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Antón Castro

FLAVIA COMPANY, UN CUENTO

FLAVIA COMPANY, UN CUENTO

[Esta tarde, a las 20.00, Flavia Company, la escritora argentina (afincada en Barcelona desde muy joven), presenta su nuevo libro en la librería Los Portadores de Sueños, dividido en tres partes: ’Por mis muertos’ (Páginas de Espuma), donde hay piezas espectaculares, como la dedicada a los diarios de su madre, que redactóa los doce años, o una carta perdida de la escritora Andrea Mayo. Un libro de realtos que explora lo fronterizo, el amor, la amistad, el hurto, los sabores de la infancia, la memoria, etc. Uno de esos libros que también tiene mucho de tratado del cuento. Cuqui Weller y Juan Casamayor y la autora tienen la gentileza de enviarme este texto, sobre las complicidades escolares y las amistades paradójicas,  la más lista y desubicada y el más torpe y descolocado también:

 

QUÉ HABRÁ SIDO DE MOYA

 

Por Flavia COMPANY

 

Yo estaba exenta. Él no. Moya tenía que rezar, ir a

clase de religión, ponerse de rodillas con los brazos en

cruz. Moya recibía golpes en las manos y en la espalda con

una regla larga de madera a la que se le habían borrado los

números. Porque no se sabía las respuestas. Y si salía a la

pizarra, don Jesús le pegaba con la mano abierta en la cabeza,

que rebotaba en la pared como un moscardón contra

un cristal, varias veces, mientras Moya sonreía mirándose

las puntas de los zapatos, o los calcetines azul marino de

uniforme, caídos alrededor de los tobillos.

Habíamos llegado aquel curso, desde el otro lado del

océano, y era impensable que yo me adaptara a las costumbres

del lugar. Mis padres estaban en contra de la violencia

y en contra de la religión, que según cómo se mire vienen

a ser lo mismo. Cuando supieron que don Jesús pegaba a

los alumnos y que los obligaba a rezar, mi padre se su-

bió al coche –la escuela estaba a solo tres manzanas, pero

él detesta caminar–, condujo hasta el edificio gris de tres

plantas, aparcó en la puerta, tocó el timbre, peguntó por el

maestro, se encerraron en el despacho de dirección y allí

solucionaron sus diferencias. Nunca supe cómo, pero el resultado

fue que me convertí en exenta y, por consiguiente,

en la alumna más odiada el colegio. No hay mejor diana

que las diferencias. Es fácil apuntar, es fácil dar.

Moya estaba en los antípodas de mi suerte. A él le tocaba

todo. Llegué a pensar que, por una peculiar ley de compensaciones,

le caía también lo mío. A lo mejor esa fue la

razón para que nos hiciéramos amigos.

Teníamos once años. Moya era el tonto de la clase. Cabeza

de rizos oscuros pegados al cráneo. Y el más alto.

Don Jesús le decía, lo que tienes de alto lo tienes de tonto.

Y yo era la lista. Y la más pequeña. Enfundada en mi pichi

azul minúsculo, con el pelo rubio hasta la cintura, liso y

bien peinado. Don Jesús decía que, para mí, no se habían

inventado notas que bastaran. Pero me hacía leer en voz

alta para reírse de mi acento con los de la clase.

La amistad entre Moya y yo parecía rara, por lo desigual.

Destacaba como el caracol que muchos años después vivió

aislado en los azulejos amarillos de la cocina de mi abuela.

Era rara y consistía en cosas como compartir el bocadillo

a la hora del patio, sentarnos juntos en las excursiones,

regalarnos canicas, esperarnos a la salida para comer pipas

que, una vez peladas y para que no nos riñeran, Moya se

guardaba en los bolsillos de la americana azul marino, que

quedaban abultados y húmedos.

El curso siguiente dejé el centro. Como es natural, mis

padres buscaron algo más acorde a sus ideas y principios,

un lugar en que no hubiera rezos ni castigos corporales.

Luego pasaron treinta años y las cosas que pasan en

treinta años.

Y llegó un día del libro y estaba yo firmando ejemplares

de mi novela El corrector cuando, de pronto, se acercó

un tipo envuelto en un traje azul claro y camisa blanca,

abierta hasta el tercer botón, un hombre de ceño fruncido,

ajado por el tiempo, que depositó con cierta brusquedad un

ejemplar sobre la mesa ante la que estaba sentada y dijo,

anda, échale una firma al primer maestro que tuviste en

España. Lo miré a los ojos, lo reconocí y lo vi el último

día de clase, junto a Moya, de nuevo incapaz de resolver

el análisis gramatical propuesto, Moya con la tiza entre

los dedos, como si fuera a escribir algo, con la cabeza

agachada muy cerca de la pizarra, esperando no se sabe

qué, y recordé a don Jesús acercarse a grandes zancadas y

propinarle un bofetón rabioso, como si se estuviera descargando

de alguna furia secreta, y a Moya dar contra la pared

y caer al suelo con un hilillo de sangre desde el oído hasta

la barbilla, y a Moya sonriéndome antes de cerrar sus ojos

achinados de pestañas cortas, sonriéndome a mí que me

sentaba por supuesto en primera fila y era la única que podía

comprenderlo, comprender lo que suponía ser la otra cara

de la moneda, a mí como si se despidiera. Cogí el ejemplar

que me presentaba el que a sí mismo se llamaba maestro,

lo abrí por la primera página y escribí: Qué habrá sido de

Moya. Firmé y se lo devolví.

 

*La foto de Flavia es Laura Zorrilla.

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Laura Zorrilla