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Antón Castro

GALAR: 'LA ISLA DE LOS PELÍCANOS'

GALAR: 'LA ISLA DE LOS PELÍCANOS'

FRAGMENTO DE ‘LA ISLA DE LOS PELÍCANOS’

Prames, 2010-04-23

Por José Luis Galar

 

Pretendo contar aquí una historia que siendo sincero conmigo mismo no puedo aspirar a que sea creída por ninguno de los sufridos lectores que en el asiento de un autobús recorriendo las carreteras del anchuroso mundo o en la sala de un aeropuerto o en una estación de ferrocarril o instalados cómodamente en el sillón de su casa bajo una cálida luz irradiada por una lámpara de cristales multicolores, amorosamente colocada junto a un café con leche sobre una mesa camilla vestida con faldas de fieltro verde, tengan la admirable paciencia de leer hasta el final.

Siempre fui un alumno aventajado. Uno de esos que sacan buenas notas en el colegio y del cual sus profesores se sienten orgullosos. Es normal, pues ven que sus esfuerzos invertidos en imbuir conocimientos y en moldear la personalidad de su discípulo no resultan vacuos.

Sin embargo, no querría pecar de inmodesto si añado que para obtener esos magníficos resultados académicos, a los esfuerzos siempre útiles y nunca bien ponderados de mis maestros debía sumarse una media de inteligencia más alta de lo normal (de la cual no me puedo sentir orgulloso por no haber hecho nada para merecerla, siéndome dada en kit de útiles de supervivencia para la vida en el momento de mi nacimiento); y también debía sumarse mi esfuerzo personal, del que sí me siento orgulloso, ya que el esfuerzo depende del libre albedrío del individuo.

Estos éxitos en el colegio me llevaron a la universidad, donde coseché mis buenas matrículas de honor en los estudios; sin embargo, era el mayor cosechero de cucurbitáceas en asuntos del corazón que se había visto en el campus.

Nadie está del todo contento con lo que tiene, por lo que unos envidiaban mis matrículas de honor y yo, aunque nunca lo reconocí en público porque uno tiene su dignidad, envidiaba de alguna manera el éxito de algunos de mis amigos y compañeros con las chicas.

La lima del tiempo nos va igualando a todos, y una vez fuera de la facultad lo que menos importa para el éxito profesional son los conocimientos. Lo que importa es la malla de contactos y relaciones que te envuelve: que tu padre sea de una familia patricia, un funcionario de peso, que tu madre conozca al responsable de la asesoría jurídica de alguna compañía pública o privada, que te pegues el braguetazo con la hija del síndico de la Bolsa y cosas por el estilo.

¿Dije que el tiempo nos iguala a todos? Realmente, me refería a las carreras profesionales, que casi siempre son de fondo, porque en el otro sentido solo me he igualado conmigo mismo, y después de muchos años sigo sin comerme una rosca.

Pero eso ya no me importa, porque el discurrir de los años nos va cambiando el orden de prioridades, y la FEA (feniletilamina), esa hormona juguetona y presunta culpable del enamoramiento, se va eclipsando; y al final te importa un bledo descubrir que la señora rubia teñida y algo ajamonada, que resulta ser la misma compañera fina y linda de tus tiempos de estudiante, no te mira desde el asiento opuesto del autobús urbano en el que viajas. Y con mal disimulado horror piensas si se trata de la misma en realidad, porque ni su cuerpo es el mismo –a la vista está– ni seguramente su alma, porque las vivencias transforman a las personas.

Pero esto que estoy escribiendo no tiene nada de increíble, son simples reflexiones, y me he comprometido a contar una historia por demás inaudita. Ahí va.

Acabé mi carrera y no tardó el Departamento de Botánica en proponerme como becario a cambio de un sueldo miserable y la promesa de que tal vez algún día pudiera optar a plaza y quién sabe si a cátedra –esto último me parecía algo difícil, ya que el dueño actual de la cátedra era solamente diez o doce años mayor que yo–. Además, ya se sabe que el pago con esperanza es el que más agradecen los que nada tienen.

Como en aquel tiempo yo no tenía a nadie que conociera a magnates ni mucho menos la posibilidad de casarme con la hija del síndico de la Bolsa, acepté el trabajo.

Así que fue el más puro azar quien me llevó al camino profesional de la enseñanza y de la investigación, como también ha sido el azar quien me ha llevado después de su mano por tantas sendas y veredas insospechadas que jamás hubiera imaginado.

Invertí –más bien gasté– cinco años de trabajos forzados para doctorarme con una tesis de dudosa utilidad para el mundo real que existe extramuros de las universidades, y puede que también fútil para el campanudo mundo virtual de intramuros.

Mi sobresaliente cum laude en la defensa de mi tesis junto a la sospecha de que podía hacerle frente en la obtención de plaza al hijo de un catedrático de la Universidad con aspiraciones a la misma plaza que yo, pero con menos posibilidades intelectualmente hablando, me valió el destierro en forma de trabajo de campo a la Isla de los Pelícanos.

Fue allí, en aquel lugar situado en medio de la nada, donde comenzó una historia singular.

Los destierros encubiertos siempre vienen rodeados de felicitaciones y caras de alegría. Mis superiores en el departamento me dieron una fiesta de despedida plagada de abrazos y enhorabuenas –no se de qué– deseándome que mi estancia en aquel paraíso fuera enormemente fructífera. Prometían echarme de menos, aunque se quedaban contentos sabiendo que iba a realizar un estudio de campo de tan alta categoría.

 

*José Luis Galar había publicado en 1999 ‘La isla de los pelícanos’ en el sello Egido Editorial. Ahora rescata ese texto y lo reedita en el sello Prames. Hoy firma libros en el paseo de la Independencia. Amablemente, Galar me ha enviado este fragmento de su novela.

1 comentario

Mª Ascensión -

Una obra maravillosa de nuestro querido José Luis.