una de las suyas. Era extraordinariamente feliz. Por entonces ya amaba el ciclismo e iba siempre, a través de la radio y la televisión, con Eddy Merckx, pero también con algunos ciclistas más modestos: José Luis Abilleira, en la montaña, o José Pesarrodona, buen contrarrelojista. Lo que hacía, montado en la bici, era radiar etapas del Tour o de la Vuelta. Pedaleaba, por el llano o por la montaña, y hablaba y hablaba sin parar: Merckx corona en Mont Ventoux, Ocaña lo pierde todo en una caída, Joop Zoetemelk y Raymond Poulidor rivalizan en la subida a Val Louron. Aquellas carreras en solitario se parecían mucho a la alegría. Luego, apostado en un rincón del campo de fútbol, Barral, el sabio de ciclismo, explicaba el secreto de las escapadas, de la contrarreloj por equipos o la importancia de puntuar en las metas volantes. Era su modo elíptico de realizar un análisis de la clasificación general del Tour.
He vivido en distintos pueblos de Teruel: Cantavieja, “la bienamada de Cabrera”, Urrea de Gaén, el pueblo natal de Pedro Laín Entralgo, o La Iglesuela del Cid, donde Manuel Vicent pasó temporadas en su adolescencia. Ahí empecé a tener mi primera bicicleta. Rozaba ya los cuarenta años. Al trasladarme a Garrapinillos, un barrio de Zaragoza que está situado cerca del Canal Imperial y del aeropuerto, me reencontré con la bicicleta de otro modo. Un verano hice casi mil kilómetros. Y al siguiente, cerca de dos mil, siempre por mi entorno: Pinseque, Utebo, el Canal Imperial o Casetas, el barrio donde nació el escritor y periodista Antonio G. Iturbe.
A lomos de la bicicleta el motor eres tú mismo, la fuerza son tus piernas, la lucidez y la tranquilidad son tu estado de ánimo: el deseo de disfrutar sin aspavientos. Cuando inicié esta segunda salida, por decirlo así, al modo cervantino, me di cuenta de que quería escribir un libro sobre el paseo en bicicleta. Quería contar las sensaciones, hablar de ese dominio de los espacios y del paisaje, de los olores que te invaden, de lo que ves (las piscinas, los jardines, las fincas de maíz, los senderos que van y vienen, las higueras del camino que te ofrecen sus frutos y una promesa de sombra), quería hablar de esa impresión de esa sensación de gozo absoluto, de dominio. Con o sin cansancio, se agudizan la sensibilidad y el instinto de observación. Sobre el sillín el mundo uno se ve de otro modo: el paseo es la metáfora del movimiento, de la vida. Tiene algo de conquista del aire y de uno mismo. El esfuerzo es gozoso y estimulante: te llevas a ti mismo. Y todos tus sentidos se abren y se disparan en mil direcciones: te conviertes, de entrada, en un coleccionista de paisajes, en un fotógrafo que compone un sinfín de instantáneas imaginarias, experimentas un sentido de la libertad casi inefable. La libertad, pura y primitiva, también es eso: pedalear, recorrer kilómetros, adueñarte de los relieves de la calzada, pugnar contra uno mismo, querer ir más allá casi siempre. Querer ir. En la bicicleta se ensancha la imaginación y se piensa, se redactan aforismos mentalmente, se escriben los primeros poemas.
Como tenía en la cabeza la idea de escribir un poemario, en verso y prosa, surgió casi con espontaneidad. Un día, a orillas del Canal Imperial, pescaban un padre, escritor y pedagogo, Víctor Juan Borroy, y su hijo Guillermo. Me paré a saludarlos, sin saber que de ese encuentro iba a nacer el primer poema, el arranque de todo. Víctor me habló de Ramón Acín, el pintor y escultor anarquista que expuso en Barcelona en los años 30, y conté su historia: la relación con sus hijas, con su mujer Conchita, pianista y tenista en Huesca, y con el perro Toby.
Todos los días, como si estuviera iluminado por dentro, regresaba a casa con un poema en potencia: con un poema en verso o prosa, con una historia (que a veces nacía de la contemplación de una casa abandonada o de una amazona que intentar dominar una hermosa yegua en un picadero), con una intuición, con una inquietud. Así, a medida que redondeaba la autobiografía del ciclista de verano, también descubría vínculos de otras criaturas con la bicicleta: la cantante Nico, que murió a consecuencia de una caída; Pierre y Marie Curie, que hicieron su luna de miel en bicicleta por los caminos y las carreteras secundarias de Francia; el escritor Horacio Quiroga; el ciclista rebelde Laurent Fignon, el realizador Jacques Tati, que hizo una película inolvidable como Día de fiesta, protagonizada por un cartero en bicicleta. Así nació uno de los libros de mi vida: El paseo en bicicleta (Olifante, 2011). Contiene, también, mi declaración de amor a Zaragoza, la ciudad que me acogió en 1978.
La bicicleta le ha dado alas a mi imaginación. Le ha dado alas a mi fantasía. Y a la vez es algo muy cotidiano: encarna el movimiento, una velocidad más o menos sensata, y la medida de mis posibilidades. Es un lapso de intimidad muy particular: vas contigo y con tus pensamientos, y estás en el mundo. Te buscas y te encuentras. Pareces decirte: “Allá voy con la certeza de que la meta / está cerca o muy lejos: / sobre mi piel o enterrada / en un misterioso cuarto de mi sangre. / Allá voy y a mí mismo me persigo”. A lo lejos, en los días de nitidez, ves la cumbre del Moncayo que inspiró a Antonio Machado y a Gustavo Adolfo Bécquer. Piensas y recuerdas. Escarbas en tu propia memoria. Sueñas con los ojos muy abiertos. Me gustan más las pequeñas subidas que los descensos. Ahí, con sacrificio y dolor, el ritmo depende de tus fuerzas. Te mides. En los descensos, todo es más ingobernable y a la vez ese descontrol resulta fascinante: se saborea más cuando no tienes miedo y te dejas ir, a tumba abierta, seguro, confiado, con una peligrosa y temeraria felicidad dibujada en el rostro. Descender bien es un arte.
DOS POEMAS
PEDALEAR PARA VER
No sé si tengo rumbo fijo cuando salgo a la carretera.
No sé muy bien qué busco ni por qué pedaleo: me dejo
ir por aquí y por allá por calzadas de firme irregular
que se extienden y se curvan a la orilla del campo.
Avanzo y retrocedo a la vez: recorro kilómetros,
transito por llanos y hondonadas, me atrevo con las cuestas,
y aspiro los diversos olores del heno y de la huerta,
de los cereales y de los matorrales florecidos.
Y a la vez regreso a los lugares de la memoria, a una edad
incierta en que yo me sentía un niño de aldea,
un pescador en el río y un investigador de las estaciones,
temeroso de la lluvia, de las sendas y de los maizales,
aquellos maizales que afilaban sus puñales en el temblor del aire.
Ahora mi casa está lejos, casi retirada, entre las acequias
y el silencio. De ella parto y a ella vuelvo, empapado de sudor
y de un cansancio que podría llamarse felicidad y lasitud.
En mi deambular tengo la sensación de que, más que
un campeón doliente o un esforzado del ciclismo,
soy un peregrino y un fotógrafo que busca la mejor posición.
Esas encrucijadas desde donde todo es más nítido:
la lámina ocre de las fincas, los muros de fronda,
las torres diseminadas a la sombra de las higueras,
las diversas luces que se elevan más allá del horizonte…
Vaya donde vaya siempre diviso esa iglesia de Ricardo Magdalena
que es un faro, un puerto seguro: ese lugar donde
el viento se sienta a conversar con la música de la fuente.
BARRAL
A Diego y Jorge Rodríguez.
Para todos era Barral. Barral el solitario,
que no iba a la escuela ni trabajó nunca,
el loco de atar, el joven extraño que conocía
el misterio de las mareas y el corazón de los pistilos.
El extraño Barral que, de repente, impartía una lección
sobre los caballos extraviados en el monte
o sobre el penúltimo plan urbanístico municipal.
Barral, el que se enfadaba con las lluvias de agosto.
Barral, el profeta: siempre sabía quién iba a ganar
en el fútbol, en el baloncesto o en el ciclismo.
Eran los años de Merckx, de Van Impe, de Poulidor.
Eran los años en que Fuente y Ocaña se odiaban
y pugnaban sin descanso en todas las montañas.
Nadie sabía más de ciclismo que Barral, que tenía
una hermana anchurosa de caderas como una odalisca,
la mejor promesa de felicidad y de tentación
para pecar cuando solo se tienen quince años.
En el bar o en las noches de tertulia en el campo
Barral imponía sus conocimientos: de bicicletas,
de estrategias, de holandeses y belgas, de escaladores
franceses y españoles, de contrarrelojistas como Anquetil.
Cuando se le agotaban las historias –y era capaz
de recordar los equipos, Molteni, Peugeot, Kas o Bic,
y el estado civil de todos los corredores: Coppi, casado,
había perdido la cabeza por Giulia Occhini, la ‘Dama blanca’-
se alzaba una voz: “Y de tu hermana ¿qué nos vas a decir?”.
No decía nada. Cuando se lo preguntaban por tercera vez
sabía que era el momento de irse. Se subía a su bicicleta
de carreras y cruzaba el pueblo en dirección a su barrio.
Su débil dinamo temblaba a lo lejos como si tuviera miedo.
Un día, tras explicar la derrota de Merckx ante Thevenet,
oyó: “¿Qué nos cuentas de tu hermana, Barral?”
Dio un paso al frente y encaró a Vituco y a Lista,
que no le hacían sombra ni en las cuestas ni en el llano.
“Mi hermana se casa con el cabo de la Guardia Civil,
que es de Toledo y sobrino de Bahamontes,
el que ganó el Tour cuando vosotros nacisteis”.
Casi nadie pensó que era una invención.
Barral, el sabio, el cuerdo Barral no sabía mentir.
Dos meses después nos mostró una fotografía
con su cuñado, con el ciclista y con su hermana,
que nos pareció a todos más explosiva que nunca.
A veces me pregunto cuál de los dos, Barral o ella,
era el auténtico ídolo de nuestra adolescencia.
RAMÓN ACÍN, 1906
Aparta, sol, déjame ir
al aire de mi capricho.
No eres águila ni lanza.
Apártate, no me abrases,
no me deslumbres, mitiga
tus ardores. El camino
es muy largo, no agigantes
tu rostro de oro, ilumina
mi destino y déjame ir.
Qué bonito es el sendero.
Cómo se encabrita el agua
del Flumen y del Isuela,
los ríos de mi ciudad.
Cómo se alzan los árboles,
almendros y olivares,
olmos, sauces y abedules.
Qué olor llega del huerto.
Mira qué seguro voy,
qué feliz sobre la máquina,
tan de mañana, alegre,
antes de que empiecen mis
clases de geometría
y de dibujo en el aula.
Escóndete, sol de fuego.
Aparta. No finjas más.
No eres águila ni lanza.
También a ti te fascina
este cormorán de plata.
El heroísmo de los modestos
- C.
El Tour es la gran carrera profesional del ciclismo. La de Louison Bobet, Jacques Anquetil, Charly Gaul, “el ángel de la lluvia”, Federico Martín Bahamontes, “el águila de Toledo”, “el caníbal” Eddy Merckx, Bernard Hinault o Miguel Induráin, entre muchos otros. Por eso ha inspirado algunos libros muy recomendables. Javier García Sánchez es todo un especialista en ciclismo: durante algunas de las grandes rondas publica artículos, especialmente en El mundo. Con su novela El Alpe d’Huez (Planeta, 1993) rinde homenaje al espíritu del Tour: cuenta la historia del modesto ciclista Jabato, de 36 años, que se siente decepcionado con su suerte y decide emprender una aventura tan dura como increíble. García Sánchez desvela numerosas claves de este deporte y describe la gesta casi sobrehumana del intento de vencer en esa cumbre donde se forjan las leyendas; él mismo comprobó sobre el terreno la dureza de la escalada.
Eugenio Fuentes publicó Contrarreloj (Tusquets, 2009), una novela policíaca que transcurre durante la carrera: el líder provisional de la prueba es asesinado y el detective Ricardo Cupido, protagonista de otras novelas, entra en acción. En cierto modo, Fuentes ofrece un viaje a las interioridades de la prueba. Tim Krabbé es un personaje fascinante: fue ajedrecista en su juventud (ganó algunas pruebas de mérito en Holanda), ciclista amateur a partir de los 29 y escaló en varias ocasiones el Mont Ventoux, y es escritor. Ha publicado El ciclista (Libros del lince, 2010; la edición en holandés es de 1978). En esta novela de autoficción narra las dificultades y los sueños del ciclista modesto y la cantidad de sensaciones –fervor, dolor, agonía, coraje...- en el duelo con los rivales y la aspereza de una prueba aparentemente menor como el Tour del Mont Aigaoual, que se celebró el 26 de junio de 1977. En el fondo, esta novela es un homenaje a los modestos de la ruta; Krabbé (Ámsterdam, 1943) llevaba entonces más de 300 etapas en sus piernas. Este incansable batallar por Francia está recogido en un libro muy recomendable: Locos por el Tour. Gloria, miserias y andanzas de los ciclistas (RBA, 2010) de Gabriel Penau, Carlos Arribas y Sergi López, que repasa la aventura de numerosos ciclistas españoles en la carrera centenaria.
DOS MUERTAS ILUSTRES E INDEPENDIENTES:
NICO Y ANNEMARIE SCHWARZENBACH
La bicicleta ahora ya está en todas partes y encarna otra forma de vida. Otra forma de desplazamiento y de disfrute de la ciudad, de celebración del verano y de la luz. Pero a veces se producen accidentes, y algunos verdaderamente dramáticos. Entre otros, hay dos mujeres que murieron a consecuencia de una caída de la bicicleta: Annemarie Schwarzenbach (Zúrich, 1908-Segl, 1942), publicada en los últimos años por Minúscula, el sello de Valeria Bergalli, y la cantante, actriz y modelo Christa Päffgen, Nico (Colonia o Budapest, 1938 (1943?)- Ibiza, 1988), vinculada a la Velvet Underground y a la Factory de Andy Warhol.
Annemarie nació en fue una mujer compleja, a la que los médicos diagnosticaron esquizofrenia. Amó a hombres (se casó con el diplomático francés Claude Carac en Irán) y mujeres, y fue muchas cosas: viajera, arqueóloga, fotorreportera, escritora de novelas y libros de viajes. Estuvo en España en 1933 con la fotógrafa Marianne Breslauer. Encarnaba a la mujer moderna e independiente, que probó las drogas, fue adicta a la morfina, y otras menos radicales formas de libertad. Tuvo una relación muy cercana con la familia de Thomas Mann, el Nobel la llamó “el ángel devastado”. Destrozó el corazón de Carson McCullers, que le dedicó Reflejos en un ojo dorado. En 1942, se trasladó a Suiza. Un día pidió una bicicleta, ella que acudía a todas partes en coche, se encontró con una piedra y se desplomó. Y se dio un terrible golpe en la cabeza. La llevaron al hospital, recuperó la conciencia algunos días después y falleció el quince de diciembre en los brazos de su madre, probablemente sin haberla reconocido.
Nico se recluyó en Ibiza. Acababa de ser madre del niño Christian Aaron, al parecer fruto de una relación con Alain Delon. Allí intentó librarse de sus fantasmas, entre ellos el de la droga. Un día, mientras paseaba en bici con su hijo, se cayó y se golpeó la cabeza con el bordillo de la acera. Pensaron que eran los excesos de una noche de parranda. Se murió poco después de una hemorragia interna. Atrás dejaba una obra valiosa en la música, su último disco había sido Camera obscura, y en el cine, actuó en La dolce vita de Federico Fellini.
*Los dos primeros textos, con el primer poema, aparecían ayer, en cuatro páginas, en el suplemento 'Culturas' de 'La Vanguardia'. Los otros dos también habían sido concebidos para desarrollar este tema. Eso solo un acercamiento... Sé que siempre se quedan libros fuera. La foto es de Pepo Saz.
9 comentarios
Paco Martin -Teruel- -
Xosé Manuel Pereiro -
Rosa López Juderías -
Dino Valls -
Un fuerte abrazo desde Madrid.
Cide -
Javier Torres -
Recorrí con mi bici los puertos de Rudilla y Fonfría y conocí lugares como Lechago, Bea y Olalla, gentes que te invitaban a merendar por el mero hecho de haber llegado hasta allí.
Un abrazo.
Joaquin -
Jose -
Jose -