Por Jesús Soria Caro
En Cariñena, entre las viñas, cada sorbo de vino sabe a cada gota de instante en una vida madurada en el barril del alma.
El aroma del ahora y su química del deseo, la tierra casi desértica del silencio regada por la lluvia del ayer, las uvas sin la ira, el viento de sus sueños. Todo es parte del zumo de lo eterno que emborracha a quien se bebe la existencia con la pasión de buscar en ella toda su embriaguez. Antón Castro ofrece un homenaje a Cariñena, por su vendimia de recuerdos pasan todos los instantes reales e imaginados que componen lo afrutado del amor a esta tierra.
“Una mujer se asoma al infinito” poetiza el paisaje de la viña como un mar, que es el de la tierra de la que brota el vino, casi a modo de caballo de Troya en el que la sangre de esta surge como mar interno que solo quien la bebe puede hacer suyo. Las cepas son como un vientre oculto de las de uvas en la tierra. Sus ondulaciones son animalizadas como víboras, hay algo atávico que conecta al vino con lo bíblico, con la serpiente de los deseos; es la religión del placer que nos hace paladear el sabor de la intensidad:
No tengo ante mis ojos el mar infinito del viñedo,
la ovalada longitud de los racimos,
el primer oro del moscatel.
No tengo ante mis ojos esa claridad
del horizonte que se agiganta
y luego desaparece en la niebla
o se vuelve víbora y sendero.
Imagino por un instante cómo miras,
cómo acodas tu alma y tus ojos claros en el alféizar,
cómo sueñas viajes hacia la luz
por esos caminos que se adelgazan,
que se cuajan de tentación.
No tengo ante mis ojos ese faro
desde el que ves el mundo. (Castro, 2019: 17),
Por el poemario circula el recuerdo de personas que conoció el autor en sus años de trabajo en la villa vitícola. El poema anterior “Mujer asomada al infinito” es la poetización de una mujer que amó y que se sublima en metáforas que exprimen la intensidad del momento que pudo serlo todo, sin necesidad de que nada más hubiera sido. El absoluto de ese encuentro amoroso se revive cuando el yo lírico se acerca a la tierra y, al hacerlo, le parece oír de nuevo los pasos de esa mujer que le invita a que ambos de nuevo se escondan entre los sarmientos, indicándole que vayan: “donde se oculta la noche oscura del deseo”. “Navarro” es otro texto que recuerda a un vendimiador amado por todos: bodegueros, taberneros, mujeres. Era libre, perdido en sus laberintos en los que huía de sí mismo:
Lo querían sus compañeros de faena.
Parecían reírse de él, así como iba,
disfrazado de pordiosero, sin prisa,
triscando entre los surcos y los sarmientos.
Pero no. Nadie se burlaba de él,
lo protegían como a un moribundo
cuyo pensamiento era un secreto y un laberinto. […]
El niño sin edad que despreciaba la malicia.
Navarro a secas. El porteador de cuévanos.
El prófugo de sí mismo que se llevaba
una botella de vino oscuro a los labios
entre los residuos del Mercado central. (Castro, 2019: 19-20).
La retrospectiva permite recordar el amor de su padre hacia el vino. El esmero como lo elaboraba, lo guardaba en barriles para su mejor fermentación. Amaba la fiesta de su sabor, lo que es, a su vez, casi una metonimia de alguien que amaba el emborracharse de vida. Su padre se fue, como se dice en la hermosa metáfora a “las regiones remotas del sueño y del olvido”. Es de gran belleza lírica este poema que casi funciona como una carta hacia quien reside en el otro lado del tiempo, para decirle que ahora ama el vino, que conoce muchas variedades, que le gustaría volver a verle. Nos encontramos ante una apelación hermosa, intertextual, con referencias a Claudio Rodríguez: “Ahora me quedaría a tu lado, entre el asombro/y el silencio, para descubrir el don de la ebriedad” (Castro, 2019: 24).
Especialmente erótico es el poema “Sirena de la vid”. Ella aparece y es el sabor del deseo. El yo lírico quisiera ser capaz de hacer un vino con la esencia de su piel, del fuego de su deseo en el que arde su placer. Teniendo en cuenta la idea de Jung de que los mitos son símbolos del insconsciente colectivo, de ese sustrato que puede explicar pulsiones compartidas y soterradas fuera de la consciencia, vemos como aquí de la sirena le emborracha su cuerpo, para ser su sexo el naufragio de su yo en el que muere como navegante de los placeres:
Me entregas tu gozo extremo, el grito
que se levanta por el llano y el monte
como un clamor de intenso deseo.
¿A qué sabes, sirena, a que huelen
tus cabellos y esa espalda lisa,
a qué saben tu piel y tu dulce boca?
A garnachas, a arándonos frescos,
a frutas del bosque y a suaves violetas.
El alarido de tus orgasmos escala
el mapa de las nubes en el cielo
y alza temblando un rosal de ansiedad,
la acidez salobre de un oleaje,
Si supiera haría un vino con la esencia
de tu escalofrío y el salvaje adiós
a tu espesura, arsenal de racimos,
piel, explosión, apetito de estrellas. (Castro, 2019: 28-29)
Una de las secciones del libro es “Personajes” en las que se poetiza la presencia de figuras relevantes del arte que habitaron Cariñena y que vivieron en su entorno cercano. El yo lírico suplanta la voz de aquellos que dejaron sus huellas en los caminos del ayer, entre las eras y las viñas. En el “El manifiesto apócrifo de Martín Bosqued” se nos dice que Aguarón es la raíz de la belleza hecha luz y autorretrato, surge con la savia de aquel tiempo de la infancia en aquella tierra:
Jamás he podido olvidar sus calles,
su santuario, el fuego de sus crepúsculos,
la infinita extensión de sus colinas,
y cuando buscaba la inspiración.
toda la raíz del sentir, el núcleo
de la belleza hecha luz y autorretrato,
regresaba a la niñez y a la adolescencia
-y me quedaba ahí, absorto, varado,
en el umbral de sus fincas de viña.
Ese espacio ondulante de verdor
insaciable, el bodegón de los campos. (Castro, 2019: 36)
“Pilar Bayona en Cosuenda” es un canto a esa tierra en la que aparece un latido de fantasía que recorre la tierra y salta con su silencio del campo a las ramas. La sinestesia “brillo seco” advierte de la imposibilidad del lenguaje lógico para retratar su pasión hacia ese paisaje, que es irracional y la lógica del pensamiento y del lenguaje no bastan para evocarlo, en el sentir hay una necesidad superior a los límites del decir:
El verano comenzaba en las eras.
Lo recuerdo muy bien. Con el trillo,
con las aves huidizas en bandadas
y ese calor pegajoso en las ropas.
Cosuenda tenía una luz propia, un brillo
seco que trepaba por los sarmientos,
un latido de fantasía y de silencio
que saltaba de las ramas al campo (Castro, 2019: 35-36).
De Ildefonso Manuel Gil se recuerda una comida entre el autor, el poeta y su mujer. No había vino de Paniza. El camarero al reconocer que estaba allí la persona que daba nombre a la calle en la que vivía, hizo todo lo posible por traer una botella, yendo a una tienda cercana. Describiendo, desde una voz lírica que asume la perspectiva del citado poeta, que beber era el instante en el que la tierra y su sangre de vino recorrían su alma, siendo como si esta le besara por dentro con el aliento del viento:
¿A quién le importaba si era de una botillería cercana?
La abrió y nos sirvió con satisfacción. Estabas radiante.
Metiste el dedo índice en la copa y lo humedeciste.
Y dibujaste un árbol o un sendero en tu dedicatoria.
“como hace el que fue mi consuegro, Pepe Hierro”, dijiste.
“Gracias, llevo Paniza en el corazón desde niño.
Cada vez que bebo sus vinos, tengo la sensación
de que el viñedo canta su canción antigua dentro de mí
y resuena por toda mi sangre como el silbido del cierzo” (Castro, 2019: 42).
“Alrededor del mundo” es una sección en la que la prosa poética presenta episodios a lo largo del mundo en los que el vino de Cariñena y sus tierras están presentes en algún momento. Scheheredaze es una poetización biográfica de una historia de amor, paralela en su homenaje irónico a la de la hija del sultán que con sus relatos pasó de ser concubina a reina. Hay fuerza lírica en ese instante de unión amorosa en el que se nos dice: “tus manos parecían pájaros lentos y cautivos”. (Castro, 2019: 47). “Los amores difíciles” es un cruce amoroso en el que después de haber llevado a los amantes imposibles por Venecia, Praga y Nueva York, el vino es testigo de un final sorprendente. “La maleta de los secretos” alude a un ebanista que le regala a su hija una maleta de madera para guardar sus recuerdos. Ella, pasado el tiempo, al marchar a otra ciudad se la enseña y juntos evocan el ayer. Su padre le habla de un farcino que es lo que le permite habitar el pasado, vendimiar las uvas de un tiempo anterior que siempre sabe a la fruta más embriagadora. Ambos son el símbolo de una historia pasada, y uno termina dentro del otro como en la estructura narrativa de las cajas chinas.
“La despedida”, la última sección, contiene tres poemas, uno dedicado a Ángel Guinda. Es una etopeya que recorre los caminos más abismáticos del poeta: “hablaste de tu alma líquida y abisal, a punto de hundirse en un pozo”. Imagen potente en la que podemos visualizar la caída del yo en las profundidades de su alma, líquida y abisal en un descenso a lo más intenso del dolor y la belleza. “Envío” es un poema metapoético que alude a cómo viaja el vino y el poeta que escribió un libro sobre este. “Soliloquio del enólogo” es un agradecimiento a todos los agentes del vino, el viento, la lluvia, las aves, los hombres que cultivan la tierra, el sol.
El vino es el zumo de la tierra en el que arde lo más atávico. Es como el hades de nuestra psique colectiva en el que navegar hacia el otro lado del recuerdo; el de nuestro origen casi inmortal, el que nace de la belleza embriagadora de la luz, el viento, el sabor de la sangre de la eternidad de quien bebe y vive mirando la belleza de la poesía. El aroma de lo que en los recuerdos queda de esta, la versión que asume lo que fue y la que cuenta lo que debería haber sido. Todo es reescritura con tinta de sangre, con tinta de vino, sueño de lo que fue y lo que tal vez sin haber sido también es, porque queda en la borrachera de los deseos. Son los ingredientes que forman parte también de lo embriagador de lo vivido.
BIBLIOGRAFÍA:
Castro, Antón (2019): Vino de mar. Olifante, Zaragoza.
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