EL PINTOR JOSÉ ORÚS HA MUERTO
*Este texto acaba de publicarse en heraldo.es
Orús, el artista del color y de la luz
Antón CASTRO
A José Orús (Zaragoza, 1931-2014) no le gustaba mucho hacer teorías sobre su trabajo. Solía decir que “la pintura es personal e intransferible” y, en su caso, se desarrolla a partir de términos que se encadenan: el sentimiento o la emoción, la idea, el concepto y la manufactura, la aplicación de la pincelada. Se retrató en muchas ocasiones como un pintor que investiga y que trabaja con dos elementos claros: la materia y la energía. Y, por extensión, buscaba el cosmos, el magma, el corazón de los volcanes, un universo completo y aquilatado de matices que descansaba sobre otra convicción plástica: la pintura-pintura. Él era, y siempre lo quiso ser, un artista despojado de anécdotas: un pintor de color. El color siempre estaba ahí, como un rasgo definitivo, un color que evolucionaba hacia nuevas metamorfosis cromáticas mediante luces exteriores o, dicho de otro modo, mediante ciertos tonos del negro.
No fue un pintor intelectual, nunca, sino más bien un pintor de cosmogonías. A María Pilar Sancet le recordaba en una entrevista que “no era un pintor de planeticas”. Despreciaba lo obvio y prefería lo telúrico, el misterio, la fuerza de las texturas y los relieves, el arrebato de la luz.
Acaba de fallecer a los 83 años. Recién cumplidos. Había nacido en Zaragoza en 1931 y desde muy pronto sintió una doble llamada: la de la poesía y la de la pintura. Vinculado siendo joven con la tertulia pictórica y literaria del Café Niké, amigo entrañable de Miguel Labordeta, escribió poemas e incluso ordenó dos pequeños poemarios de los que se despidió en una ceremonia, entre festiva e irónica, con sus amigos. Entonces, según ha recordado en varias ocasiones, se extinguió el poeta y nació el pintor. Miguel Labordeta y el editor y escritor Julio Antonio Gómez, ‘el Gordo’, lo bautizaron como “como poeta oficial del Niké”, algo que le gustaba. Como le gustaba recordar que había sido muy buen amigo de Fermín Aguayo, uno de los pintores de Pórtico (con Santiago Lagunas y Eloy Laguardia), y que había convivido con él en Zaragoza y también en París, cuando vivía con su gran amor Margarita. José Orús debutó en la pintura en 1950 haciendo abstracción e informalismo y expresionismo, una pintura sutil, casi monocroma, con tonos entre terrosos y verdes, de gran fuerza poética, próxima a Jean Dubuffet, en algún instante. En 1955 se trasladó a París y allí, con idas y venidas a Zaragoza y a diversos lugares, desarrolló durante una década nuevas fases como su etapa dorada o época metálica, que dio mucho de sí.
Más tarde, estuvo en alguna ocasión en Nueva York y de allí retornó con una nueva idea que suponía una evolución de sus pigmentos metálicos: perseguiría los cuerpos celestes y crearía una pintura diferente, personal, que se alimentaba de luces exteriores. Esa tercera orientación, que no iba a dejar jamás ya, se titularía ‘Mundos paralelos’. Ese corpus totalizador de casi 40 años. Ahí creció, con pasos suaves, con avances y retrocesos, con intensa e íntima actividad. Sabía lo que pasaba a su alrededor en el mundo de las artes plásticas, pero seguía su camino, que le ha permitido estar en diversos museos y colecciones y exponer en Aragón, en España y en distintos lugares del mundo: Venecia, Berlín, Oslo, Nueva York, Basilea, Buenos Aires o Viena.
Zaragoza, su tierra de origen, acabaría convirtiéndose en su ciudad de creación, en la capital del color y del oficio y en su refugio. Aquí ha sido reconocido y querido, aunque jamás le han sobrado los reconocimientos oficiales. Fue objeto de exposiciones antológicas o retrospectivas en la Lonja, en 1976 y en 1993, expuso en la Sala Luzán, en colectivas e individuales, y en 2011 fue invitado a exponer en el Museo Salvador Victoria, otro pintor lírico, de variado colorido, apasionado por la geometría, con el que tiene algunas semejanzas. En 2003, el Museo Mariano Mesonada de Utebo le ofreció sus espacios y donó 114 de sus obras de todos los períodos. Mucho de los mejores cuadros que ha pintado y que excitan la imaginación de los niños, sobre todo los de la gran habitación negra. Tienen la sensación de vivir una experiencia inefable en una noche de cambiantes constelaciones.
José Orús amaba Zaragoza. Tuvo multitud de estudios y, en el fondo, se sabía un pintor solitario que también era solidario. Un pintor reconocible y coherente. Era padre de la crítica e historiador del arte Desirée Orús, que ha estudiado su obra del derecho y del revés; ella estuvo muy cerca de él hasta que cerró los ojos para volar en dirección noche hacia ese lugar enigmático donde se encuentran, tal vez, las mejores luces. La vibración última del sueño y del descanso. Con José Orús desaparece un pintor apasionado, que podría parecer huraño; en cuanto uno se le acercaba, dispuesto a oírlo o a entenderlo, la fiereza se suavizaba e irrumpía el humanista, el viajero, el conversador, el pintor de una pieza al que le gustaba hablar, escuchar y revelar algunos de sus secretos.
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