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Antón Castro

JOAQUÍN CARBONELL, AL AMOR DE TERUEL

JOAQUÍN CARBONELL, AL AMOR DE TERUEL

Una hermosa foto de Joaquín Carbonell de una gran fotógrafo como Rogelio Allepuz, que trabajó con él en 'El día de Aragón'.

 

La primera imagen de ese Teruel intemporal, de vaguadas y masías, de precipicios y valles, de farallones como los Órganos de Montoro, de tardes melancólicas donde el tiempo se deshace gozosamente y libre entre las manos, se la debo a Joaquín Carbonell. A melodías como ‘Canción para un invierno’ y ‘Me gustaría darte el mar’, a ‘Paca del Cañizar’, de uno de los álbumes de mi vida. ‘Con la ayuda de todos’, que me reveló el humor, la desinhibición, la mirada a los parias, la sentimentalidad contenida y el lirismo. El primer pueblo turolense de mi memoria es Ejulve, en la puerta del Maestrazgo. Yendo hacia él, en la carretera que va de Andorra a La Venta de la Pintada, uno de mis cuñados paró el Renault-8 verde al lado de un mirador, bajamos y dijo: “Ese es el pueblo de Joaquín Carbonell, que tanto te gusta”. Impresionaba con su colmena de tejados y la aguja de la torre.

Joaquín me parecía evocador, narrativo, hablaba de algo que conocía muy bien por su condición de niño rural y de joven sediento de aventuras en Teruel. Tenía ingenio, sentido del humor, ironía, practicaba la somardería. Tras los años de música, se reinventó en la televisión, sobre todo a través del programa ‘Tres asaltos’, donde preguntaba y boxeaba. O ‘Musicaire’. Luego entró en ‘El día de Aragón’, donde hacía de todo: columnas, reportajes, le atraía lo insólito cotidiano. A la vez, leía todo cuanto podía, se aficionó al uso correcto de las palabras y parecía viajar por el diccionario y disfrutaba como un niño corrigiéndote el uso de tal o cual palabra. Sus amigos de entonces, a mediados de los años 80, eran Javier Barreiro, que tenía algo de preceptor de múltiples curiosidades, Miguel Pardeza, futbolista y algo más, fascinado en aquellos días por el esotérico Mario Roso de Luna y probablemente sonetista oculto, Jorge Valdano, que ya empezaba a conciliar literatura y fútbol, y la profesora de Literatura Maite Cacho. En 1990 entró en ‘El Periódico de Aragón’, en los tiempos de Juancho Dumall y Plácido Díez Bella (que había sido su director en ‘El día’), y descubrió la importancia de la televisión en la vida de la gente, a la vez que hacía reportajes con ese punto de humor y asombro que tanto le gustaban. En ‘El Periódico’ se midió en la entrevista ágil e intuitiva, vertiginosa. Era el nuevo Manuel del Arco.

Como quien no quiere la cosa, se revelaría hiperactivo. Gracias a Georges Brassens recuperó su ser esencial, el de músico que cuenta historias de su época e incrementó su bibliografía literaria: poesía, narrativa juvenil, ensayo, narrativa, biografía, libros misceláneos de humor, con Roberto Miranda. Pero nunca olvidó sus raíces: la infancia en Alloza, los paseos al calvario (donde irán a parar sus cenizas), la huella de un padre afable y protector, una madre, ahora centenaria que le sobrevive, a la que adoraba, el impacto del cine o la concavidad del cielo bajo la que los mineros, sonrientes y sucios, volvían a casa para perderse en el pan, en el beso o en la umbría de las oliveras.

 

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