CASTELLÓN EN EL CENTRO DE HISTORIA
Esta tarde, dentro del ciclo Proyectaragon IV, que dirige con entusiasmo y con criterio Vicky Calavia, se proyecta la película ‘Las gallinas de Cervantes’ de Alfredo Castellón Molina, que está basada en un texto de Ramón José Sender. El acto empieza a las 19.30 con un pequeño encuentro con Alfredo, que estará acompañado del crítico, profesor e historiador del cine Pablo Pérez Rubio, y del periodista Antón Castro. Luego se proyectará la película y habrá una posterior mesa redonda. Será en el Centro de Historia. Recupero aquí una entrevista con Alfredo que apareció en mi libro ‘Vidas de cine’ (Ibercaja, BArC, 2004).
Castellón y Raúl Artigot.
ALFREDO CASTELLON:
LUIS BUÑUEL ES MI MAESTRO
Julio Alejandro, en su casa de la playa, en Jávea, le dijo tras un mes de colaboración en el guión de San Manuel Bueno, mártir: “Que raro eres, hijo mío”. Alfredo Castellón se define a sí mismo como muy tesonero, muy aragonés, capaz de no parar hasta vender lo que sea: un guión, un proyecto teatral, apuntes de Derecho o retales de tela. Este realizador y escritor es un aventurero insaciable: fue pícaro, viajero por Roma y París, contertulio en el Niké, paseante romano junto a María Zambrano, atleta, meritorio con Michelangelo Antonioni, cineasta surrealista y uno de los hombres claves en series, Estudios 1, documentales y programas de Televisión Española desde 1956, es decir, durante casi 40 años. Hablamos con un empecinado divertido y afectuoso.
-Mi padre, Manuel Castellón, se dedicaba al negocio de las maderas y mi madre, Isabel Molina, a sus labores. La Guerra Civil nos cogió en Barcelona, pero a los pocos meses nos fuimos a Burriana, donde un ingeniero aragonés, amigo de mi padre, OIiden, construía el puerto de la ciudad. Nos instalamos en una masía, a cuya puerta llegaba el mar. Veinte años después de todo aquello, mi madre me dijo que volviese, y entonces el mar ya estaba lejos porque habían cerrado el puerto, y aquella mirada del mar que yo tenía de niño y que tanto había influido en mí sufrió un verdadero trauma. Empecé hablando valenciano. Mi padre trabajaba en el puerto y no lo movilizaron, aunque tanto a él como al ingeniero y a otros amigos los persiguieron y se escondieron en un bosque de naranjos. Los niños les llevábamos comida al naranjal, y cuando presentían el peligro, se ocultaban hacia dentro, bajo un gran montículo de hojas secas. Me acuerdo del primer delfín que llegó muerto a la arena; le hicieron un agujero en la arena y lo enterraron con cal viva. El peligro fue incrementándose durante la Guerra civil: las fuerzas regulares de Franco entraban y salían libremente con los moros, hubo muchos fusilamientos, se paralizó el puerto y sucedió algo terrible. Los delfines acudían al griterío de los niños pero un día vimos que se hacían no agujeros sino zanjas muy alargadas y que venían varios camiones que vaciaban sus volquetes en ellas, luego se cubrían con cal viva, pero entonces ya no se enterraban los delfines sino a los hombres muertos o fusilados en la contienda. Esa es mi última imagen de Burriana.
Tras esa visión espeluznante Alfredo Castellón regresó a Zaragoza e ingresó en el colegio de los Jesuitas. "No aprobé nunca un curso completo. Era muy botarate. Tenía dificultades de todo tipo porque mezclaba el castellano con el valenciano y el catalán", dice. Sin embargo en aquellos días era imposible soñar el paraíso, Alfredo encontró un remedo en la casa de la abuela Ciriaca –todo un personaje, lista, dispuesta; maternal y ardiente-, donde se juntaba toda la familia: hijos, hermanos, sobrinos, nietos. Allí el niño salvaje que había sido en Burriana, entre naranjos, "con todos los pillos del mundo", volvió a serlo con sus primos, bribones y pícaros, en una nueva pillería de clan. "Era muy bonito aquel ambiente para nosotros: vivíamos en comunidad y los primos nos enamorábamos locamente de las primas. Éramos felices a pesar del racionamiento". Al cabo de un año o así, su padre recobró su negocio de maderas y la familia Castellón Molina pudo tener una casa en el barrio de la Paz.
-Nunca fui buen estudiante, pero aprobé la Reválida a la primera. Y gracias a mi afición por el deporte y la montaña adquirí amistades distintas a las del colegio. Ahí están Alberto Portera, Alonso Lej, Barrachina o José Luis López Zubero. En atletismo nos entrenábamos por la noche en la Plaza de los Sitios con sillas en vez de vallas, y los entrenamientos más serios eran en el viejo campo de Torrero. He sido récord de Aragón durante bastante tiempo en 400 metros vallas, en Granada conquisté el record universitario nacional, y también solía participar en relevos de 4 x 100 y 4 x 400. Jugué mucho a baloncesto como alero. Ángel Anadón era entonces jugador y manager del Helios y discutíamos las tácticas y preparábamos los partidos en una de las salitas del Principal con López Zubero, Enrique y Cipriano Octavio y Félez, entre otros. El primer viaje que hicimos al extranjero fue a Pau y París. Éramos el equipo de la Universidad aragonesa y perdimos en París contra la Universidad del Bearn, creo, por un margen de diez puntos, más o menos. La Federación Española de Baloncesto nos criticó desde el diario Marca diciendo que éramos unos inconscientes.
-¿Continuó usted con el atletismo?
-Sí, luego me fui a Madrid a la Escuela de Cine y vivía en el colegio Mayor Cardenal Cisneros. Bajaba a correr con el poema hecho...
-¿Con el poema hecho?¿Qué quiere decir?
-Sí. En el cuarto había escrito un poema, y durante las sesiones de footing lo iba corrigiendo. Solía llevar bolígrafo y papel y me paraba a corregirlo. Al oxigenársete la mente tanto, ese oxígeno que ibas metiendo te suministraba muchas ideas para cambiar el poema y hacerlo más brillante. Esa costumbre la sigo teniendo ahora en que por prescripción facultativa tengo que andar siete kilómetros al día: he vuelto a coger la libreta y el lápiz para tomar notas o apuntar lo que sea.
La vida de Alfredo Castellón es como un scalextric o como una goma: avanza y retrocede por ella, a su antojo, no sabemos nunca con certeza qué estaba haciendo en 1948, dónde vivía en 1951 o cómo era posible que durante siete años consecutivos pasase todos los octubres en París. Sabemos sí que se matriculó en Derecho en la Universidad de Zaragoza, donde destacó por su astucia y la modernidad de sus chuletas y por su buen olfato para los negocios.
-Mi rendimiento, aún sin aprobar todo, fue relativamente bueno. Ahí lo que hice con mi amigo Pepito Pérez Gállego fue vender apuntes y nos convertíamos en unos negociantes hasta octubre. Llegábamos a conseguir hasta 100 pesetas diarias que nos permitían presumir en el café e invitar a los amigos. Con ese dinero nos íbamos a París pero en realidad no llevábamos dinero en el bolsillo sino cosas para vender: sobre todo retales de tela de traje. Aquí estaban baratísimos y en Francia muy caros. Vendíamos todos los retales en el mismo tren, antes de pasar Canfranc ya era nuestro gran negocio. Cuando salimos con el equipo hicimos lo mismo.
-¿Qué hacían en París?
-Íbamos al teatro y a la Cinemateca. En esa aventura estaban implicados Julio Diamante y Antonio Saura, a veces. Nuestro truco consistía en que comprábamos una entrada y el que accedía al cine, cuando se apagaba la luz, nos abría la puerta de incendios, entrábamos todos y nos sentábamos en el suelo en la primera fila. Al cabo de un instante pasaba la madame que nos decía de malas maneras. "Pasad por la cola, pasad por la cola. Siempre los españoles, siempre los españoles". Allí veíamos el cine más maravilloso del mundo: El viento de Víctor Sjöstrom, películas de Eisenstein y Pudovkin.
-Supongo que entre viaje y viaje; usted seguía estudiando...
-Sí, claro, pero como aquí en Zaragoza el catedrático Herce había puesto muy caro el Mercantil y el Procesal, yo me matriculé en Oviedo. Puedo decir que cuando se enteraron de eso, se matricularon allí no sólo compañeros de mi curso, sino que hubo toda una peregrinación de estudiantes que se alargó durante cinco años más. Luego trasladé mi matrícula a Santiago de Compostela, adonde llegué con el Mercantil de cuarto y quinto suspendido. Había un profesor muy simpático, casi un ángel, que se llamaba don José. Yo había hecho un viaje en autostop desde Roma a Santiago que había durado quince días, alimentándome sólo con pan y queso, pan y chocolate. Me animé a ir a su casa y me recibió su mujer. Le monté un gran show: le conté mi viaje, le dije que sólo comía caldo gallego, que no tenía ni un duro, por eso sería, dije, sería tan importante para mí superar el Mercantil. Salió Don José y me dijo: "Ya veremos qué puedo hacer, pero no suelo aprobar dos cursos en una sola vez”. Me aprobó.
Hemos dicho que la vida de Castellón es como un scalextric. Quizá también pudiéramos decir que es como un chicle, no soporta bien las cronologías. O acaso no las soporte él mismo, narrador infatigable, contador de historias y de sucesos de modo torrencial como El suplicante, adorable parlanchín. Sabemos que a finales de los 40 ingresó en la Escuela de Cine de Madrid...
-Estuve dos años. Por entonces existía un ambiente muy elemental, tanto que cuando quise realizar mi primera película, Jarillo García (y la cito porque acaba de encontrarla el historiador y cineasta Fernando Méndez Leite) la hice en cine mudo, muy influenciado por Cesare Zavattini y el neorrealismo. Por allí andaban Julio Diamante, Ramón Zulaika, Carlos Saura, Juan García Atienza, que ahora se dedica al esoterismo, o Jesús Fernández Santos, el narrador de Cabezas rapadas o Los bravos, que hacía muchos cortos. Realicé varios documentales sobre Velázquez y su mundo. Y al cabo de un tiempo, Luis García Berlanga me dio una carta de recomendación para Michelangelo Antonioni, que iba a rodar Las amigas. Me fui a Roma, a Cinecittá, y trabajé de meritorio...
-Siempre había creído que había ido a Roma a estudiar en la Escuela de Cine...
-Verá. Trabajé con Antonioni, pero se acabó el dinero y el rodaje en exteriores se retrasó bastante. Entré en contacto con el director de la Escuela y me incorporé a ella. Estuve dos cursos. Coincidí, como alumno, con el austríaco Peter Kubelka, que ahora hace cine de vanguardia en Nueva York, y con Gutiérrez Alea, que era de un curso anterior, con el cual he tomado más de un café. Participé en varios documentales con Silvio Maestranzi. Entonces yo ya soñaba con ser cineasta surrealista. Buñuel es mi director ideal, mi maestro. Quisimos hacer un cuento mío, El suplicante, pero no se llegó a hacer. En Roma aprendí mucho de técnicas de montaje (empalmes, trucos, etc.), la señora Rosana me pasaba en la moviola todas las películas mudas. También recuerdo el hambre, que enlazaba con el hambre de nuestra posguerra. Vivía con Kubelka y con Tranto, un pintor vietnamita, en una fonda cerca de Cinecittá que pertenecía a un barrendero llamado Galizzia. Cada vez que volvía con un pedazo de pan a casa, lo primero que me encontraba era el escobón.
-¿Cómo fue su relación con Antonioni?
-Era muy frío pero simpático. La que en realidad se portó muy bien fue la actriz Rosana Podestá, que estaba siempre acompañada de su madre y me invitaba a su casa a tomar el té. Una de mis mejores amistades en Roma fue María Zambrano, a la cual le dediqué más tardes algunos trabajos en vídeo. Yo ya había escrito cosas, había publicado en Blanco y negro ante el estupor de las gentes del Niké, que no veían nada bien a los deportistas, y María me invitó a colaborar en su revista Boteghe oscure, que publicaba en varios idiomas. En aquel número colaboraron Carlos Barral, Gil de Biedma, Claudio Rodríguez y Adlfo Bioy Casares, entre otros. Nos veíamos todos los días; la acompañaba a darle de comer a los gatos y conversábamos en el parque. Tengo maravillosos recuerdos de la autora de Claros del bosque.
De pronto, con 56 años, falleció su padre y Alfredo Castellón regresó para hacerse cargo de su negocio y ayudar a su madre y a sus hermanos Maribel y Antonio, experto en teatro, que fallecería prematuramente. Poco después, iniciaba una nueva travesía: se incorporaba como realizador a TVE en 1956.
-¿Cómo podríamos resumir su presencia en TVE?
-En 1958, durante las fiestas del Pilar emití por primera vez con la Unidad Móvil de televisión, que era inglesa. Emitimos fútbol, los toros y desde la Feria de Muestras, donde hicimos un travelling de 220 metros. He hecho Teatro breve y series tan conocidas como Visto para sentencia, La familia de los Martínez, El último café o Palma y Don Jaime, con José Luis López Vázquez y Elena María Teijeiro, la primera que se realizó. También recuerdo con mucho cariño Las nubes de Aristófanes con Tip y Coll juntos por primera vez. Televisión me dio la oportunidad de hacer teatro, documentales, series, pero al mismo tiempo me mató la ilusión del cine.
--En esos tiempos, usted debió batallar lo suyo con la censura.
--Desde luego. No se trataba sólo de la censura que te imponían, sino de la que te imponías tú. Si dejabas pasar algo te ibas a la calle. Te llamaban y te decían: “Usted nos ha metido un gol o ha pecado de imprevisión”. Te sentías obligado a ser tu propio censor. Algunas censuras me dolieron mucho: el corte de 25 minutos que me hicieron en un programa de una hora sobre Antonio Machado. Y con una novela mía, que se llamaba El príncipe. Se grabó la novela, pero luego borraban la voz de los actores cuando decían príncipe. Era una cosa increíble, una falta total de inteligencia. Me da vergüenza contarlo. Yo vi la novela con lágrimas en los ojos. También la censura literaria me prohibió un prólogo que María Zambrano había escrito para un libro infantil: El más pequeño del bosque.
Y padecí una cruel censura en Platero y yo (1965), basada en el libro de Juan Ramón Jiménez, que es una película incompleta que sufrió cinco cortes y fue declarada no apta para menores. “Pero esta mierda, dijeron, ¿va a ser apta para menores, con esos obreros caminando?”. Había momentos que recordaban al cine ruso. Tuvo una distribución horrible. Estaba interpretada por Simón Martín, cuyo padre era un banquero londinense, al que no sé cuánto dinero le estafaron. Yo tenía la espada de Damocles en mi cabeza, porque había incluso un director para sustituirme, Klimovsky, que había cobrado y todo. Rodamos en Huelva y en la casa de Juan Ramón, y elegimos el punto de vista de la Loca, a la cual le dedica el libro el poeta.
--Sin duda, su película más celebrada es Las gallinas de Cervantes (1987), basada en el cuento homónimo de Ramón José Sender.
-Vine a Zaragoza y descubrí en la librería de Inocencio Ruiz un libro de relatos de Sender en el que venía Las gallinas de Cervantes. Me pareció que allí había un guión; cuando lo presenté, me dijeron que era una patochada. Luché con esa idea y gracias al productor Salvador Agustín, cuya mujer era aragonesa, pudo salir la película adelante. Se rodó en 1987, aunque en medio yo tuve una angina de pecho (igual que le ha ocurrido ahora a Eloy Fernández Clemente, pobrecito, qué generosidad la de esta tierra con seres como él), y recibió el premio Europa en 1988. El surrealismo de la cinta se entendió mejor en Francia que aquí. Es la historia del fugaz matrimonio de Cervantes con una mujer extraña, que tenía la facultad de convertirse en gallina. Es una película de época, transcurre en el siglo XVII., pero yo hacía aparecer a Sender en el principio de la cinta. Está interpretada por Miguel Rellán y Marra Fernández Muro.
--¿Cuáles han sido las constantes de su trabajo, su estética?
-Siempre me ha gustado la ruptura, el automatismo con ideas e inspiración, no el vulgar juego de café. En cine me identifico, además de con Luis Buñuel, con Salvador Dalí, Alejandro Jodorowsky y Kubelka; en el teatro con el absurdo de Tardieu. Ahora mi gran sueño es llevar al cine nuestro guión de San Manuel Bueno, mártir, de Julio Alejandro y mío, quizá lo haga en México con un actor español. Lo escribimos en Javea, junto al mar, y ha sido una de las experiencias más hermosas de mi vida. Julio era un hombre irrepetible.
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