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Antón Castro

MIGUEL HERNÁNDEZ DEL MONCAYO

MIGUEL HERNÁNDEZ DEL MONCAYO

Un poco antes del verano estuve en Orihuela y visité la casa de aquel joven cabrero, Miguel Hernández, que tenía alma de poeta y se inspiraba en su entorno y en Vicente Querol para redactar sus primeras composiciones. Se llevaba los libros y sus cuadernos al monte, miraba al ganado, las nubes o el poniente, y escribía. De vez en cuando, aparecía en los periódicos como un portento de la naturaleza. Miguel, nacido en 1910, aprendía del aire y de la luna de nardo, de su amigo Ramón Sijé y de los periódicos. Poco a poco fue descubriendo la gran poesía española del momento: la Generación del 27, que había rendido homenaje a Góngora, el creador de metáforas que retorcía la gramática en pos de una belleza definitiva. De su lectura, nació ‘Perito en lunas’; años después, de su crisis amorosa con su novia de siempre, Josefina, nacería ‘El rayo que no cesa’, que no era otro rayo que el del amor transformado en desamor, en llanto, en puro desespero. Aquel lapso del conflicto lo aprovechó Miguel para conocer a otras mujeres como Maruja Mallo: fue una pasión urgente y sexual; Maruja, “la mujer que mejor maldecía de Madrid”, era un torbellino de desinhibición. Luego ya vino la Guerra Civil, su militancia republicana, su condición de combatiente que aleccionaba con poemas, como ‘Teruel’, a la muchedumbre. Miguel fue de los perdedores, incluso eligió mal el camino de la huida: Portugal. Pasó sus últimos años en la cárcel y allí escribió ‘Cancionero y romancero de ausencias’, un libro torrencial y triste, el temblor de la sangre y la tierra, poesía de la vida, de la ausencia, de la muerte que acechaba y que llegó en 1942. Este poeta pastor fue recordado en el Moncayo, y en su apéndice más legendario: Veruela, el solar de la poesía, casi el último refugio del romántico Bécquer. Ahí empezó a celebrarse su centenario.

*En la foto, la pintora Maruja Mallo, amante de Miguel Hernández y novia durante varios años de Rafael Alberti.

 

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