LA VACA: UNA HISTORIA INMORTAL
Mi madre siempre tenía una vaca. Morena o Marela solían ser sus nombres más frecuentes. Tenía un carro para una sola vaca, y en él íbamos casi todos los días a un prado, cruzado por un regato que bajaba hacia el valle desde lo alto de la montaña. Aparecía y desaparecía entre juncos y zarzas, y se remansaba primero al pie de un pequeño vado y luego en la espesura del bosque. Creíamos que era un bosque fantástico: mi madre me decía que en su interior había pájaros misteriosos y una dama encantada que irrumpía desnuda, con un espejo en la mano, al atardecer. Decía también que en la parte más oscura había una manada de lobos. A veces se oía su aullido interminable.
Mi madre dejaba la vaca con el carro y recogía la hierba. Volvíamos a casa, y yo siempre iba entre los haces frescos. Me decía: “Si tienes miedo, canta”. Y yo cantaba lo más alto que podía. El eco de mi voz se multiplicaba. Cuando llegábamos a las primeras casas, me decía: “El miedo ya ha pasado. Deja de cantar”.
Mi abuelo paterno era tratante de ganado y albéitar, curandero de animales. A él le gustaban, sobre todo, los terneros. En una ocasión, nos trajo una pequeña becerra azafranada. Era preciosa y menuda, pero muy rebelde. Cuando iba a entrar en el establo, se revolvió, se zafó de la cuerda y se marchó a las montañas. Y allá fueron varios hombres y mi abuelo, y yo con ellos. La buscaron durante varias horas: por las minas abandonadas, por la explanada de guijarros, por la floresta tupida, en el arenal de la playa de Barrañán. Dieron con ella y regresaron lentamente a casa. Miraba a mi abuelo Jesús con los ojos preñados de emoción. Aquel hombre silencioso y firme era mi héroe. Cuando entró en la cuadra, yo iba detrás. Intentó escaparse de nuevo, pero no lo logró. Lo que sí hizo fue soltarme una coz terrible con sus primeras herraduras que me impactó en el pómulo izquierdo, muy cerca del ojo. Empecé a sangrar. Mi abuelo me cogió en sus brazos, me llevó a la cocina y me aplicó agua. Cuando vio que ya se me había pasado el susto, me dijo: “Siempre tendrás una historia que contarle a tus nietos. Esa señal la llevarás de por vida”.
Y es cierto, aún la llevo y le cuento a quien quiera oírme que una vez me pateó una ternera, que se hizo vaca y que llevaba el carro al prado. Mi madre, con un palo, la refrenaba al grito de “Amodiño, amodiño, Marela”. Despacio, Marela. Despacio.
*Esta fotografía de granjeros es de Andrés Deinum.
5 comentarios
Rafael Castillejo -
May -
May -
Hablo con Fernando: no tenemos nuestro día,lo sublima en hermosos versos. Ya pasará. Abrazos. pero él
Luisa -
Joaquín -
Saludos
Joaquín
PS: Estoy pensando en el título: ANTONOGÍA (con ene de Antón)) DE LA CARNE MARCADA