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Antón Castro

'VAIVÉN', UN CUENTO DE MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

'VAIVÉN', UN CUENTO DE MIGUEL ÁNGEL MUÑOZ

                                                                                                                                                                                                                                                              Le pido a Miguel Ángel Muñoz, autor de 'El síndrome de Chejov’, uno de sus relatos de su próximo libro. Miguel Ángel  vendrá al Congreso de Periodismo Digital de Huesca el próximo viernes. Vendrá a hablar de su blog con Juan Cruz. Yo haré de moderador.

VAIVÉN                                                                                                                                               

 

 

     Para todos los lectores del blog

 

 

 

Richard Ford era gran amigo de Carver, y compartían largas jornadas de caza. Así aprendió el viejo y astuto cuentista alcohólico a seguir la pista, a quedar al acecho, y conoció a la perfección, durante los numerosos fines de semana que compartieron,  la geometría de la espalda del joven amigo escritor. Prefería que Ford abriera el camino, y seguir su buen olfato, para encontrar los animales sin demasiado esfuerzo. Carver se sentía cansado; la rodilla derecha comenzaba a fallarle, y procuraba que el otro no advirtiera sus gestos contrariados de dolor cuando atacaba las cuestas. Siempre supo que aquel tipo escuálido y ágil, al que habían echado de su trabajo como cronista deportivo, había escrito una novela maravillosa, El periodista deportivo, que le haría famoso. Tenía la seguridad de que llegaría lejos y le emocionaba pensar en que pudiera adoptar el papel de discípulo agradecido que preserva y difunde el legado de su maestro. Pero Rock Springs, el manuscrito que Richard Ford le había entregado unos días antes y cuya lectura apasionada le había obligado a leerlo cuanto antes, como si temiera morirse de un traicionero ataque al corazón antes de acabarlo, era una colección de cuentos. Cuando lo terminó, de madrugada, sintió necesidad de emborracharse. Emocionado pero también enrabietado, se bebió una botella de whisky. Estaba bien escribir novelas. Eso siempre estaba bien. Pero si Ford quería ser su amigo, su auténtico amigo, no debería meterse en su territorio, los cuentos, y mucho menos de esa manera altiva e insultante. Escribiendo una obra maestra. Por ello, Carver pasó el día de caza escrutando sus gestos y hablando muy poco, sin atreverse a reconocerle que ese libro era digno de él, su maestro.Al final de la tarde, cuando estaban a punto de darse por vencidos, apareció el gran ciervo que llevaban buscando desde el amanecer. Unos cazadores de la zona habían hablado con Richard Ford del animal, escurridizo y enérgico, por cuya cabeza se hacían apuestas cada vez más elevadas. Ford le hizo a Carver un gesto con la mano en alto, exigiéndole silencio, y el silencio se hizo. Disparó sin dudarlo, y se relajó, con la tranquilidad del que ha hecho su trabajo a la perfección. Carver no fue capaz de reaccionar. Ni siquiera consiguió moverse cuando Richard Ford subió la ligera pendiente y llegó hasta el ciervo derribado y acarició su frente caliente con las manos ríspidas de antiguo escritor de insulsas crónicas de béisbol, y desde allí arriba le llamó para que lo acompañara en la celebración del ejemplar cazado. Carver no habría sido capaz de disparar. Estaba paralizado. Una hora después, tras atar el animal a la furgoneta y antes de que Ford accionara la llave del contacto, Carver le dijo, con su voz rugosa y áspera como la ginebra, que había terminado de leer su libro. Ford le preguntó: «¿Qué te ha parecido?». Carver le confesó que era una maravilla. Muy bueno, casi tanto como Catedral. «No digas tonterías, Ray. Sabes perfectamente lo que pienso de Catedral. Nunca lo alcanzaré.» Carver insistió y le dijo que no se preocupase. Aún le quedaba mucho tiempo por delante y pensaba devolverle el golpe. El próximo libro de cuentos que escribiría sería su mejor obra y pondría el listón muy alto a Ford, para que le costase superarle una vez más. «¡Has empezado a escribir de nuevo, ¡qué bien!», se alegró Richard Ford. «No, no te emociones, en realidad aún no he hecho nada, pero empiezo a tener ideas.» «Cuéntame», lo animó, con la furgoneta bajando las primeras cuestas. Antes de que Carver supiera qué decirle, oyeron un fuerte ruido detrás. Carver se volvió. El brusco vaivén de la furgoneta había hecho que la cabeza del ciervo se soltara del nudo que la agarraba, con cuidado para no estropearla como trofeo, y la dobló hacia abajo, golpeando con el rápido movimiento el cristal de la parte de atrás de la cabina y dibujando una insólita postura de abandono, de paz, con la lengua colgando como un anfibio viscoso que habitase el interior del ciervo y hubiese muerto con él. En los ojos del animal había una expresión que Carver intentó definir: no era rabia, ni rebelión, ni por supuesto conciencia del final. Más bien recordaba al arrepentimiento que los niños muestran después de cometer una maldad, como si el animal fuese consciente de haber dado un paso en falso, de haber cometido un error fatal, después de tantas escaramuzas, de haber jugado al escondite durante varios años con las armas de los cazadores, y eso le hubiera conducido hasta aquella furgoneta que le transportaba con brusquedad sobre la grava y los socavones, hacia el pueblo, donde su cuerpo, troceado para carne y adorno, terminaría por desaparecer. Richard Ford insistió. «¿Qué idea te ronda la cabeza?» Carver miró por la ventanilla, y contempló la visión móvil del boscaje. Le respondió como si la idea fuese vieja, como si hubiese meditado mucho en ella. Le mintió por primera vez desde que se conocían. «He pensado mucho estos días en Chéjov, en su final. ¿Crees que el día que murió había flores en su habitación?»

*Esta foto de Eva Mendes corresponde a la agencia Reuters.

 

2 comentarios

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anonimo -

http://tertuliapedroprimero.espacioblog.com/post/2008/07/28/tres-rosas-amarillas-raymond-carver-27-06-08-lectura#c3991572