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Antón Castro

EL TANGO DE DAVID TORREJÓN

EL TANGO DE DAVID TORREJÓN

El escritor y periodista David Torrejón (Madrid, 1958) –David Torrejón y no David Tejedor, como figura en otro lugar de mi blog- es el autor de una estupenda y vibrante novela de aventuras, de indagación, de automovilismo, de atmósfera negra en ocasiones: ‘Tango para un copiloto herido’ (Ediciones de la Discreta), que presentó en Cálamo el pasado junio con Paloma González y José García Caneiro. Con total amabilidad, David Torrejón me envía un fragmento de su libro, que transcurre durante la Carrera Panamericana de principios de los años 50.

 TANGO PARA UN COPILOTO HERIDO (Fragmento)

Por David TORREJÓN

.- ¿Te gusta el tango?

.- Ayer-comencé a recitar con acento porteño-

 cuando te vi tan altanera.

Pasar con el que fuera mi rival

Pensé en aquellas quince primaveras

Que dio más hermosura a tu mirar.

Me gusta el tango, el antiguo, pero también el renovado, o el sinfónico de Piazzola.

.- ¿Quién?

.- No te preocupes. Seguro que oímos algo suyo esta noche. Ya te avisaré.

Así fue, claro. En un entreacto en medio de bailes acrobáticos, que estaban empezando ya a aburrirme, se quedó solo en el escenario un cuarteto de contrabajo, guitarra, violín y bandoneón. Pronto atacaron los acordes de Oblivion. Aquella música era única para rasgarte el alma. No importaba cuántas veces la hubiese oído, conseguía clavarse en un punto determinado de mis tripas. Sus notas tenían la capacidad de mostrarme todo lo que había podido ser y no fue, todos mis fracasos personales, mi omnipresente Beth, mis agendas, mi hijo que vería crecer de lejos, mi buscada pero no por eso menos triste soledad. La odiaba, pero no podía dejar de escucharla. O sí. Tomé a Irene de la mano y le dije: “Vámonos”. Ella me siguió sin rechistar. Iban a ser los veinte minutos más caros de mi vida, pero me rebelé contra el tango doloroso, contra Piazzola, contra la melancolía, contra la derrota que está siempre implícita en sus letras y sus notas. Irene me había hecho una herida en Punta del Este el día que entró en mi habitación y, lejos de cerrarse, se había ido ensanchando. No, no era la herida de su cuerpo ansioso y rechazado, sino esa explicación tan certera que me soltó entre risas y lágrimas. “Pienso en tus treinta y dos novias -me dijo entonces-. Las pobres. Creyéndose seducidas y abandonadas por un donjuán de las bibliotecas, fueron vencidas por el simple recuerdo de una mujer que estaba al otro lado del océano”.

Era tan cierto que dolía. Esa maldita música me hurgaba en esa herida y me convertía en un pelele de ese sentimiento. Y no estaba dispuesto a consentirlo. Pregunté a un camarero si había alguna forma de abandonar el local que no fuera la puerta principal y se ofreció a acompañarnos. Seguramente el billete que le enseñé mejoró su capacidad de colaboración. Atravesamos la cocina y pronto estuvimos en un callejón.

.- ¿Huimos de los tipos del Megane, o de la música? –me preguntó Irene en la calle, todavía cogidos de la mano y, en ese preciso momento, me di cuenta de dos cosas. De que era una mujer extraordinaria y de lo maravillosamente que sonaba su voz. Una voz que aún descubría el mundo de sorpresa en sorpresa.

.- De la música, de mi pasado, de mi estupidez –le respondí antes de besarla y estrecharla fuertemente. Ella me correspondió con pasión. Noté cómo su cuerpo fibroso se estremecía vibrando en mis brazos.

Cuando nuestros labios se separaron y nos miramos a los ojos fue como si ella hubiese madurado diez años de golpe y yo me hubiese librado de dos décadas de lastre inútil. Como si nunca hubiese arrancado de Londres una furgoneta cargada de vestidos indios camino de España.

.- Odio el tango. Odio a Piazzola –dije.

.- Eso es porque los amas. A mí me odiabas y ahora fíjate.

 

Nos aseguramos de que nadie nos seguía y tomamos un taxi a la Boca. Ella se acurrucó en mi regazo, seguramente como había hecho en el de su abuela quince años antes. Estaba tranquila. Como si Xan el aparecido y la Santa Compaña entera se estuviesen despidiendo de ella para siempre. Como si tuviese claro que ya había pasado todo lo malo. Como si estuviese segura de que ese iba a ser su lugar durante mucho, mucho tiempo. Paseamos agarrados por la Boca hasta perdernos por completo, sin ser muy conscientes de lo que nos rodeaba. Una música de tango comenzó a llamarnos desde algún punto y fuimos hacia ella. Era un solitario bandoneonista. Una pareja de jóvenes turistas con mochila lo escuchaba sentada en el suelo. “Toque lo que quiera, pero que no sea de Piazzola”, le dije mientras dejaba caer un billete dentro de la funda de su instrumento. Atacó Volver con maestría. Tomé a Irene y le dije con chulería porteña “Vos dejate llevar”. Y bailamos un tango. El mejor tango que nunca podré volver a trenzar. A pesar de bailar mil veces mejor que yo, Irene se dejó llevar. Yo la movía sin esfuerzo. Era como si flotase sobre el suelo, como si intuyese cada movimiento mío. Estábamos en una pequeña placita pero teníamos todo el espacio del mundo para movernos. Y recorrimos ese mundo de arriba abajo mientras nuestros cuerpos se hacían cómplices uniéndose y separándose como el fuelle del bandoneón. Terminamos besándonos de nuevo en escorzo horizontal. Me pareció oír unos aplausos, pero no miré atrás. Seguimos andando aferrados el uno al otro.

 

*Fragmento de ‘Tango para un copiloto herido’. David Torrejón. Ediciones de la Discreta. Madrid. La foto me la ha enviado el propio autor.

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