DI MARÍA, EL COLOSO IMPERFECTO
REGATE EN EL AIRE Di María, el coloso imperfecto Los favoritos están ganando por pura extenuación del rival. Ni siquiera por currículo, por veteranía o por ganas. Vencen en la prórroga, en la tanda de penaltis, en los denominados minutos de la basura y casi siempre cuentan con alguna ayuda extra: a veces la arbitral (el arbitraje es malo y casi siempre favorece a los grandes), a veces la inmensa suerte de los viejos campeones, como le ha sucedido a Brasil, a Alemania, a Francia y ayer a Argentina, esa selección tan abonada a los milagros de la fe como al mal juego. Y vencen por cansancio. Lionel Messi era la gran esperanza argentina. Y parecía que todo había sido concebido y construido para él, para su brillo, incluso le han dado la capitanía a alguien que tiene escasa madera de líder. Es difícil hallar a un futbolista menos dotado para esa función –Messi no resistiría la comparación con Rattin ni con Pasarella ni con Maradona, ni con el ‘jefecito’ Mascherano, todo pundonor-. Quizá le dieron una puñalada por la espalda cuando prescindieron del irregular y a veces artista y genial Banega, su antiguo socio, e incluso de Pastore, otra estrella argentina frustrada en su selección. Messi, a trancas y barrancas, con apariciones fugaces de calidad, con alguna que carrera engarzada de regates y algunos disparos, ha ido salvando a la albiceleste. Messi, herido de ánimo y diezmado físicamente en el año irregular del Barcelona, está y no está, va y viene como un alma errante, escaso de carisma, abatido en algún lugar de su misteriosa cabeza. Corre menos de lo justo, no presiona, y de cuando en cuando agarra un balón y soluciona papeletas. Hay que resignarse a su capricho. Argentina es casi menos que nada: un equipo tedioso y lento, con jugadores fuera de forma, como Gonzalo Higuaín, con otros intrascendentes y con uno que lo incendia todo y lo hace en cualquier instante: Ángel María ‘Fideo’ Di María. Parece atropellado y lo es. Parece a punto de desplomarse y se desploma, y se levanta y toma aire. Parece desgalichado y vulnerable, como si fuera a romperse. Parece autista o egoísta, y quizá lo sea en algún instante, pero es uno de esos jugadores incansables, que parecen tener tres pulmones y una determinación feroz. Es el jugador incansable, que revienta los minutos y los fatiga, es la encarnación de la voluntad, de la constancia, de la fiereza, es el maratoniano del fútbol. Siempre quiere el balón, siempre se atreve, y se atreve a casi todo: a realizar una penosa ‘rabona’, a centrar sin precisión con la derecha, a correr y correr y buscar la verticalidad o avanzar, como si dibujase escaleras o dientes de sierra, para conectar su disparo. Ayer, en medio de la galbana argentina, el ‘Fideo’ Di María parecía un gladiador o un dios inagotable. Lo hizo todo, incluso perder balones, soltar alguna patada a destiempo, pero siempre estaba ahí. Su juego, puro ardor, fogosidad bajo un sol de justicia, contrastaba con el de otros compañeros: con la inmovilidad de Messi, con el juego académico de Gago, que siempre teme romper un plato o el vidrio del aire. El partido era tan malo, estaba Argentina tan vacía de ideas y de ritmo (¿dónde vas, Sabella, perplejo de ti?), que Leo cogió un balón, aceleró sus regates y le sirvió un pase favorable al flaquito. El hombre que habría corrido hasta el fin del mundo por la clasificación se percató de que era su gran ocasión y disparó. Ese gol amortigua el deshonor, la impotencia y la inoperancia de su selección, tan protegida por el azar. Dicen que el Real Madrid se plantea venderlo: él, a fuerza de músculo, de entrega y pasión por el juego, ha respondido como los grandes. Con el partido de un coloso al que no le importa ser imperfecto.
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