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Antón Castro

MEDIO SIGLO SIN LUIS CERNUDA

 

Luis Cernuda (Sevilla, 1902-México D. F. 1963) no dejó exactamente una buena fama. Uno de sus grandes amigos, José Lezama Lima, decía que era «áspero y retraído» y, sin embargo, durante su estancia en Cuba, a principios de los años 60, fue amable y generoso con casi todos. Era un hombre difícil, enojadizo, capaz de mayúsculos rencores, como los que les tuvo a dos grandes amigos por un quítame allá esas pajas: a Juan Ramón Jiménez, a quien no le perdonó que dijese que en 'Perfil del aire', su primer poemario, se veía la sombra de Jorge Guillén, y a Vicente Aleixandre por esas extrañas rivalidades entre poetas. Su personalidad resulta contradictoria: era sincero y valiente a un tiempo, susceptible y amargo a la vez.

Admite muchas lecturas y análisis: amaba la alegría, el verano, le encantaba probarse trajes de baño y se cuidaba mucho, tal como recordaba el pintor Gregorio Prieto. Y, por otra parte, era grave, sentencioso, un tanto antipático y parecía mirar con un ligero desdén a sus paisanos: no podía perdonar la herida de la Guerra Civil. Tenía un porte de galán, tocado de bigotito, y sufría constantes penas de amor. Se enamoraba con facilidad y de inmediato descubría el lado oscuro de la pasión. Todo resultaba fugaz e insatisfactorio, y le dejaba en el umbral del abismo. Le pasó con el joven actor Serafín Fernández Ferro, más tarde con Víctor Cortezo, otro amigo y amante, y en los años 50 con el joven culturista mexicano Salvador Alighieri, una de sus últimas pasiones, que le inspiró el libro 'Poemas para un cuerpo'.

El placer fugaz, el abismo del vacío

En 'Variaciones sobre tema mexicano' (1953), su segundo libro de prosa poética tras el maravilloso y autobiográfico 'Ocnos' (1943), inventó un 'álter ego', Albanio; a lo largo de 26 poemas elogia la vida mexicana y reconoce que «no siempre ha sabido, o podido, mantener la distancia entre el hombre que sufre y el poeta que crea». Más que una poética, la frase es casi un autorretrato: Luis Cernuda, escritor, profesor, viajero constante, sufría como ciudadano por amor y por la pérdida del país, y fue un gran lector, un importante traductor de poetas en varias lenguas, entre ellos William Shakespeare, un creador entusiasta, un pensador de la lírica, un crítico y, sobre todo, un poeta que aspiraba a dialogar con la belleza y con el paisaje, que buscaba la felicidad y hallaba el rostro del vacío. Cernuda perseguía el placer y asumía, contra las sombras de la represión, su condición homosexual. Escribió de sí mismo y de su llanto, del tiempo, de los paraísos perdidos. Pese a ello, tuvo muchas amigas, que le ayudaron en momentos críticos: Concha Méndez, sin duda, María Zambrano o Concha de Albornoz.

Luis Cernuda descubrió la poesía a través de Gustavo Adolfo Bécquer: cuando el niño contaba nueve años, trasladaron su féretro a Sevilla, y el hecho no le pasó inadvertido. Bajo el influjo de Pedro Salinas, y también de Moreno Murube, empezaría a escribir y pronto se sumaría a la Generación del 27. Asistió, como invitado, al homenaje a Luis de Góngora en diciembre de 1927. Pronto empezó a publicar sin prisa pero sin pausa. Debutó con 'Perfil del aire', de poesía depurada, de pura esbeltez verbal; abrazó levemente los ecos de la canción popular, el cine y el jazz en 'Égloga, Elegía, Oda', y a partir de entonces pasará por una fértil época surrealista con libros como 'Un río, un amor' y 'Los placeres prohibidos', dos libros de exaltación y desesperación amorosa, y 'Donde habite el olvido', su gran homenaje a Bécquer. Por aquellos días, Luis Cernuda descubría otro embrujo: el mar, la playa, los cuerpos. Y ahí están textos que son de lo mejor de su producción como 'Soliloquio del farero', 'A un muchacho andaluz' o el poema dramático 'El joven marino', una de sus inolvidables piezas.

Memoria de un nómada

Durante la Guerra Civil vivió complejas circunstancias, estuvo en el frente, y más tarde asistió al Congreso de Escritores Antifascistas en Valencia, donde conoció a Octavio Paz, al que siempre querría mucho. A partir de ahí inició su incansable peregrinar: estuvo en París, en Cranligh, en Cambrigde, en Londres. Como profesor o como lector. Escribía compulsivamente y leía muchísimo: se formó con los simbolistas -Stephane Mallarme, Baudelaire y Rimbaud, entre otros-, también sintió una gran admiración por Pierre Reverdy y Paul Éluard. A esos nombres, durante su etapa inglesa, se sumarían T. S. Eliot, los románticos ingleses (Byron, Shelley, Keats y Wordsworth, entre otros) y Hölderlin, otra de sus devociones. Para él el romanticismo era «un deseo insaciable que se confunde con la propia vida, (…) un divino afán hostigándonos para levantar la vida hasta las estrellas».

Más tarde viviría en Estados Unidos y en Cuba, y México se convertiría en su último refugio. Allí coincidiría alguna vez con Luis Buñuel y con María Dolores Arana, la esposa de José Ramón Arana, el autor de 'El cura de Almuniaced'. Quizá le recordase que durante la II República estuvo en las Misiones Pedagógicas en varios pueblos de Teruel con María Zambrano. Publicó poemarios claves como 'Las nubes', su mirada a la Guerra Civil española, su vindicación de personajes como García Lorca o Mariano José de Larra. En 1958 empezó otro libro fundamental en su trayectoria, 'Desolación de la quimera'.

Falleció en 1963. Su amiga Concha Méndez escribió: «Debían ser sobre las seis de la mañana del día siguiente, cinco de noviembre -hora de México- cuando la muerte le sorprendió en la puerta de su cuarto de baño, en ropas de cama, batín y zapatillas, intentando fumar, con la pipa en una mano y las cerillas en la otra. Así lo encontró Paloma [hija de Concha] unas dos horas más tarde. Tendido ya sobre el lecho, y como despedida, puse mi mano en su frente». Años antes, Luis Cernuda había escrito: «Creo en la vida, / Creo en ti que no conozco aún, / Creo en mí mismo: / Porque algún día yo seré las cosas que amo: / El aire, el agua, las plantas, el adolescente».

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