'EPITAFIO' DE PALOMA GONZÁLEZ
Fragmento de la novela 'Epitafio' de Paloma González, una de las que se presenta hoy.
Por Paloma GONZÁLEZ
Durante cuarenta y ocho horas tuve una conciencia plena de la pérdida de amabilidad. Las veinticuatro horas siguientes fui una víctima de mi pérdida. Atribuí a la luz aquel extraño fenómeno que aparejó un cambio de signo en mi vida. No me gusta dejar estos temas abiertos, me refiero a la culpabilidad de la luz y mi propia transformación. Me siento obligado a ofrecer una explicación, porque aunque yo, como todo el mundo, sueño con guardar un mensaje en una botella y dejarla a la deriva, tras regresar al adocenamiento, he comprendido que no podría hacerlo, que formo parte de la legión de náufragos fingidos que si dejaran un mensaje en una botella, no confiarían en el azar, sino que irían detrás nadando, empujando con las puntas de los dedos para que el mensaje llegue exactamente a su destino y, antes de alcanzar la playa, todavía se desviarían al lugar habitado más cercano para redactar un telegrama advirtiendo al destinatario del mensaje del lugar y la hora a la que la botella tocará sus pies.
La luz, me es necesario explicarlo, opera transformaciones asombrosas. La luz diáfana me aterra, recomponer una imagen sobre la que la luz arroja una transparencia perfecta dificulta en gran medida las tareas de reconstrucción de las formas, la reunión o recolección de fragmentos, tarea que se simplifica cuando la luz sesgada no nos confunde, cuando las sombras confieren a las formas un relieve reconocible.
Así, una mañana de luz diáfana yo me antojo un desierto, una masa de agua plana y espejeante. Sin sombras, soy plano. No sé qué fragmentos de mí recoger ni cómo encajan los unos en los otros. La totalidad no dice absolutamente nada. Digamos que nunca he sido un buen cartógrafo. Mas bien un ahechador de sombras, un sepulturero.
El miedo es la nube que siembra los relieves de sombras. Eso y la revelación de que no estamos preparados para leer emociones distintas de las que esperamos de los demás, de modo que mi claudicación no ha sido interpretada desde el ángulo del miedo, sino del arrepentimiento.
El lunes por la mañana mi desamabilidad es un episodio lejano y yo soy de nuevo el objetivo de la cámara. No la mirada.
Vagamente consciente, gracias a las revelaciones que me regalaron los días de desamabilidad, de que mi futuro próximo va a estar regido por el signo de la expiación, siento algo parecido a lo que de niños esperaríamos de la penitencia tras el pecado y la confesión: el alivio, convertirnos en el espacio en blanco sobre el que tal vez se pueda volver un día a pecar sin atraerse la condenación eterna por la acumulación de faltas irredentas.
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