Blogia
Antón Castro

DOS POEMAS A LA MADRE

[Dos poemas dedicados a mi madre del libro 'Seducción'. Lelló a leerlos antes de su despedida en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia el 23 de noviembre de 2014.] 

AMOR DE MADRE

 

[5 de mayo de 2013]

Nunca he tenido palabras suficientes para ti.

A ti te gustaron mucho desde niño y las coleccionabas

como se coleccionan cromos o recortes de prensa.

Me habría gustado decirte que recuerdo

cada instante de tu niñez, tus miedos,

cómo corrías tras las olas, cómo mirabas a todas

las mujeres con descaro, con el dolor

de un querer imposible y precipitado. A veces

pensaba que las deseabas a todas: para ti, en tus sueños,

en un futuro feliz que imaginabas junto al mar.

Nunca he tenido la certeza del cariño. Ni he conocido

el idioma de la ternura, la última seda de las caricias.

Te vi crecer. Enfurecerte en las tardes solitarias.

Encerrado con tus libros y con tu silencio.

Envuelto en la soledad y sus cuchillos de luto.

Recuerdo lo que te gustaba: una conversación,

un nuevo libro, una película de amor apasionado.

No conozco a tantas actrices que te hacían

perder la razón, repetir sus diálogos, decir su nombre.

Después, cuando empezabas a irte de casa,

cuántas veces te esperé asomada a la ventana.

Tu padre apenas decía: ¿viene el chaval? Ven, mujer,

descansa, ya vendrá. Mañana nos espera la tierra.

No le hacía caso. ¡Cuántas veces te esperé hundida

en el abismo de la noche, ya sin lágrimas! Esperé en vano.

Un día, cuando creíamos haberte perdido ya,

cuando una extraña forma de locura se había instalado

en tu corazón y en tu cabeza, en tu cabeza loca,

nos anunciaste que te marchabas. Que te ibas de casa,

no sé si al fin del mundo o aún más lejos.

Compostela. Madrid. Barcelona o Zaragoza.

Tu padre no se lo creía. No podía aceptar que hubiera

dejado de ser imprescindible o importante en tu vida,

como aún lo era, de otro modo, para tus dos hermanos.

Nunca tuve las palabras necesarias para ti.

Tampoco entonces. Se me empañaron los ojos

y los ánimos. Se me oscureció la alegría.

Ha pasado el tiempo. Y sigo sin saber ponerle vocablos

a mi melancolía, a mi propia sensación de pérdida.

La vida se me apaga: ya lo sabes. He tenido un ictus,

ando con dificultad, no sé si volveré a verte.

He rebasado esa edad que te aproxima al adiós.

Por eso, esta mañana he cogido el último cuaderno

intacto que me queda y te he puesto solo tres líneas:

«Hijo mío, verdaderamente siempre he sentido una gran

pasión por ti. Quiero que lo sepas, estés donde estés,

en Compostela, en Zaragoza o en el fin del mundo».

Si no te importa, llámame si alguna vez te llegan.

 

 

LA BELLA DURMIENTE. AMOR DE MADRE /y II

 

Era Gabriel García Márquez quien decía que la vida da vueltas en redondo. Él, el hijo, hace días que piensa lo mismo: cíclicamente todo se repite y se atropellan los hechos del presente y del pasado. Cuando era niño vivía en una aldea casi remota, sin calzadas de asfalto, donde el viento golpeaba y encendía una música obsesiva en el crepúsculo. El bramido del mar iba y venía con una furia de siglos. Su madre tenía una era, cerrada y con cobertizos, algo alejada de la casa; si quería huevos o tenía otra urgencia para la cena, un puñado de hortalizas o una lechuga quizá, iba a buscarlos. Y lo dejaba solo en casa. Eran diez o quince minutos escasos, pero el tiempo se le hacía eterno. Tan eterno que hubo un momento en que el niño se dijo a sí mismo, y se lo dijo a su madre, que él jamás volvería a quedarse solo. Más de una vez, bajo la lluvia, se fue con ella, cosido a su falda. Así evitaba un susto de muerte. Sentía la necesidad de tenerla muy cerca cuando caía la noche. En aquellos días todo invitaba al miedo y a la fantasía. En las tertulias en torno a la cadiera del hogar siempre se contaban relatos de fantasmas, de lobos que devoraban a los caminantes, de labradores que habían desaparecido en tal o cual encrucijada al volver de la feria. Se contaban crímenes horrendos.

Han pasado muchos años. Ahora las cosas suceden exactamente al revés: la que tiene temor al aire y al silencio de la casa, la que necesita verlo a él es ella. Octogenaria y extraviada en la dispersión de la memoria. No querría dejarlo ni a sol ni a sombra, querría saber dónde va: si va a coger unos higos, a tender o recoger la ropa, a dejar la bolsa del pan en la calle. A veces le cambia el nombre: lo llama Manolo, como aquel hermano suyo que se casó con Veva, que tenía una huerta inmensa de ciruelas, pavías y parrales, y que criaba caballos. Ella se sienta a unos metros de él y lee periódicos, sin discernir por completo si son noticias o anuncios, aunque si se encuentra con el rostro de José Bretón murmura: «¡Ese cabrón!». Ahora, como le sucedía a él de niño, disfruta con una edición de La bella durmiente ilustrada por Gusti. Parece estar segura y entenderlo todo.

 

 

0 comentarios