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Antón Castro

LOS AMANTES DE TERUEL

LOS AMANTES DE TERUEL (OTRA VERSIÓN)

 

 

LOS AMANTES DE TERUEL

Eleuterio era albañil, paleta, yesaire: dominaba casi todos los oficios de la construcción y conocía bien la ciencia y el vértigo de los andamios. De repente, en uno de esos trabajos inesperados, fue reclamado en el convento de las Clarisas de Teruel. Tenía que hacer chapuzas, ajustes de ventanas y de tejados contra la ferocidad del invierno. Allí solo vivían monjas de clausura, que hablaban algo menos de lo necesario. Le pareció que Joaquina, con una mirada dulce y amable en todas sus informaciones, hablaba algo más que las demás. Y fue ella quien le dijo donde podía dejar algunos ladrillos, preparar el cemento, depositar los sacos de yeso. Y no solo eso: le explicó a qué dedicaban sus pautadas horas, el rito de los rezos y el sistema de riego del jardín. Hablaban como hablaba el viento: con disimulo, con murmullos. Siempre hacían por encontrarse: él, ante la abadesa, la llamaba “mi embajadora”. Un día ella solicitó permiso para ir al médico; le confesó a Eleuterio que desde hace algún tiempo padecía temblores y él se atrevió a decirle: “Descuida. Yo te curaré”. Joaquina y Eleuterio se encontraron junto a una de las torres de mudéjares. Él la esperaba en su coche, y solo acertó a decirle: “Poco equipaje llevas para la nueva vida que nos espera”. Se casaron y se instalaron en un repetidor con vivienda en la cumbre del monte Javalambre y allí se quedaron a vivir su amor. Lejos del mundo y cerca de Teruel. Leían, estaban pendientes de la vigilancia del centro emisor, compraban revistas de toros, se amaban, preparaban chocolate al atardecer y paseaban, cuando caía la noche, por aquel paraje lunar. Y de vez en cuando recibían a algunos amigos que no se podían creer su fuga. Antes de que aquel espacio ideal para contemplar estrellas y las mejores luces del alba fuese una estación de nieve, acudieron a un programa de televisión a contar su historia. Eleuterio murió en 2004 y Joaquina está bien, sonriente y luminosa, dispuesta a contar su historia; a contarla y a recrearla con toda suerte de detalles. Es una forma de recuperar la memoria de su compañero. Ha regresado al convento porque allí, dice ahora, una mujer sola está mejor que en ningún sitio. A veces, en el silencio nevado del Javalambre aún se pueden oír sus voces y sus confidencias: “Nosotros también somos los amantes de Teruel”.

 

*Me he reencontrado el pasado jueves con Joaquina en la librería Senda-Perruca de Teruel. Esta historia con otra expresión aparecía en mi libro ‘Los pasajeros del estío’ (Olifante, 1990). La foto de ’Las bodas de Isabel’ es de Diego Hernández Estopiñán y Lori Needleman.

1 comentario

MARÍA CRUZ VILAR RUIZ -

Me ha encantado el relato. Cerca de mi casa hay un convento de monjas de clausura, ubicado en un enigmático jardín cerrado a cal y canto a miradas herejes. Desde que vivo en el barrio, me imagino una y mil historias al otro lado del muro en el que existe una puerta lateral de acceso directo al jardín. A veces la puerta está entornada y aprovecho para meter la cabeza hasta que el operario de turno, reparador de las goteras del tiempo, cada vez más visibles, del convento, me dice que no puedo pasar. Un día me echó el alto un chico guapo a quien el mono de trabajo le sentaba muy bien. Una vez más se disparó mi fantasía e imaginé que tras una de las celosías del último piso, una joven novicia suspiraba rezando el Ángelus a la vez que no podía dejar de mirar al chico que preparaba el cemento. En fin, la imaginación que no para.
Precioso este relato de Los amantes de Teruel, (me los imagino tomando chocolate y viendo los atardeceres rojos, o, protegiéndose del cierzo, tan felices).