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Antón Castro

DI MARÍA, EL COLOSO IMPERFECTO

REGATE EN EL AIRE

 

Di María, el coloso imperfecto

 

Los favoritos están ganando por pura extenuación del rival. Ni siquiera por currículo, por veteranía o por ganas. Vencen en la prórroga, en la tanda de penaltis, en los denominados minutos de la basura y casi siempre cuentan con alguna ayuda extra: a veces la arbitral (el arbitraje es malo y casi siempre favorece a los grandes), a veces la inmensa suerte de los viejos campeones, como le ha sucedido a Brasil, a Alemania, a Francia y ayer a Argentina, esa selección tan abonada a los milagros de la fe como al mal juego. Y vencen por cansancio.

Lionel Messi era la gran esperanza argentina. Y parecía que todo había sido concebido y construido para él, para su brillo, incluso le han dado la capitanía a alguien que tiene escasa madera de líder. Es difícil hallar a un futbolista menos dotado para esa función –Messi no resistiría la comparación con Rattin ni con Pasarella ni con Maradona, ni con el ‘jefecito’ Mascherano, todo pundonor-. Quizá le dieron una puñalada por la espalda cuando prescindieron del irregular y a veces artista y genial Banega, su antiguo socio, e incluso de Pastore, otra estrella argentina frustrada en su selección. Messi, a trancas y barrancas, con apariciones fugaces de calidad, con alguna que carrera engarzada de regates y algunos disparos, ha ido salvando a la albiceleste.

Messi, herido de ánimo y diezmado físicamente en el año irregular del Barcelona, está y no está, va y viene como un alma errante, escaso de carisma, abatido en algún lugar de su misteriosa cabeza. Corre menos de lo justo, no presiona, y de cuando en cuando agarra un balón y soluciona papeletas. Hay que resignarse a su capricho. Argentina es casi menos que nada: un equipo tedioso y lento, con jugadores fuera de forma, como Gonzalo Higuaín, con otros intrascendentes y con uno que lo incendia todo y lo hace en cualquier instante: Ángel María ‘Fideo’ Di María.

Parece atropellado y lo es. Parece a punto de desplomarse y se desploma, y se levanta y toma aire. Parece desgalichado y vulnerable, como si fuera a romperse. Parece autista o egoísta, y quizá lo sea en algún instante, pero es uno de esos jugadores incansables, que parecen tener tres pulmones y una determinación feroz. Es el jugador incansable, que revienta los minutos y los fatiga, es la encarnación de la voluntad, de la constancia, de la fiereza, es el maratoniano del fútbol. Siempre quiere el balón, siempre se atreve, y se atreve a casi todo: a realizar una penosa ‘rabona’, a centrar sin precisión con la derecha, a correr y correr y buscar la verticalidad o avanzar, como si dibujase escaleras o dientes de sierra, para conectar su disparo.

Ayer, en medio de la galbana argentina, el ‘Fideo’ Di María parecía un gladiador o un dios inagotable. Lo hizo todo, incluso perder balones, soltar alguna patada a destiempo, pero siempre estaba ahí. Su juego, puro ardor, fogosidad bajo un sol de justicia, contrastaba con el de otros compañeros: con la inmovilidad de Messi, con el juego académico de Gago, que siempre teme romper un plato o el vidrio del aire. El partido era tan malo, estaba Argentina tan vacía de ideas y de ritmo (¿dónde vas, Sabella, perplejo de ti?), que Leo cogió un balón, aceleró sus regates y le sirvió un pase favorable al flaquito. El hombre que habría corrido hasta el fin del mundo por la clasificación se percató de que era su gran ocasión y disparó.

Ese gol amortigua el deshonor, la impotencia y la inoperancia de su selección, tan protegida por el azar. Dicen que el Real Madrid se plantea venderlo: él, a fuerza de músculo, de entrega y pasión por el juego, ha respondido como los grandes. Con el partido de un coloso al que no le importa ser imperfecto.

 

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