DIÁLOGO CON SEVERINO PALLARUELO
SEVERINO PALLARUELO. Escritor
“La naturaleza, como el vientre
materno, es la única patria”
“Quería que mi relato fluyera
como un río claro de montaña”
“Toda la historia del siglo XX
desfila por estos escenarios”
Severino Pallaruelo (Puyarruego, Huesca, 1954) acaba de publicar su novela más ambiciosa: ‘Ruido de zuecos’, la historia de tres personajes, Arcadio, León y Artemio, que recorren el siglo XX.
-¿Cómo nace 'Ruido de zuecos'? ¿Cómo se va gestando la historia?
R. -Empezó a gestarse hace ya más de quince años. En realidad es una historia que ya llevaba varios años rondando por la cabeza. La empecé a escribir. La abandoné. La volví a retomar. Estaba casi acabada hace ya siete u ocho años, pero no encontraba el momento de terminarla. Decía: ya llegará, ya vendrá el momento que me pedirá acabarla. Este verano llegó.
-¿Ha querido contar una saga familiar, la historia de un mundo que se viene abajo, las complejas relaciones entre padres e hijos o la historia de una decepción?
R. Tiene un poco de cada una de esas cosas. Pero hay más ejes: el amor, las muchas caras del amor, la imposibilidad de volver a lo que se dejó, la complejidad de los mundos que hemos visto acabar. No solo ha desaparecido el mundo rural, también las esperanzas revolucionarias, también una forma de entender la religión, ciertos ambientes urbanos…
-¿Por qué ha elegido esa estructura tan compleja, con tantas idas y venidas?
R. En parte la estructura es hija de la forma de trabajar: algo que ha sido escrito a lo largo de tantos años ofrece similitudes con una casa cuya construcción se demoró demasiado. También ha influido la propia concepción de la historia que se narra: los acontecimientos recientes y los lejanos se entrelazan y cuando parece que ya se dan por enterrados resurgen de nuevo. Nos sucede así también en las evocaciones y en las narraciones orales.
-¿Tenía en la cabeza alguna novela o algunas novelas en concreto, autores específicos como Thomas Mann, por ejemplo?
R. Siempre tiene uno referencias. Thomas Mann está ahí. Pero su caudal es el de un gran río del centro de Europa: lento, quizá demasiado lento. Yo quería que mi relato fluyera como un río claro de montaña: con rápidos, con saltos, con remansos, pero siempre avanzando, deprisa, como ansioso por alcanzar el valle y la llanura. También he pensado en alguna película, como ‘Novecento’ de Bernardo Bertolucci.
-¿En qué medida ha intentado resumir aquí tus vivencias y tus escritos a lo largo de tantos años?
R. - Un personaje del libro reflexiona acerca del amor y dice que todos los amores son el mismo amor. Quizá con los libros sucede igual: todos los que uno escribe son el mismo. No hace sino cambiar el punto de vista y, pareciendo que mira a otros, en realidad, solo se está mirando a sí mismo. Sí, seguramente este libro resume y ordena vivencias y escritos de muchos años.
-¿Qué es para usted el Pirineo, qué son los Pirineos, qué le sugieren, qué le evocan?
R. - Son las montañas en las que me crié y donde he pasado casi toda mi vida. Pero nada más. Un escenario, muy querido, sí, pero solo eso. El envoltorio de las vivencias, de los sentimientos, de las sensaciones, la casa de mucha gente a la que quise y quiero. Estas cosas -los sentimientos, las personas, las relaciones, las ideas- son lo importante. Las montañas solo brindan el escenario.
-Vayamos con los personajes: empecemos por Arcadio, navatero, autoritario, irascible...
R. Sí, un tipo duro, muy fuerte, muy seguro. Pero a la vez frágil. Alguien capaz de enfrentarse a cualquier peligro pero que sucumbe con facilidad ante el amor, ante un gesto, ante un desaire. Alguien a quien la vejez y la enfermedad sumen en la melancolía.
-En la vida de Arcadio hay varias mujeres, y esta es también una novela de mujeres, pero destaca especialmente su esposa Margalida.
R. Margalida es la madre hermosa, buena y silenciosa que desaparece pronto y deja en los hijos una sensación de soledad imposible de superar. Es la madre de la mitología antigua, aliada con los hijos frente a la tiranía del padre, la que conociendo la furia del padre pone su empeño en la protección del hijo.
-Arcadio tiene alguna historia secreta y en cierto modo aplazada, pienso por ejemplo en Susana. ¿Somos esclavos de las pasiones imposibles?
R. -Sí, muchas veces somos esclavos de la idealización de lo que pudo ser y no fue. A veces se vive pensando en retomar lo que quedó aplazado o sin terminar. Pero eso es imposible: no se puede regresar a Ítaca.
-Quizá la figura más compleja y fascinante sea la del hijo León. Háblemos de él...
R. En realidad León es como su padre: apasionado, violento, fuerte y, a la vez, frágil. Seductor y enamorado del amor, soñador, solitario. Por eso la relación con Arcadio, su padre, resulta tan extremadamente violenta: son iguales, pero no se reconocen como tales. Cada uno atribuye al otro los defectos que él mismo, sin darse cuenta, posee. Además, el hijo achaca al padre el desamor por la madre perdida.
-León recorre un siglo convulso pero jamás renuncia al amor, a la seducción, a las mujeres. ¿Existía este tipo de hombres entre los navateros?
R. Bueno, ese tipo de hombres existe en todas las profesiones. Pero el navatero se movía en un escenario más apropiado para las oportunidades. Su vida era bastante aventurera. Dejaba el bosque en primavera y viajaba por el río. Hoy dormía aquí y mañana allá. Llegaba a los pueblos en mayo y en junio, con los grandes caudales de las nieves, traía la alegría, la fuerza, el vigor de las montañas. Culminaba su viaje en la ciudad, cobraba su dinero y volvía a los montes para iniciar de nuevo la navegación.
-El tercer personaje es Artemio, que parece no entenderse con su padre y está fascinado con su abuelo.
R. Sí. Artemio también es como Arcadio y como León, pero domesticado por la educación. A veces desearía sucumbir, abandonarse a los instintos como el padre y el abuelo, pero se encuentra atado por la moral, por el deber. Se debate entre las lealtades a los dos, entiende bien a Arcadio, pero también a León. Representa el combate entre la rebeldía y la realidad, entre los ideales y el mundo cotidiano, la sensibilidad extrema enfrentada al materialismo de la vida ordinaria.
-¿Qué hay de Severino Pallaruelo en Artemio?
R. -Supongo que mucho. En mí viven sus combates interiores: la melancolía, los anhelos de justicia y la lucha, siempre frustrada, por no saber qué hacer frente a los mundos queridos que se extinguen, frente a los mundos buscados que se desmoronan; por la belleza y el arte –como un orden- inalcanzables. Y la naturaleza, la relación con la naturaleza, la naturaleza como el vientre materno, la única patria.
-La novela es extensa, caudalosa... ¿Ha querido componer la novela total o definitiva de los Pirineos?
R. - No he pretendido conseguir una obra total o definitiva. No existe. Pero sí he intentado plasmar la complejidad de una sociedad a la que le han sobrado aproximaciones desde el folclore. Las montañas y los bosques han estado poblados. Allí ha habido amores y odios, risas, violencia, temores, pasiones, celos: como en cualquier sitio, como en una gran ciudad.
-¿Cómo han marcado a los personajes las convulsiones del siglo XX?
R. Los personajes de la novela ven el discurrir de sus vidas condicionado por los grandes acontecimientos del siglo: Arcadio participa en la guerra de Marruecos, parte a Francia como refugiado durante la Guerra Civil y luego se hace falangista. Su hijo León combate en el bando republicano, conoce el exilio y la represión franquista cuando regresa a España. Artemio sufre la educación religiosa y milita más tarde en las filas comunistas. Mientras tanto las montañas se despueblan, las ciudades crecen. Toda la historia del siglo XX desfila por los escenarios en los que se mueven los protagonistas.
-Parece que aquí hay una enmienda a la militancia política y a la Transición. ¿Qué quiere denunciar o qué te duele de ese período de la vida española y aragonesa?
R. No, no me duele nada. No quiero enmendar nada. Solo me invade una melancolía profunda: la del contraste entre la hermosura de los ideales que se defendieron y las realidades que aparecieron tras las palabras. Pero el protagonista de la novela habla más del comunismo que de la Transición. No consigue olvidar que aplaudió a Ceaucescu.
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