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Antón Castro

PILAR MARTÍNEZ BARCA EDITA A MANUEL PINILLOS

PILAR MARTÍNEZ BARCA EDITA A MANUEL PINILLOS

Hace algunos años escribí este texto sobre María Pilar Martínez Barca, que publica ahora su edición de la Poesía Completa de Manuel Pinillos en Prensas Universitarias y a la vez un nuevo poemario amoroso, erótico y místico, La manzana o el vértigo. Recupero el texto. La foto es un retrato de Edward Steichen, fotógrafo y pintor.

 

Cecilio Martínez, funcionario de correos recién jubilado, aparece en el salón con su hija. La ha cogido por las axilas y Pilar efectúa unos leves movimientos. Está acostumbrado a ello: durante muchos años debía subirle al cuarto piso sin ascensor de la calle Delicias o, como sucedió en un verano hermoso y arduo, cargarla a la espalda por las empinadas y interminables escaleras de la cueva del Drach, en Mallorca. Los pies de Pilar, casi inválidos, arañan las alfombras, rasgan las duras cuerdas de la guitarra del suelo. En la terraza, arreglada, con calefacción, ha colocado sus mesas de trabajo y dos sillas: una, de anea, con cojín y otra, ortopédica, azul como un mar oscuro. Muy cerca del ordenador, Pilar tiene una selección de sus artículos publicados en este diario, a la izquierda; y a la derecha, campan dos volúmenes esenciales para su trabajo: un manual reciente de ortografía y el “Diccionario ideológico de Julio Casares”. Pilar se sienta en su despacho con vistas: afuera se ve la primera araña del sol sobre los árboles, el cielo luminoso y los edificios que han ido multiplicándose a lo largo de los 25 años en que los Martínez han vivido allí.

Los padres, Cecilio y Eusebia, son de Velamazán (Soria), el pueblo de los antepasados y del estío inolvidable. Pilar nació en 1962 en Zaragoza, en la clínica de San Juan de Dios, pero un accidente de parto le produjo una parálisis cerebral. El padre fue trasladado a Lloret de Mar de 1964 a 1965, el clima favorecía el alivio de su hija, pero entonces padeció el batacazo de un sarampión que le cercenó de súbito su evolución. La niña no podría andar. Su infancia no fue nada fácil, aunque sus progenitores se empecinaron en que no se quedase rezagada: le leían relatos, le enseñaban las reglas elementales, le conseguían los libros adecuados. A los cinco años ya leía y hallaba en las fábulas y las historias antiguas un instante de solaz. Pilar ya había percibido que era distinta a las demás niñas: de entrada no iba a la escuela, ni lucía las batas rosadas ni salía a pasear por los parques. La timidez se aliaba con los primeros complejos. Su mundo se reducía al contexto familiar y al encierro. A veces, le ilusionaban “Los chiripitifláuticos” en el televisor. Aprobó los exámenes de Estudios Primarios y de Graduado Escolar, y se matriculó en BUP a distancia en el Instituto Goya. Iba a tutorías con Rosa Palacios, que impartía lecciones de Historia y Arte, y le puso en contacto, años después, con la pintora Isabel Guerra. Y también con Carmen Sender, hermano del narrador, quien, acaso sin intuirlo siquiera, le esclareció el porvenir: “Tú tienes que escribir porque tienes mucho que decir”.

Pilar, curiosamente, ya se sentía escritora en potencia. Componía versos desde hacía tiempo y era una lectora tan deleitosa como concienzuda. Los libros para ella no son materia de consumo o de entretenimiento exactamente: le cuesta leer, asimila con lentitud, pero entonces tenía idealizado el universo de los escritores. “Me parecían seres importantes y reconocidos con muchas cosas que decir. Un buen escritor, pensaba, no sólo dice lo que siente él sino lo que sienten los demás, y eso me parecía muy bello”. Pilar, al salir al Instituto Goya de vez en cuando, descubrió el mundo. Contaba con la ayuda de su tío Fermín, que lo mismo la llevaba a hacer fotocopias, que a comprar un libro o a una presentación. Era como un cómplice paciente que despreciaba la pereza. Además,  Pilar recibía en casa voluntarios de Auxilia, que le ayudaban a repasar las lecciones, y entre ellos venía José Carlos, al que ahora acaba de dedicar su cuarto poemario: “Se está bien aquí” (Huerga & Fierro). Era, es, un religioso camilo que se dedicaba a colaborar con enfermos, discapacitados o marginados y con el que estableció una hermosa relación que Pilar, en un arrebato de osadía, podría definir “como un amor platónico”.

Del Goya dio el salto a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza. Pilar, ahí, en esa aventura del recuerdo, se detiene y reflexiona: “Soy muy exigente y rebelde. Aún debiera serlo más. Y voluntariosa. Son ansiosa porque quiero más y estoy insegura. Las cosas me cuestan mucho esfuerzo y no tengo nada: necesito que reconozcan un poco que puedo escribir bien, necesito trabajo, un poco de dinero, editar más fuera de Aragón”. El campus, de entrada, era una fiesta: Pilar y su silla de ruedas disfrutaban del espacio, de los corredores; los compañeros la pasaban de aula en aula. Y tenía profesoras insustituibles como María Antonia Martín Zorraquino, Aurora Egido o Lola Albiac. Al principio, de tanto entusiasmo o temor, memorizaba las lecciones. Y se quedaba encantaba los autores clásicos y la literatura medieval, con el rigor metodológico. Un día, Aurora Egido, le recomendó que frecuentase más la biblioteca y que se fijase en los poetas que no conocía. Así se topaba con Kavafis, Luis Alberto de Cuenca, Jaime Siles, Antonio Colinas o María Victoria Atencia. Otro día también se encontró con la poesía aragonesa contemporánea y, en concreto, con Manuel Pinillos. Le llamó a casa y en cuanto el poeta oyó su voz quebrada y vacilante, pensó que alguien le estaba tomando el pelo. Colgó encolerizado, pero su esposa y musa Margarita Sanjuán resolvió el conflicto, y Pinillos volvió a ponerse. Concertaron una cita para después de Semana Santa, Pilar se fue de viaje, y cuando regresó el vate había muerto. Vio su biblioteca, leyó sus libros, hojeó sus papeles, aspiró el santuario íntimo del escritor y le dedicó diez años de su vida. Un resumen de su tesis se publicó con el título de “Manuel Pinillos o la consagración de la poesía” (IFC, 2000). Para entonces, Pilar ya había cumplido sus primeros sueños, había editado tres poemarios, se movía a sus anchas en una silla de ruedas eléctrica, y se le reveló el amor. “Había idealizado siempre la pasión, estaba en mi poesía, como lo está Dios: alguien que anda por ahí y que uno siente su llamada. Cuando el amor es real es más bonito, lo es todo, rompe los esquemas. Encontrar a alguien es precioso, pero lo más decisivo es encontrarte a ti misma con alguien”.

Murmura un nombre inaudible y mira afuera: el oro de la mañana tiembla en la enramada del parque.

 

1 comentario

Mayusta -

Admirable el trabajo de poeta y editora de Pilar. Ante tanto "genio" que se desangra las uñas por destacar con sus frivolidades, acaparar comentarios y salir en los papeles, esta labor preciosa, callada, difícil, llena de autenticidad, merece todo el apoyo. Tu texto, Antón, no puede describir mejor la heroicidad cotidiana de Pilar. La edición del recordado Manuel Pinillos será de lo mejor...Un fuerte abrazo.