SUSANA CAMPS: TRES MICROCUENTOS
FERTILIDAD DE LAS ALMAS
Abrió los refrigeradores y sacó uno a uno todos los recipientes. Habían pasado los años estipulados por la ley. Embriones sin padres, huérfanos de voluntad. Nadie venía a reclamarlos. Sería él mismo, el responsable de su vitrificación, quien los liberaría: como quien esparce las cenizas de sus muertos, el doctor diseminó el contenido de las neveras por el parterre posterior de la clínica. No pudo prever que, nueve meses después, gracias a la insistente menstruación de luz de la luna, un campo de mandrágoras gritaría su nombre en un aullido unísono, múltiple y desgarrador.
CRONOLOGÍA DE UNAS MANOS
Cuando tenía ocho años me miré las manos y me prometí que las recordaría tal como eran, mullidas y tiernas. A los veinte ya las había olvidado. Advertí tiempo después que los nudillos no siempre habían sido picudos, y examinando intensamente las rayas de la palma –las de la vida, las del futuro, las de la enfermedad – me di cuenta a los treinta y ocho de que no reconocía nada en el mapa de mi pasado.
El futuro desplegaría otras rayas.
Hacia los cincuenta empecé a ver venas azules, protuberantes en algún punto, que me recordaban las manos de mi madre, y aunque las traté con cremas y aceites, en una década más ya se veían apergaminadas y viejas.
Acaso las manos de mi niñez contenían ya la invisible constelación de mis manchas de octogenaria, pero en breve no podré verlas, y ni siquiera logro recordar si – algunas de esas manos, de entre todas – fueron realmente mías.
LA INTENCIÓN NO ES LO QUE CUENTA
Respiro hondo y siento que al respirar me despego un poco más del cuerpo. Es una sensación extraña: pierdo adherencia. Me divido. Me da miedo pero la curiosidad es más fuerte, así que repito la inspiración y al soltar el aire voy comprobando que sí, me separo de mi cuerpo, lo siento ondear como si estuviera en el agua. La cabeza todavía está anclada al cien por cien, pero el torso, los brazos y las piernas flotan.
Ondeo, qué duda cabe. Sólo me lastra la cabeza, que pesa tanto como una piedra obstinada. Pero yo gravito. Sonrío y pienso en Virginia Woolf, en Sylvia Plath. Tiene algo de cómica y feliz la circunstancia. El estímulo del viaje inminente me transmite una dicha inmensa, como cuando contemplé el Ouse y sentí un vértigo que me llamaba. Y ahora, de pronto, es el río el que viene a buscarme a mí. Respiro una vez más, lenta y profundamente, determinada a deshacerme del cerebro. Sé que la corriente me llevará en cuanto libere la cabeza. Ya casi.
A punto de desatarme toda, una manita conocida, tierna y pequeña, me toca el brazo: Mamá.
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Mirentxu -
Javier Ximens -
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