ÁNGEL OLGOSO Y SUS RELATOS
Antonio Serrano Cueto escribe de ‘Los demonios del lugar’ de uno de los grandes cuentistas españoles: Ángel Olgoso.
Acabo de terminar la lectura de Los demonios del lugar (Almuzara, 2007), el libro de relatos con que Ángel Olgoso ganó el I Premio Internacional de Terror Villa de Maracena. De Olgoso sólo conocía algunos relatos sueltos, pero había leído elogios por doquiera, los más cercanos por boca de mi amiga, la escritora Ángeles Prieto Barba. Ha sido una lectura endemoniada, como prometía el título del libro, porque desde el principio se me han llevado los diablos a ese lugar y no me han permitido descanso entre cuento y cuento. Gigantes que miman y enamoran a sus presas, difuntos que reciben con los ojos abiertos la primera paletada de tierra sobre su tumba, seres deformes que reniegan de su condición de deshechos de la naturaleza, demonios que pueblan las tormentas, rayos que fustigan el cuerpo de un niño como una maldición ingénita, el tiempo detenido en un ascensor, cráneos que ruedan por la pista de una bolera, un preso que intenta comprender el complejo espacio geométrico de su celda, un solo rostro que se quita numerosas máscaras superpuestas en una fiesta de carnaval, las manos cercenadas de un herrero que siguen forjando espadas en el secreto de la noche, un viajero que descubre en una cabaña que el mundo se sostuvo y sostiene en palafitos... Poe, Kafka, Borges, Cortázar...Todo un disfrute para los amantes del cuento fantástico, con el mérito añadido de una escritura espléndida, plagada de imágenes de atinado impacto visual, jalonada de adjetivaciones que se van sucediendo en una cadena de disposición milimétrica en la que poco o nada sobra. No siempre el género del relato fantástico se acompaña, como aquí, de un lenguaje rico y pulcro, de un estilo depurado que hace las delicias del lector que busca algo más que un oscuro portento en un cruce de caminos o una metamorfosis kafkiana frente a los fantasmas de un espejo. Estos demonios que he leído son seductores, tanto, que me apresuro a abrir otras puertas del universo literario de Olgoso.
MUJERES DESNUDAS BAJO
IMPERMEABLES MOJADOS
Ángel OLGOSO
Por primera vez Irina no acudió a nuestra cita de los
miércoles en la habitación treinta y cinco del hotel Basilea.
Inexplicablemente, no me avisó ni respondió luego a
mis llamadas. No acertaba a comprender por qué ella
—siempre tan puntual, tan cuidadosa, casi protocolaria—
había escamoteado ese encuentro. Durante días me
detuve a considerar la posibilidad de una enfermedad, de
un accidente, de una trampa, de una absurda venganza a la
que no hallaba sentido, tal vez significaba un preámbulo de
renuncia y separación. Este hecho imprevisible, doloroso,
me angustió hasta el punto de sentirme vacío, expulsado
de mi propia vida —la genuina, la que se fraguaba con la
dulzura de lo ilícito, con el palpitante ritual de nuestras
infi delidades— y arrojado de nuevo al insidioso adocenamiento
de mi vida cotidiana. Creía inarrebatables nuestra
absoluta intimidad, nuestro lenguaje confi dencial espolvoreando
los oídos, el corazón, los teléfonos, los muebles,
las esquinas, nuestro deseo itinerante que se saciaba etapa
a etapa desde hacía meses, nuestra ternura y gestos aprendidos
que sabíamos hijos del puro instinto y la vorágine,
nuestros cuatro días al mes de lluvia tibia, de sacudidas
de placer desbordante. Recé a dioses estrambóticos para
que la devolvieran a mi lado. Sentía una furiosa nostalgia
de su limpia melena color terracota, de sus labios un poco
belfos pero jugosos, de las grandes ciruelas escarchadas de
sus pezones, de su andar pausado, de la elegancia de sus
gestos amalgamada con la de su ropa.
Es el miércoles siguiente y espero a Irina en el anonimato
de la habitación treinta y cinco. Durante un tiempo
que presumo muy largo, con pasos circulares y un ramo de
zinnias en la mano, no abordo razones ni tomo determinación
alguna, sólo espero. Cuando Irina llama a la puerta
—habrá olvidado la llave— la hago pasar, absolviéndola
tácitamente, y beso su boca entreabierta y la abrazo y me
refugio en su cuerpo como un ciervo herido que buscara
menta para restañar sus desgarraduras. En la cama revuelta,
bajo la estampa de los mamelucos abriendo fuego con sus
espingardas, desbocado sobre Irina, creo percibir nuevamente
a sus recovecos abriéndose como nenúfares en un
lago de piel.
Pero hoy Irina parece envuelta en un velo de distancia
que no sé a qué atribuir. A un tiempo ávida y abstraída,
reducida al mutismo, de ademanes mecánicos y desabridos
y ojos dolientes. Con cada empellón, con cada espoleo,
siento como si nos bañásemos en un oscuro río, braceando
más y más profundo. No gime, no borbotea murmullos
de amor, apenas se oye su respiración. Y su desnudez,
que de ordinario tiene algo de nutria húmeda y lustrosa,
ofrece el aspecto de los cañaverales marchitos y la luna de
invierno. Una sensación extraña va ascendiendo desde el
fondo de mi mente entre ecos y golpeteos que resuenan en
mis sentidos, persuadiéndolos, intoxicándolos lentamente
de estupor y miedo. En la trabazón de nuestros cuerpos, la
presencia de Irina, su tacto, resultan irreales como nuestra
propia voz cuando nos llega a través de los huesos del
cráneo o por mediación de una máquina. Ella, de alguna
manera transubstanciada, no intenta en ningún momento
esconder la afl icción que asoma a sus ojos mora pálido,
esa especie de cicatriz de cualquier modo inocultable, ese
augurio irreversible, ese vislumbre aterrador. Me demoro
besando su cabello extendido, que esta tarde no es sino
una diadema de élitros de escarabajo, y cuando acaricio
sus mejillas —sin atreverme a desviar la mirada— obtengo
repentinamente evidencia de la rara y viscosa frialdad de
su piel, de su cualidad cerúlea, cadavérica.
De ‘Los demonios del lugar’. Ángel Olgoso. Almuzara, 2007. La foto es de August Sander.
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