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Antón Castro

REGRESO A EJULVE Y A SUS MIRADORES

REGRESO A EJULVE Y A SUS MIRADORES

Ejulve ha sido muy importante en mi vida y en mi literatura. Como se percibe, sin ir más lejos, en El testamento de amor de Patricio Julve (Destino, 1995 y 2000). Ahora voy menos y durante menos tiempo. Está demasiado entretejido de recuerdos y de sensaciones: cuando estoy vivo más hacia atrás que hacia delante. Me encanta asomarme al balcón de los abuelos y a ese mirador maravilloso, al otro lado del Calvario, que se extiende hacia Cantavieja y Aliaga. Ahí, a tus pies, bajo la sombra de los árboles y el canto incesante de los pájaros, se despliega un cuadro infinito de texturas y colores y haciendas. En el centro de la leve vaguada, parecía correr un hilillo de agua, se despliegan los viejos huertos, se reparten las fincas, y el conjunto tiene una atmósfera intemporal, llena de sugerencias y evocaciones. A veces, a los lejos, parecen oírse las voces de los campesinos fantasmas, de los pastores, el eco de un cháchara cerca del río, la confidencia de los primeros amores. Una de las primeras noches que fui a Ejulve, en el verano de 1979, mi novia me hablaba de un amigo suyo que llevaba a las mocetas a las eras y les invitaba a mirar las estrellas. Había un instante en que aprovechaba para acariciarles el hombro o el culo, si se atrevía a ir algo más lejos. Entonces, en aquellos días de hace casi treinta años, se intuían los noviazgos allá abajo, tras los matorrales: los amantes buscaban la complicidad de la fresca y la noche constelada. Si te encontrabas a alguien, a lo mejor te decía: “Hemos salido a buscar caracoles”. Nunca había visto a los caracoles como un talismán del amor.

 

Me senté como siempre en el mirador. Llevaba un libro –Obra periodística y literaria, lo compré en Alcampo por dos euros- de Gil Bel Mesonada (1895-1949), que nació en Utebo y recibió aquí a los grandes intelectuales aragoneses de los años 20, entre ellos Buñuel, González Bernal o el joven Federico Comps, y repasé muchos de sus artículos, su trayectoria de periódico en periódico, su elegía a su gran amigo Rafael Barradas, que se casó en Luco de Jiloca, y sus años de posguerra, bajo la protección del doctor Oliver, que hizo lo indecible para ocultar su pasado anarquista. Según cuentan los profesores y expertos en la época José Domingo Dueñas y Jesús Gómez Picabeo, Gil Bel abrazó un catolicismo sincero, escribió algunos libros con seudónimo, en particular la novela breve Fuego en el mar (que se incluye en el volumen), y murió de infarto en plena calle en 1949.  Es uno de esos personajes incómodos e incomodados y a la vez sabios: le apasionaba el arte contemporáneo, escribió de sus contemporáneos, y defendió siempre un anarquismo no violento. Me ha encantado fantasear con esas reuniones en Utebo de pintores, escritores, políticos, amigos de entonces, que ya empezaban a comerse el mundo.

 

También llevaba otro libro espléndido, y no sé si un tanto inacabado, de Leonid Andréyev: Los espectros (Acantilado; traducción de Nicolás Tasin), en el que relata la historia del subjefe de Administración Local Yegor T. Pomerántsev, que debe ingresar en una clínica privada, donde también está Petrof y un hombre raro que siempre está abriendo puertas. De inmediato, vemos que tras las murallas de esa gran fortaleza suceden cosas más o menos increíbles, de gran fuerza literaria: el solitario doctor no sabe que su enfermera se desvive por sus huesos, mientras él ahoga sus penas y su soledad con champagne en un garito nocturno rodeado de mujeres de la mala vida. Eso sí, contemporiza con elegancia con todos sus enfermos: que hablan con fantasmas, con espectros, que sueñan quiméricos diálogos, y que están en ese ambiguo territorio donde lo que se cree es tan poderoso como lo que se vive. O dicho de otro modo: lo que se vive imaginariamente es más poderoso aún que lo real. Andréyev posee una deliciosa característica rusa, que te invita a pensar en Chejov, Bulgakov o Turgueniev, especialmente: sus personajes transparentan humanidad, ternura, desamparo, son vivos, de carne y hueso, y te emocionan todo el rato. Al margen de los citados, esa enfermera enamorada también parece salida de los tristísimos episodios de amor imposible de Miguel Torga en su libro Cuentos de la montaña, un volumen que me fascina por completo, que estaría entre uno de los que me han marcado la vida –igual que el Romancero gitano de Lorca, las Leyendas de Bécquer, Cien años de soledad de Gabo, todo Borges y Cunqueiro e Historias e invenciones de Félix Muriel, de Rafael Dieste-.

2 comentarios

R. -

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José María -

Veo, Antón, que has aprovechado bien tu estancia en Ejulve. Yo viajo mañana a Aliaga y me acercaré a Ejulve en bicicleta. El paisaje de mi infancia volverá a mi retina y los recuerdos iniciarán un viaje sin retorno,
Tu descripción del paisaje, excelente.