Blogia
Antón Castro

Temas gallegos

EN LOS 80 AÑOS DE MARISA SANTIAGO

EN LOS 80 AÑOS DE MARISA SANTIAGO

El pasado día ocho de julio, en su Galicia natal, por Cedeira, San Andrés de Teixido y Figueiroa, Marisa Santiago, profesora de historia, celebró sus 80 años. Con motivo de tan significatico cumpleaños, ella y su marido Eloy Fernández se fueron de excursión a Santiago de Compostela y a A Coruña, donde vive su hija María. En Santiago, Marisa y Eloy pernoctaron en un hotel con encanto, Virxe da Cerca, y pasearon por la ciudad, por las rúas, vieron la catedral y disfrutaron de un sinfín de recuerdos y de la buena cocina santiaguesa. Compostela es el hechizo de la luz y la lluvia, de la piedra, de las campanas que rompen el aire y de la atmósfera medieval. Y en A Coruña, entre otras cosas, recorrieron el Monte de San Pedro, se asomaron a la Torre de Hércules, anduvieron por la Marina, como quien recupera el tiempo perdido y fabrica nuevos instantes felices que seguirán alimentando el porvenir.

Marisa Santiago se adaptó a las mil maravillas a la vida en Aragón, en Teruel y Zaragoza, y jamás ha renunciado a su mundo: el círculo de sus amistades, Marisol, Juana, Carmen, Pepita, y tantas otras, y jamás he perdido el entusiasmo por los buenos libros, las buenas películas de cine y el teatro. La cultura siempre ha alimentado su curiosidad y la ha mantenido en vilo, sensible, entusiasta, desde una manera suave y discreta de ser.

La foto se la tomó haceunos días en A Coruña su hija María. Felicidades. Marisa, como su familia, como su madre (que murió centenaria), es una mujer de larga vida, así que le quedan muchos años para seguir siendo hacendosa, soñadora, abuela, esposa, inquieta, refinada, y mantener la cabeza entre diversos mundos: Galicia y Aragón, y el universo ancho y ajeno...

 

CUENTO: EL TÍO DE AMÉRICA

CUENTO: EL TÍO DE AMÉRICA

 

[Hace algunas horas me ha llamado mi prima Piluca Verdía Castro y me ha anunciado la muerte de Mercedes Castro Barreiro, mi madrina. Hacía algunos años que padecía la enfermedad de Alzheimer, ya no reconocía a nadie, quizá vagamente a su marido Antonio. Este texto, que aparece en mi libro ’El niño, el viento y el miedo’ (Nalvay), está inspirado en su travesía hacia Montevideo y en una historia familiar que era como un mito en mi niñez. En su entierro, en Larín, habrá música.]

 

4. El tío de América

 

Mi madre tuvo un tío, Generoso Barreiro Viñán, que se marchó a la emigración. Dejó la casa solariega, tomó el barco en A Coruña con uno de aquellos baúles inmensos, a los que mi padre llamaba “mundos de marino”, y se fue al Uruguay en la primera posguerra. Así dicho, casi pomposamente: al Uruguay. No se supo demasiado de él al principio, pero al cabo de cinco o seis meses se recibió una extensa carta suya y una pequeña colección de fotografías. Confirmaba que vivía en Montevideo y que se había hecho panadero. Las fotos eran de la ciudad, de sus mejores edificios, de los muelles, y había tres o cuatro de la fachada de su panadería, que era muy famosa allí.

Aquel tío hizo fortuna, consiguió abrir una panadería propia y se dio a conocer en aquella ciudad fascinante, invadida por “la música, las mujeres bonitas con sombrero y el fútbol”. Sus cartas iban llegando cada seis meses, o de año en año. No regresó nunca más, y quizá esa ausencia definitiva lo convirtió en una leyenda familiar. Y en la esperanza de un definitivo golpe de suerte que pudiese favorecernos a todos. “Tiene tanto trabajo allá, depende tanta gente de él que no tiene ni tiempo de despedir a sus padres, que están a punto de morir”, se decía muy a menudo.

Murieron sus padres, murió algún que otro de sus hermanos, empezaron a emparejarse sus sobrinos, pero Generoso no retornaba. Y entonces fue cuando a mi tía Mercedes, que acababa de casarse con un tratante de caballos y de vacas, se le ocurrió marchar al Uruguay. “Por probar. A lo mejor hasta podría hacer una carrera de cantante. Allí adoran a Carlos Gardel”, le dijo a mi madre, su hermana mayor. Mercedes era la más bella de cinco hermanas, la más esbelta, la que tenía madera de actriz de cine con su cintura de avispa, sus ojos claros y una melena rubia. Y además se sentía la más artista: cantaba en los campos durante la siega, cuando cruzaba los bosques, en las largas sobremesas de los días de fiesta; cantaba en el río de lavar y en misa. Había un momento en que su voz se encendía en medio de todas las voces, las demás enmudecían y ella se quedaba sola, como una ráfaga de luz, un temblor de estrellas o el concierto inesperado de una caracola. Tenía muchos enamorados, y eligió al que parecía más taciturno o más sereno, según se mire: mi tío Antonio, que hablaba con los animales como si le entendieran y sabía una docena de recetas para cocer castañas.

Mercedes le mandó una carta a su tío de América, le recordó que de muy pequeña era su favorita, que aún recordaba los cuentos que le contaba, cuentos de tortugas gigantes y de gallinas silvestres que ponían huevos de oro, y le preguntaba que si no le podría buscar un trabajo a ella y a su marido. La respuesta tardó los dos o tres meses de rigor; en ella el tío Generoso daba todo tipo de indicaciones: les buscaría faena y casa a los dos, y les decía que cogieran el barco lo antes posible. Dicho y hecho. Mi madre ya estaba embarazada de mí, y Mercedes le dijo en el embarcadero: “Cuando nazca la criatura, nosotros seremos sus padrinos, aunque sea por poderes. Si es niña se llamará Mercedes; si es niño, Antonio, como mi marido. No lo olvides”.

Mi madre no lo olvidó, y fue así como a mí me bautizaron por poderes en Montevideo. Siempre me inquietó saber cómo había sido la ceremonia: mi madre y mi padre me llevaron a bautizar a mi pueblo con el cura don Avelino, el de la motoreta de muelles y los rosarios interminables, y siempre me decían que allá en Montevideo mis padrinos habían hecho lo mismo. Mis padres no estaban seguros de si el ritual en Montevideo habría sido el mismo día y a la misma hora, pero se hizo. Mi padre extraía un documento, firmado por un sacerdote de Montevideo, Lucrecio Tasende Varela, que lo probaba. Lo guardaba en una dorada caja de pañuelos, Aire de Camelia, que había comprado en su único viaje a Pontevedra.

Andando los años, cuando yo tenía cinco o seis, fui a casa de mi abuelo José y de mi abuela Pilar, hermana de Generoso. Mis abuelos eran campesinos, tenían alguna hacienda, con acequias y regatos, y habían tenido una docena de hijos, de los que les habían sobrevivido ocho. Me gustaba mucho aquella casa. Tenía establos con vacas y terneros, escaleras que subían a un hórreo elegante que contaba con una especie de porche o patín desde el que a mí me gustaba contemplar el paisaje del cielo, los cañaverales, el maíz y la fronda de los pinos. En la casa había un jardín minúsculo con rosas y un huerto que me encantaba: entraba en él y comía peras, manzanas, higos, nueces, cerezas de puro azúcar y ciruelas de todos los sabores y colores. Aquella huerta, romántica y sombría, era un auténtico paraíso para mí. La casa disponía de una espléndida chimenea; al lado estaba el vertedero y la ventana que daba al hórreo.

Hay cosas que no se pueden olvidar jamás. Algo así decía el tío de América en su correspondencia: él recordaba la música de los pinos, la verbena con la orquesta de Mesta Leis y su acordeón, la comida de las fiestas, los días de caza con el perro Amancio... Hay cosas que no se pueden olvidar jamás, repito yo, Antón, niño cagón. Estábamos en la cocina, al calor del fuego; hablábamos de cualquier cosa. Más bien, hablaban los mayores, mis abuelos y mi padre, que estrenaba una bicicleta con transportín atrás para llevarme mejor. De repente mi abuela se levantó, abrió una alacena y sacó un envoltorio: un paquetito más bien plano, no muy grande. Me lo tendió y me dijo:

-Es para ti. Ha llegado esta semana de Montevideo. Te lo mandan tus padrinos Mercedes y Antonio.

No supe qué hacer. Mi abuela susurró:

-¿No quieres abrirlo?

Qué emoción. Rompí el papel exterior y descubrí una caja más bien plateada, con pocas letras: El Universal. Montevideo. La abrí y me encontré con un diminuto objeto alargado y brillante. Todo en él relucía: la madera barnizada, las letras de imprenta, el metal plateado de las bocas. Mi abuela dijo: “Es una filarmónica”. Mi padre corrigió suavemente: “Una armónica, Pilar”. La acerqué a los labios y empecé a soplar. Aquella me pareció la música de un hechizo. Mi madrina había escrito una pequeña dedicatoria: “Para mi único ahijado, que un día será músico”. Salí a las calles por si alguien quería oírme. Las notas se mezclaban con el viento y la lluvia. No sentía ni los pies. 

 

*Esta foto de la armónica la he tomado de aquí:

https://antoncastro.blogia.com/upload/externo-dfb731a4a5b948eb61cfea0accd0cdd9.jpg

UNOS DÍAS EN GALICIA

UNOS DÍAS EN GALICIA

Lo primero que hago al llegar a Riazor, en La Coruña, es llamar a algunos amigos para que oigan el sonido del mar a través del móvil. Días atrás, el océano se puso tan bravo que rompió los malecones, cruzó la calle y dejó una especie de laguna salada en las grietas del asfalto. El poeta Xulio López Valcárcel, traducido en Zaragoza en Olifante y Lola Editorial, sostiene que quizá las playas del Atlántico hayan vivido un maremoto de baja intensidad que ha acercado incluso a pequeños tiburones al muelle. Xavier Seoane y Javier Pintor, magníficos anfitriones, me han invitado a conversar sobre la creación y la crítica en la UNED, por eso he vuelto a A Coruña. De ahí me voy al Kiosko Alfonso Molina y en la muestra colectiva ‘Rumores. Conversaciones’ hay una obra de Fernando Sinaga. Se titula ‘De los sentimientos’: es una barra de hierro, dividida por la mitada, con una parte plateada y otro pintada de rojo. Es una exposición conceptual y variada donde descubro tres piezas de madera, a modo de tótems, de Alberto Carneiro, un artista muy vinculado con Huesca.

Como lo está, también, el fotógrafo Bernard Plossu, que expone en una galería su colección de obra mexicana; Plossu es un enamorado de Aragón, en concreto de Albarracín y del Pirineo y de la calle Manifestación, en Zaragoza, donde vivió y amó el poeta cubano José Martí. Confiesa, en el suplemento ‘Fugas’ de ‘La Voz de Galicia’: “Hago fotografía, no poesía, sin trucos”. Los aragoneses Tachenko tocaban en A Coruña y en Ferrol y uno de sus componentes, Sebas Puente, anuncia que la banda apuesta por melodías y letras “bastante reconocibles”, apuesta por la musicalidad y afirma que los cuatro se sienten unos obreros del rock. Aragón me sorprende por todas las esquinas: una de las escritoras de máxima actualidad en Galicia es una turolense, Elena Gallego Abad, que escribe en gallego y que nació en 1969: su novela negra ‘Sete Caveiras’ (Siete calaveras) está protagonizada por la periodista Marta Vilas. Dice Elena Gallego que reivindica el papel de las hemerotecas y asevera que “donde hay un asesinato hay un periodista”.

También anda por Galicia José-Carlos Mainer: es uno de los grandes expertos en la figura de Wenceslao Fernández Flórez; el profesor Mainer, que lo había estudiado en varias ocasiones, acude a la casa del autor de ‘El bosque animado’. Pasamos por la avenida de los Castros donde se inició el locutor Paco Ortiz, que visitaba los barcos fondeados, y donde vivía el narrador y actor de doblaje Manuel Riveiro Loureiro. Manolo, premiado por un cuento en Teruel, perdió a su mujer Encarna; no pudo resistir su ausencia y se arrojó al vacío desde un vigésimo piso o quizá desde la amplia terraza donde hemos estado muchas veces: con él, con Pepe Oca, con nuestras mujeres. Jamás me lo habría imaginado: era un vitalista que había luchado siempre, aquí y en la emigración. La noticia fue para mí otra forma insoportable de tsunami. 

 

*La foto es de Baldovino Barani.

 

 

MAN DE CAMELLE. XABIER MACEIRAS

MAN DE CAMELLE. XABIER MACEIRAS

HOMENAXE A MANFRED GNÄDINGER

 

Por Xabier MACEIRAS

 

     Era o 12 de maio de 1976. Faltábanme só oito días para cumprir seis anos. Daquela, pasaba case todo o día cos meus avós. Mentres eles traballaban as leiras que tiñan na Pedreira, eu facíalle a vida imposible aos grilos e aos escarabellos pataqueiros. Naquelas leiras, onde Milio e Carme -os meus avós- prantaban patacas e millo, hoxe ZARA fabrica camisas e pantalóns para todo o planeta.

     Tiña que pasar o día con eles porque, nesa época, miña nai traballaba na “Salgueiro S.L.”, a conserveira que había no Rañal, a carón da nosa casa. Aquel día, aquel 12 de maio do 76, nada máis entrar pola porta, despois da súa xornada laboral, miña nai díxome:

–                    “neno, imos a Coruña. Imos ver o petroleiro”.

     Para un cativo do rural coma mín, neses anos, o feito de ir a cidade era todo un acontecemento, era unha festa, pois sempre viña de volta con algún xoguete e algunha larpeirada. Mamá facía pouco tempo que tiña coche. Coa axuda dos seus pais, mercara un Seat-127 de cor amarelo do cal aínda me lembro da matrícula: C-9837-E. No “Panchiño”, como lle chamaba o meu avó ao Seat, pasei momentos moi doces da miña infancia ao son de Abba, Bonnie M e sobre todo de Camilo Sesto, o amor platónico de miña nai.

     Ao chegar ao Ventorrillo, quedara abraiado coa inmensa nube negra que se vía ao fondo da cidade. Lembro que mamá estivera a piques de dar volta para a casa. Agora que son pai, sei perfectamente o que se lle pasou pola cabeza naqueles intres. Mais seguro que pola miña insistencia, dirixímonos até a zona da Torre. Unha vez alí, ao baixar do coche, unha sensación de perplexidade, de abraio, de medo...empezou a percorrer polo meu corpo. Quedara pasmado co que estaba vendo, nunca vira nada semellante: o mar ardía no medio de aquela impresionante fumareda negra!. Logo, co paso dos anos, comprendín a magnitude da catástrofe que estaba a presenciar. Aquel petroleiro, era o Urquiola.

     A palabra petroleiro xa me resultaba familiar. Non era a primeira vez que a oíra. Escoitaraa en Camelle na casa de Celia, unha muller que sacara o permiso de conducir na mesma autoescola que mamá e Fina Sanjurjo, outra veciña do Rañal.

     Tras obter o carnet, as tres mulleres seguirían mantendo a amistade, polo que as viaxes a Camelle, naqueles anos setenta, eran moi frecuentes. Celia vivía cos seus pais, José Perez e Virtudes Devesa, nunha pequena casa do centro da vila, un lugar máxico para min, onde escoitei contos increibles e fascinantes, coma aquel duns veciños de Arou que recolleran nos areais uns botes que contiñan algo branco no seu interior, co que logo pintaron as portas e xanelas das súas vivendas. Aquela sustancia branca era leite condensada!, e ao chegar o sol de verán, según os pais de Celia, “as moscas a pouco máis comen á xente”. Ás historias mariñas que me contaba o meu avó Milio xuntábanselle agora ás de José. Nacía así, aos seis anos, a miña relación de amor co océano.

     Dúas ou tres semanas despois do sinistro do Urquiola, fixémoslle unha nova visita a Celia. Aquel día lembroo moi ben. Eu non xogaba, escoitaba a conversa dos maiores. Falaban do que pasara na Torre, e José dicíalles a mamá e a Fina que él xa vivira a praga do chapapote cando era un mozo. Lembraballes que no verán de 1934 vira como o “Boris Sheboldaeff”, un petroleiro ruso que se dirixía cara a Leningrado, embarrancara na costa de Camelle por mor da néboa e contaba tamén, como pouco despois rompía o casco do buque, provocando que as 11.000 toneladas de cru que levaba nas adegas logo se espallaran por toda a Costa da Morte. Según o pai de Celia, os 54 mariñeiros e tres oficiais que formaban a tripulación do buque ruso poidéranse salvar grazas aos veciños de Camelle, uns veciños -entre eles José- que sen sabelo estaban sendo testemuñas da primeira gran catástrofe medioambiental acontecida en Galiza.

     Tras pasar un anaco falando con José e Virtudes, estas tardes de domingo en Camelle sempre remataban do mesmo xeito: paseo pola vila, visita a unha curmán de Celia, unhas Fantas no bar “Miramar” e por suposto, a parada obrigada no porto para ver as marabillas de Manfred.

     A primeira vez que vin a este home, lembro que me causara unha gran impresión. Para un cativo de seis anos como era eu, ver a un individuo tan peculiar, case esquelético, co pelo e barba longa e sen arranxar, vestido únicamente cun taparrabos, descalzo e que tiña por vivenda unha chabola de pouco máis de trinta metros cuadrados, era o máis parecido a ver a Tarzán en persoa. Celia contaba que a historia deste persoaxe non estaba moi clara e seica había varias versións, mais o certo era que Man chegara a Camelle para non marchar nunca máis.

     Manfred Gnädinger nacera a finais de xaneiro de 1936 en Radofzell, preto da cidade de Friburgo (Alemaña) e era o menor de sete irmáns. O seu pai tiña unha panadería que, pese aos malos tempos da guerra para a sociedade alemana, funcionaba bastante ben. A familia era das máis adiñeiradas da vila. Mais todo cambiaría a raiz da morte da súa nai Bertha en 1951. Manfred era un neno tímido e solitario, e quedaría profundamente marcado pola súa ausencia, agravándose aínda máis a súa amargura cando volveu casar o pai, que o faría de contado. A madrastra, a parte do maltrato físico e sicolóxico que exercía sobre o menor dos fillos do seu home, conduciría a familia até a ruina por mor dos seus problemas co xogo. A economía familiar empeorara tanto que tiveran que vender propiedades e terras, unha situación que sería o condicionante para que Manfred decidira irse da casa en 1959 e principiar unha nova vida. Marcha a Suiza, onde empeza a traballar de reposteiro na chocolatería Keller. Alí, a filla do seu xefe namórase del, mais o alemán dalle cabazas, dille que é “espíritu libre”. Ao pouco, e seguramente pola incomodidade do asunto amoroso, fai unha viaxe por Italia que aproveita para ver arte e, a volta, opta por deixar Suiza. Corría o ano 1961. Un ano despois chega a Galiza, e aparece por Camelle o día antes das festas do Espíritu Santo. Chegara até aquí polo seu interés pola preservación do medio ambiente e a curiosidade por coñecer a Costa da Morte. Xa nunca máis marcharía.

     Ao chegar a vila, a Manfred  dalle hospedaxe a familia dunha veciña de orixe alemán que voltara de Arxentina casada cun galego. Nos primeiros tempos de estadía en Camelle, chamaba a atención pola súa imaxe, sempre aseado, ben peinado, elegante e ben traxeado. O porte do alemán recén chegado do corazón da Europa industrial, axiña destacou naquel pobo de mariñeiros, cunha economía de subsistencia e alexado de toda modernidade. Cando moitos habitantes da Costa da Morte emigraban a Alemaña na procura de traballo, Manfred facía o camiño inverso.

     Durante case dez anos viviría nesa casa, pintando, esculpindo, estudando as prantas e os animais e, acomodándose entre a xente cunha mestura de naturalidade e certa extrañeza. Nesta primeira etapa, Manfred Gnädinger non se diferenciaba moito doutros rapaces burgueses que nos anos anteriores ao hippismo, renunciaron a todo na súa terra para atopar aventuras e sosego lonxe da axitación das cidades. Mantíñase grazas á xenerosidade dos veciños e ás axudas que a súa familia lle enviaba periodicamente dende Alemaña, aínda que en calquera caso, Manfred necesitaba pouco para subsistir: un pouco de comida, un teito e pouco máis.

     Foi daquela cando se enamorou de María Teresa, a mestra do pobo coa que mantiña largas conversas...mais ela xa estaba comprometida, e cando esta casa co seu mozo de toda a vida, que era mariño mercante, a vida de Manfred cambiaría de xeito abrupto, empurrandoo este desengano amoroso a abandonar a súa primeira casa e a trasladarse a unha pequena parcela, unha punta rochosa no límite do pobo e xunto ao mar. Así remataba a vida de Manfred Gnädinger e principiaba, a comenzos dos anos setenta, a de Man, o noso Man.

     O primeiro que fai nesta nova etapa da súa vida e desfacerse do seu apelido, de parte do seu nome, dos seus elegantes traxes e do seu pasaporte, que até daquela renovaba convenientemente no cuartel da garda civil. Convírtese no cangrexo máis ermitán, coma un Robinsón. Refuxiase na soedade e nos seus soños. Asume, a partir de agora, a diferencia, a marxinalidade e a excentricidade respeto a norma -como a súa propia ubicación no mundo-, e convírteas en elementos esenciais da súa actividade vital e creativa.

     En 1972 construe, naquel lugar inhóspito aínda que de insólita beleza, un pequeno galpón cúbico e comenza a delimitar o seu territorio de pedra xunto ao mar. Instala daquela un “museo” arredor da súa nova casa, aproveitando as rochas do litoral, ás que lles incorpora todo co que o mar o agasallaba: golfe, madeira, ferros, raices secas...que mezclaba todo con formigón, e cunha vexetación autóctona que él mesmo se encargaba de plantar, iría creando unha pantasmagórica paisaxe, no que a súa propia imaxe de excéntrico ermitán formaba parte consustancial.

     Man non comía nin carne nin peixe. Era vexetariano. Comía plantas, froitas, verduras e fariña de millo. Verán e inverno andaba só con taparrabos e poucas veces con sandalias. Con estas cualidades persoais e o seu atípico museo, o “alemán de Camelle” iríase facendo famoso pouco a pouco, principiando a chegar visitantes de todos os lugares á vila. Prensa e radio estaban pendentes del, e até o famoso presentador José María Iñigo atrevérase a levalo a TVE 1. A popularidade ía en aumento ano tras ano, máis aínda cando aparece un día no Corte Inglés da Coruña, vestido unicamente co seu peculiar taparrabos, e escandaliza “a las señoritas coruñesas”. Nunca máis volvería a pisar xungla algunha do capitalismo. Metade El Bosco metade Gaudí, convertera o litoral de Camelle nun remanso de paz, integrando con maestría as súas figuras redondeadas e as combinacións de múltiples cores no entorno. Rochas, casas, montes e pinturas en pedras, eran o substrato da súa arte. Ás figuras redondas chamáballe “o punto”. “Todo empeza e remata nun punto”, dicía.

     Fun cumprindo anos, e as visitas á casa de Celia seguían sendo frecuentes. Cada vez que íamos a Camelle había que- probablemente pola miña insistencia- ir ver a Man. Lembro que cobraba entrada, como si dun auténtico museo se tratara, e había que facerlle uns debuxos ou escribirlle algunha frase nunhas libretas pequenas. Nestes cadernos, dicía que quedaba o alma de cada visitante e pretendía construir con elas un rascaceos.

     O resultado de todas e cada unha das accións que levaba a cabo, estaban marcadas por un claro compromiso artístico e medioambiental. Man estaba apoderándose simbolicamente de todo un pobo, ao mesmo tempo que tiña conciencia de estar construindo unha obra trascendente.

     Nos lustros seguintes o atractivo turístico da vila vai en aumento. A Camelle seguen indo centos de persoas a ver os esculpidos artísticos das rochas da praia, o museo -no que tamén aproveitara o cambio de moeda para redondear a tarifa, pasando das cen pesetas ao euro- e tamén a ver a un home distinto, un xeito de vida diferente. As súas pequenas libretas seguían enchéndose de debuxos, de frases e de impresións dos visitantes.

     Mais todo cambiaría aquel fatídico 19 de novembro de 2002, cando o petroleiro con bandeira de Liberia “Prestige” afunde fronte ao litoral galego, logo da incompetencia das administracións autonómica e estatal, e provoca o maior desastre ecolóxico do país. Só dous días despois, o chapapote invadía a obra de Man...”o petroleo matoume a vida. Fóronseme as gañas de vivir. Tirei a toalla”, dicíalles a uns xornalistas.

     Cando vín as imaxes nos informativos das televisións, aquela estampa do manto negro púxome a pel de galiña. Inundeime nun sentimento de pena e dor cara a persoa que creara aquela maravilla, cara aquel arquitecto do mar, cara a Man, o noso Man. Xurdiron os recordos daquelas tardes de domingo escoitando a José Perez e a Virtudes Devesa, que xa facía tempo que morreran, dos paseos con Celia polas rochas que agora tiñan unha cor ben distinta e por suposto das lembranzas de Man traballando nese lugar, que cambiaría de aspecto para sempre.

     O ermitán alemán non quería que ninguén limpara o chapapote das súas rochas. Tiña moi claro que había que deixalas manchadas de petróleo para convertelas “nun símbolo da morte que destrozou a costa”, para as xeracións vindeiras. O 28 de decembro, Manfred Gnädinger, Man “o alemán” de Camelle, Man, o noso Man, morría no seu habitáculo de 6x6 m onde pasara os últimos trinta anos da súa vida. O parte médico sinalaba que fora unha insuficiencia respiratoria e a tromboflebitis que padecía quenes acabaron con él, mais moitos compartimos a opinión que o “Prestige” acabou de matalo. Morreu de pena vendo como a súa costa de cores quedaba sepultada baixo un manto negro. Estaba enfermo da alma. Morreu de melancolía. Probablemente foi a única víctima mortal da catástrofe ecolóxica, sen embargo, é case seguro que ningunha estadística relacione xamais a morte de Man co acontecido aqueles días na Galiza... mais eu aos meus fillos, xa lles estou contando a verdade.

 

*A foto é de Generoso Díaz.

RETRATO DE PEPE, PEPIÑO, DON JOSÉ

 

Pepiño y don José

 

Pepiño. Elena Valenciano ha pedido que no le llamen Pepiño a José Blanco, ese discípulo de Guerra que ha aprendido a contenerse y que se ha mostrado como un hombre de Estado: con determinación, airado con los controladores y a la vez cargado de razones, dispuesto a morderse la lengua como quien se vuelve juicioso de golpe. José Blanco siempre ha caído mal; siempre parecía inoportuno, ventajista, sin sentido del humor. Un acusicas con voz de pito y el desmesurado acento del país. Metepatas e irascible. En la boda del alcalde Belloch, alguien le susurró que le emocionaría una noche tan especial, culminada con jota. Y él, sin sentido de la oportunidad, dijo: “Me habría emocionado si hubiese sido una muiñeira”. El Ebro pensó, a su espalda, “tierra trágame”. Pepiño, como personaje que se ha hecho a sí mismo, es receloso, vulnerable y no soporta las medias verdades. Si alguien le lanza una frase de doble intención, o con segundas, ahí sale él con el sable y el caballo de Santiago, y en esa batida no respeta a ningún enemigo: furioso, ataca a diestro y siniestro por tierra, mar y aire. Incluso a sus paisanos: a Mariano Rajoy, que rara vez ha sido Marianiño (lástima: qué bien le habría sentado a él el diminutivo), a pesar de sus orígenes y de su pasado gallegos. Pero José Blanco es Pepiño. Que es una forma dulce de llamarlo, irónica, un Pepiño tiene algo de entrañable. Y a la vez es una forma satírica y de menosprecio: un Pepiño es casi por igual un mafiosillo, mandón y a la par de poca monta, y un Pepiño también es un don nadie, el hombre fiel, el sabueso, y el amigo de confianza. José Blanco es un Pepiño en toda su complejidad. Y a veces, cuando se pone tieso y usa la corbata de la moderación estudiada, también puede ser don José. Y el lugarteniente del nuevo ‘one’: Rubalcaba.

Esta caricatura de don José Blanco es del diario 'El Público'.

HISTORIA DE BENITA EN VIGO

HISTORIA DE BENITA EN VIGO

Beatriz Rodríguez, una gallega en Chile, me vuelve a escribir y me manda esta nota sobre su abuela Benita [Mi padre se llamaba Benito. Benito do Touciñeiro]:

 

“Ella nació en Teis en 1888, vivía en el barrio de Lavadores y se casó con un músico que murió de pulmonía a los pocos años de casada, dejándola con un hijo de 2 años... mi padre.
Debió buscar el sustento y emigró a Montevideo para trabajar, dejando a su hijo con los abuelos. Al poco andar regresó a Vigo y a los 20 años fue mi padre quien huyendo del servicio militar en el norte de Africa, emigró a Tierra del Fuego, volvería a verla 30 años después, no quiso acompañarlo a este otro finis terre donde mi padre ya había formado su familia.
Benita falleció en Vigo en 1978”.

VALENTÍN, EL JOVEN FILÓSOFO

VALENTÍN, EL JOVEN FILÓSOFO

Uno de los compañeros que más admiraba yo en la Universidad, especialmente en el último curso, fue un estudiante de BUP, Valentín Escudero, vasco, sensible, con alma de filósofo. Nunca he vuelto a saber de él, pero a menudo me acuerdo de su lucidez, de su melancolía, de su energía y de su liderazgo. Creamos un pequeño grupo de amigos e íbamos a dar clases a Visantoña y a Filgueira, donde el cura nos dejó una casa. Entre otros amigos, andaban por allí Pepe García Fariña, Anxo Penabad, Antonio Roca (ahora un gran artista conceptual con parada y fonda en Italia: trabaja mucho en distintos lugares de Europa y de cuando en cuando retorna a su Cataluña natal), Ezquerra, el ovetense Antonio Fernández Fernández…

El amigo Mateo, 'el guitarrista incansable del sur', que es una mina de recuerdos (como Guillermo López, como tantos otros de aquellos imborrables días de la Laboral; acabo de ver por ahí a Pena Ventoso, que tenía alma de narrador y de poeta), ha colgado una foto suya. Una foto de Valentín Escudero, que vivía por aquellos días una hermosa e intensa historia de amor con una compañera de Caión, que era una de las primeras mujeres modernas que yo conocí. Era muy fácil enamorarse de ella por su misterio, por su pasmosa seguridad, por su independencia. A ellos, de algún modo, les dediqué un cuento lleno de recuerdos inventados y de ficciones: ‘Dos tardes con Beatriz de Sousa’…

1978, ZARAGOZA: FOTO DE VERANO

1978, ZARAGOZA: FOTO DE VERANO

Recibí otra carta de Guillermo López Pérez, de Venta de Baños (Palencia):

 

Cuando acabé en La Coruña fui un año a la Universidad de Alcalá de Henares para hacer Telecomunicaciones. Solo aguanté ese año. Después fui a la mili, donde hice el CIR en Zaragoza (que contradicción, yo fui a la mili y tú huyendo de ella…) y después a Jaca. Acabada la mili, me vine a mi pueblo, Venta de Baños, trabajé en varios sitios y finalmente entré en mi empresa actual, donde llevo 24 años.

 

*Guillermo ha colgado en el blog de la Universidad Laboral de 1973-1978 una foto que yo no recordaba y en la que me ha costado reconocerme. Lo más gracioso es que esa foto está tomada en junio o julio de 1978 en Zaragoza. Meses más tarde, me trasladaría yo a orillas del Ebro. Y no solo eso, Guillermo ha colgado una grabación, con un montaje fotográfico, de uno de mis temas preferidos: ‘Fonte do Araño’ de Emilio Cao.