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Antón Castro

ELÍAS MORO CUÉLLAR: UN ELOGIO INCONDICIONAL DE LA LECTURA

ELÍAS MORO CUÉLLAR: UN ELOGIO INCONDICIONAL DE LA LECTURA

 

[Recibo esta carta y este hermoso texto de Elías Moro Cuéllar, escritor: Este año me han nombrado, por así decir, "pregonero" del Día Mundial del Libro en Extremadura a través del Plan de Fomento de la Lectura; quiero decir que me han encargado que escriba el texto que tengo que leer mañana, viernes 22, en la Biblioteca de Extremadura. Me ha publicado un cuadernillo con el mismo que se repartirá por bibliotecas, clubes de lectura, centros educativos, etc. Así que estoy muy contento.]

 

¡DESENFUNDA, FORASTERO!

 

Un elogio de la Lectura

 

Por Elías ELÍAS MORO CUÉLLAR





Para Isabel Sánchez, bibliotecaria y amiga,

destinataria original de estas letras.




Cuando un libro choca con una cabeza

y suena a hueco, ¿se debe sólo al libro?

Georg Christoph Lichtenberg




Me resulta muy difícil, casi extraño, catalogarme como escritor. Aunque, bien mirado, y si hacemos caso a la definición que de escritor da el diccionario en su primera acepción, cualquier persona no analfabeta lo sería y yo, por tanto, al igual que vosotros, estaría incluido en ese rol. Bien es cierto que me gusta escribir y que de vez en cuando (muy de vez en cuando, si queréis que os sea sincero) me sale un poema que no va a dar directamente a la papelera; o un texto que junto con otros van dando forma, poco a poco, a un pequeño volumen; o relleno algún viejo cuaderno con historias que se me ocurren…

Pero si de algo puedo estar seguro, es de que soy un lector: fervoroso, impenitente, caprichoso, vago, pasional, infiel, desordenado… Un puñetero pajarillo (algunos dicen que de pajarillo nada, que pajarraco y gracias) que va picoteando de aquí y de allá, que salta de autor en autor, que revolotea de género en género y que, como no podía ser menos, alguna que otra vez aterriza herido por la belleza o el horror, por la levedad o la contundencia, por el placer o el dolor de lo leído. Y si no hay libros a mano pues revistas o periódicos o folletines o manuales… o qué sé yo. Haciendo caso, en un momento de debilidad, a un amigo mío, que un poco raro sí que era, para qué nos vamos a engañar, hasta prospectos de medicinas me he metido para el cuerpo de principio a fin, de pe a pa, de cabo a rabo: posología, composición, contraindicaciones, efectos secundarios… toda la parafernalia y retórica de la “literatura farmacéutica”. Pues bien: este sujeto sostenía que semejantes espantos acaso sean lo más importante que podamos leer porque en determinadas circunstancias pueden acabar salvándonos la vida. Una teoría, como podéis suponer, completamente absurda, cercana al desatino y, sin embargo, y aunque parezca contradictorio, no carente de su pizca de razón.

Porque si uno de los mejores destinos que puede tener el ser humano es el de la adquisición de conocimientos que, al fin y al cabo, conformarán su acervo cultural para mejor enfrentarse al mundo y que en la mayoría de los casos también le harán mejor persona, albergo pocas dudas acerca de que el camino de la lectura es uno de los más atinados y agradables de transitar. Hay más, por supuesto; así, a bote pronto, yo diría también que el cine o la música o el teatro… O la simple y llana conversación, que como todos sabéis es el arte de opinar con mesura y saber escuchar a los demás. Pero ese sendero de la lectura goza, al menos en mi caso, de un estatuto propio que lo hace mi preferido, el que tomo y recorro más a menudo para que me lleve hacia no sé qué, hacia no sé quién, hacia no sé dónde.

La lectura es un hecho transgresor, rebelde, un acto, aparentemente pasivo, que sin embargo lleva implícito una gran valentía: la de la búsqueda en vez de la aceptación, la de osar antes que la de rendirse, la del querer saber frente a ese permanecer en la ignorancia que nos empobrece como personas. Leer, por tanto, no es sólo instrucción, conocimiento; también es la otra cara de la realidad, esa que, tantas veces dura y terrible, se nos oculta por espurios intereses y a la que sólo se consigue acceder con la imaginación y el sueño. Y es que mientras se lee tenemos la aspiración de ser otro nuevo y distinto, acaso, y llevando al extremo tal anhelo, de ser uno mismo de otra manera. Ya decía el maestro Goethe que “Cuando se lee no se aprende algo, sino que se convierte uno en algo”.

Borges, que imaginó el universo como una biblioteca, nos dejó dicho que gracias a los libros tenemos recuerdos que no hemos vivido. Pues eso, que gracias a ellos, leyendo sus páginas, podemos ser todo lo que queremos y ansiamos, aquello que soñamos y anhelamos y que de otra forma nos sería casi imposible de conseguir.

Porque aquí donde me veis yo he sido faraón en Egipto, escudero de Aquiles en la guerra de Troya, gladiador en Roma, arquero en las Cruzadas, vikingo en Islandia, pícaro en Flandes, cortesano en Versalles, minero en Polonia, explorador en África, samurái en Japón…

he sido señor y vasallo, leal y traidor, víctima y asesino, esposa y amante, erudito y charlatán, prostituta y heroína, ladrón y policía…

he bajado al centro de la Tierra, subido a la Luna, navegado por el Amazonas, peregrinado a la Meca, buceado en el Pacífico, escalado el Everest, cabalgado las estepas, caminado los desiertos…

he pilotado una nave interestelar, un submarino, una locomotora, un biciclo, un dirigible…

he viajado en junco con los piratas chinos, en diligencia junto a tahúres y jueces de paz, traqueteado caminos en carreta con los pioneros, en un convoy de derrotados camino de alguna frontera…

he tocado la cítara, el ukelele, el tam tam, la zanfoña, el banjo…

he estado con Darwin en las Galápagos, con los reos que fundaron Australia, peleando contra los bóers o los zulúes, recolectando algodón en los campos esclavistas, con Robert Falcon Scott en su enorme decepción antártica, con Espartaco en su amarga derrota…

En fin, no sigo, ya os hacéis una idea; y es que desde que me adentré en esa terra incognitae que siempre es la lectura mi vida no ha sido una sino múltiple como la rosa de los vientos. Y todo esto tan ricamente, sin sufrir ni un rasguño y por obra y gracia de esos libros y autores que por deseo de la diosa Fortuna -¡bienaventurada por siempre sea!-, los hados pusieron en mi camino.

¿Qué cómo empezó todo esto? Paciencia, amigos, ahora os lo cuento.

“Me acuerdo de las novelas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía, mi banderín de enganche en la lectura”.

Y no me duelen prendas en reconocer que después de los tebeos (entonces no se llamaban cómics ni novelas gráficas), aquellas historias del nuevo mundo en formato de bolsillo, papel pobre y coloristas portadas, llenas de tiros y estampidas, de vaqueros y pieles rojas, de carretas renqueantes y desiertos que ya conocíamos por las películas, con un protagonista que siempre medía seis pies de alto, jinete de común solitario vagando por praderas y poblachos, un artista con el revólver (donde ponía el ojo, allá que iba la bala) y un imán para las mujeres, fueron las que crearon en el mocoso que entonces yo era el hábito de leer. Poco después, claro, el paso siguiente y lógico fue entrar de lleno en las más eclécticas lecturas. Aún recuerdo con nitidez las novelas de aventuras de autores como Verne, Salgari, London, Dumas, Stevenson… Aún camino con frecuencia, entre otros muchos, junto a Lázaro de Tormes, Ana Orantes, los hermanos Karamazov, Fortunata y Jacinta, Sherlock Holmes… Aún percuten blandamente en mi memoria los versos de Quevedo, de Bécquer, de Machado, de Neruda… con los que me inicié, gozoso y estupefacto, en el territorio maravilloso y magnético de la poesía, ese extraño y atrayente laberinto verbal en el que sigo atrapado sin remedio ni ganas de escapar de él. Con muchos de aquellos episodios, con varios de esos compinches, con tantos de esos poemas, el mundo se ensanchaba a ojos vista ante mis ojos: me figuraba partícipe y protagonista de tantas y tantas aventuras hechas vida por el misterio de la palabra escrita que no dejaba de anhelar el momento de volver a abrir las tapas de alguno de esos volúmenes y sumergirme hasta el fondo entre sus páginas.

A ojo de buen cubero, llevo leyendo de manera continuada alrededor de cuarenta años y pocos habrán sido los días en que algún libro no haya pasado por mis manos y ante mis ojos dejándome su particular estela en los adentros. Con cada uno de ellos, no tengo ninguna duda, se ha multiplicado mi capacidad de asombro, se ha ido satisfaciendo mi ansia de conocimiento, se ha ensanchado mi amplitud de miras, mi cuota de indignación o complacencia. Miles serán, y no exagero, los que conserven en su tapa y sus páginas mis huellas dactilares, el rastro humilde de mi mirada en su papel, una lágrima o una caricia entre sus líneas.

Debió de ser muy poco después de aquella época “westerniana” de que antes hablaba cuando llegaron a mi manos dos volúmenes que desde entonces dejaron en mí una huella perenne e indeleble: Ilíada y Odisea, de Homero (este fue el primer libro que compré con mi propio y escaso dinero en una edición en tapa dura del Círculo de Lectores, volumen que aún me acompaña en mi vagar): la crónica de la guerra de Troya y el regreso de Ulises a Ítaca escrita por el inmortal poeta ciego me sigue pareciendo unas de las más altas cimas de la literatura de todos los tiempos. En sus páginas encontramos lealtad, traición, amor, heroísmo y cobardía, seres fantásticos y terribles, lances fabulosos…

Casi al mismo tiempo que Aquiles y Helena, que las sirenas y el cíclope, que el tejer y destejer de Penélope, llegaron a mis manos los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda; era, recuerdo, un ya baqueteado ejemplar de la editorial Losada que me regaló un amigo de adolescencia casi por compromiso sin sospechar ni remotamente lo que aquellos versos torrenciales, llenos de pasión y sensualidad (¡Ah, vastedad de pinos, rumor de olas quebrándose… Ebrio de trementina y largos besos… Eras la boina gris y el corazón en calma…), significarían para mí en aquel entonces y ya para siempre. Todavía no he logrado averiguar a ciencia cierta qué vería en mí aquel colega (recuerdo que se llamaba Gonzalo y poco después desapareció de mi vida, esto tampoco lo he olvidado), por qué le parecí yo el destinatario propicio para obsequiarme con semejante regalo. Este ejemplar, ay, al igual que mi amigo, también desapareció de mi vida sin saber muy bien cómo, pero fue sustituido por otro igual en cuanto caí en la cuenta de su pérdida.

Después de tantos años leyendo a diario es más que evidente que he tenido otros amores no menos intensos e importantes, tanto o más ardorosos y pasionales (pienso, por ejemplo, en Whitman, en Poe, en Tonino Guerra, en Tolstoi, en Campos Pámpano o Viñals Correas, en Cunqueiro o Pessoa… en tantos y tantos) pero estos dos que he citado expresamente, al igual que esos amores adolescentes y de verano que uno nunca olvida porque ni quiere, ni puede, permanecerán para siempre en mi corazón.

La lectura, ya se ha dicho pero lo repito, es un hecho transgresor, libre y rebelde hasta el punto de que sacude, a veces de manera casi violenta, las convicciones que uno pueda tener con respecto a algo, a alguien, incluso hacia sí mismo. Y esto es bueno: las doctrinas inamovibles, las certezas absolutas, los dogmas de cualquier tipo no suelen ser, en su rigidez de miras y modos, más que antesalas del desastre.

Aquellos de nosotros que gozamos o sufrimos con su lectura y compañía, que amamos con pasión (¿se puede amar de otra forma?) los libros que, llegados a nuestras manos por tantos diferentes caminos, vamos acumulando con trazas de invasión por todos los rincones de la casa en espera de su ocasión, corremos el riesgo de que nos suceda lo que ya apuntaba el poeta mexicano José Emilio Pacheco en este breve texto de “Desde entonces”: Lo compré hace más de quince años. Pospuse la lectura para un momento que no llegó jamás. Moriré sin haberlo leído. Y en sus páginas estaban el secreto y la clave.

Pero ahí seguimos pese a todo: olfateando el rastro de esas miguitas de pan que nos conducirán al banquete de la lectura, a la orgía de lo escrito, al paraíso de las palabras, a la gozosa bacanal del verbo (En el principio era el Verbo) con que todo comenzó. Desde entonces y para siempre, ahí seguimos en pos del secreto y la clave.  

¡Bendita locura ésta de la lectura: nunca olvidéis que Don Quijote, aquel loco maravilloso, desfacedor de entuertos, paladín de damas en apuros, sostén del afligido, luchador incansable contra la injusticia y la crueldad, muere cuando recobra la razón y deja de serlo!

 

*La foto es de André Kertesz.



1 comentario

Eláis -

Gracias, queridísimo Antón, por tu constante presencia y generosidad en mi vida.
Gran abrazo "extremaño".