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Antón Castro

MARTA FERNÁNDEZ MURO, CUENTISTA

Marta Fernández Muro es una actriz de cine, teatro y televisión sobradamente conocida. Por ejemplo, entre títulos ya más lejanos, fue la protagonista de ‘Las gallinas de Cervantes’. También es escritora: en 2009 publicó, en Huerga & Fierro, el libro ‘Niñas malas’ y ahora publica ‘Azoradas’ (Huerga & Fierro), una colección de quince relatos de viajes, de amores y desamores, de equívocos… Hablé el pasado viernes con Marta y me manda este texto del libro.

 

UN PAJARO FLOTANDO BOCA ARRIBA

 

Por Marta FERNÁNDEZ MURO

 

 

Cuando dejó la autopista, se topó con un polígono industrial.

Iba pensando: “Qué mala suerte. Un  aviso tan lejos, precisamente hoy, que mi  mujer sale de cuentas”.

Giró a la derecha. Por la segunda a la izquierda cayó en una rotonda que le volvió a sacar a la autopista. Entonces se bajó en una gasolinera para pedir ayuda. Y aprovechó para tomarse un café y hablar con su mujer. Ya eran casi las doce del mediodía.

- Supongo que llegaré a comer. Si no, ve comiendo. 

- No te preocupes de nada, cielo, los médicos siempre se equivocan.

Por fin lo encontró.

Era el último chalet de la urbanización.

El jardín estaba lleno de hojas, y, en la piscina, un pájaro atrapado en el hielo, flotaba boca arriba.

Por una ventana, vio una cocina con una mesa de mármol en el centro, y  golpeó en los cristales.

Una voz femenina le respondió:

- Haga el favor de entrar por delante.

Tardó mucho en abrirle.

La noche anterior, la mujer no se había tomado el tranquilizante y, a las tres de la madrugada, le empezó el cosquilleo de las piernas. Una inquietud que le hacía encogerlas y estirarlas sin control. Había sacado un brazo, a tientas  había encontrado el albornoz e, iluminada por la luz de la calle, fue hasta el baño, partió media pastilla y se la tragó  con el agua del lavabo.

La mitad del tranquilizante la relajó hasta las seis de la mañana en que volvió a despertarse. Esta vez  se tomó la pastilla entera.  

Así que cuando sonó el despertador, no supo por qué lo había puesto: fueron los golpes en la ventana de la cocina los que le hicieron reaccionar.

Se recogió el pelo y abrió.

- Pase, pase. ¿Ha visto ya la caldera?

Se cerraba el albornoz sobre el pecho cruzándose de brazos.

Le hizo atravesar el salón.

Según le indicaba el camino, se iba excusando.

- No mire demasiado. Tengo que ordenar todo esto.

Había dos televisiones encendidas, cada una con un programa, y la mesa del comedor y las sillas estaban abarrotadas de discos de vinilo.

- ¿Pierde agua?-, preguntó el chico.

- Qué sé yo. No entiendo nada de aparatos.

La mujer se sentó y él dejó las herramientas en el suelo.

Mientras quitaba la tapa de la caldera, la miró.

Por su cuerpo encogido, le pareció muy mayor aunque, como se había colocado de espaldas a la ventana, no le veía bien la cara.

- Qué casa tan bonita tiene usted. Lástima que la caldera sea tan vieja. Le saldría mejor comprar una nueva.

- Supongo.

A la mujer no le gustaba que le dieran consejos, pero como no quiso que el chico lo notara, se rió intentando resultar simpática.

A él, la risa le resultó muy aguda, un poco estridente.

- Voy a hacerme un té -le dijo-.¿Quiere que le ponga uno?

Pensó que sí, que le vendría bien tomar algo caliente, pero dijo:

- No se moleste.

Al mover los brazos para hervir el agua, el albornoz se le abrió y, a través del camisón, se le transparentaba el cuerpo.

Tenía los pechos muy pequeños y las caderas estrechas, casi infantiles.

En ese momento sonó el teléfono.

Era uno de esos teléfonos que él sólo había visto en las películas, colgado de la pared y rojo.

- ¿Sí?... No, no, ya estoy despierta. Me alegra, me alegra que estés bien. Frío. ¡Qué suerte! No, no, allí no pinto nada. No, de verdad, no me importa. No, no me quedaré sola. Siempre hay alguien. Sí, prometo que llamaré a alguien. Me cuido, me cuido. Cuídate tú. Sí, besos. Sí, sí, dile que también le mando un beso.

Colgó y se sentó con la taza. Después de dar unos sorbos, se justificó:

- Habrá que hacer algo para aguantar el frío, ¿no?-.Y sacó del horno una botella de whisky.

Se echó un buen chorro en el té y le ofreció:

- Si quiere acompañarme.

Hubo un silencio muy largo.

Para romperlo, preguntó:

- ¿Su marido?

Ella encendió otro cigarro y le alargó el paquete a través de la mesa.

- ¿Fuma?

Esta vez el chico aceptó.

Al acercarse a cogerlo, vio que tenía los ojos muy negros, lo blanco casi azul, y que parpadeaba después de cada frase, como si quisiese borrar lo que acababa de decir.

- Y usted ¿está casado?

- Y esperando un hijo. 

La mujer movía rítmicamente la pierna izquierda, y el único sonido que llenaba la cocina era el de la zapatilla de cuero al golpear su talón. 

Luego se levantó y le dijo:

- Hace usted muy bien-.Y volvió a reírse.

La vibración del agudo le resultó muy familiar, no como si fuese la segunda vez que lo oía. Mas bien como si le recordase a otra persona , en otro lugar.

- ¿Y usted...?

Ella le cortó.

- ¿Usted qué?

Durante un momento le miró esperando una respuesta. Pero como él no contestaba, se sentó de nuevo y se echó otro chorro de whisky.

Al chico, el destornillador se le resbaló de la mano y, antes de que le diera tiempo a cogerlo, ella se lo tendió.

Se limpió la palma en el pantalón. No quería que la mujer notase que empezaba a sudarle como cuando se ponía nervioso.

Dijo:

- Quiero acabar pronto. Mi mujer sale hoy de cuentas, aunque ella dice que no nacerá hoy. Está segura, dice. Que lo ha soñado, dice. Ya sabe como son las mujeres.

- Sólo sé como soy yo-, contestó.

Otra vez se quedaron callados.

Por la carretera pasó un coche. El chico deseó que llegase alguien, pero el coche no se paró. Se le oyó acelerar y  luego la cocina se quedó otra vez en silencio.

- Aquí en invierno debe uno estar muy aislado.

- En verano, cuando funcionaba la depuradora, venía mucha gente a vernos.

Y volvió a mover la pierna.

Hizo una pausa. Y luego preguntó:

- ¿Usted no arreglará depuradoras?

De pronto, el chico se la imaginó de joven, en bikini, agarrada a la escalerilla, con gafas de sol y un sombrero de paja.

- Lo siento. Ya he visto la piscina. Vaya lujo.

- ¿Le parece?

El teléfono sonó de nuevo.

El chico se concentró en la caldera y ella descolgó.

- ¿Sí? Ah...¿Qué quieres? No, no me molesta que me llames. ¿Rara? Será que todavía no había hablado con nadie. Sí, sí, estoy bien. Oye ¿está contigo? Delante, quiero decir delante. No, si está delante, nada. Porque no tengo ganas de que se entere de lo que digo. No, nada grave. Cosas. Bueno. No, mejor no me llames. Estoy muy bien, divinamente. Tranquila, sí, muy tranquila. Pero no me llames. Eres tú quien me pones nerviosa.

La mujer alzaba cada vez más la voz  y el chico empezó a desear que la conversación terminase.

Como si nada hubiese pasado, volvió a la mesa, encendió otro cigarrillo y dijo:

- ¿Qué? ¿Acaba usted?

- Debería.

- Lo digo por su mujer.

Al chico no le gustaba que sus clientes le metiesen prisa.

Volvió a imaginársela de joven, esta vez con minifalda.

De pronto, la mujer cerró los ojos, bajó la barbilla hasta el pecho y, de golpe, echó la cabeza hacía atrás, como si quisiera sacudirse algún pensamiento.

La cinta que le sujetaba el pelo en la nuca, se le aflojó.

Pero no volvió a atársela. Le miraba fijamente con el pelo sobre los hombros.

Luego, con los dedos abiertos, se levantó la melena. El sol rompió una nube para iluminarle  las orejas y el cuello. Tenía la piel transparente,  llena de venas rojizas.

- ¿No sabe usted quién soy?-, le preguntó de golpe.

Y como el chico no atinaba a contestar, se giró en el taburete y se puso de perfil.

- ¿Perdone?

- Sí. ¿Quién soy?-.Y le mostró el otro perfil.

El chico pensó en su mujer. En cómo le contaría lo que le estaba pasando.

- Usted no es tan joven. Debería conocerme.

La mujer insistía con la boca entreabierta, esperando una luz en sus ojos, algo.

El sol volvió a desaparecer y ella se puso de pie.

- No me extraña, así sin maquillar, no parezco yo.

El silencio de la cocina le pitaba  al chico en los oídos. Apretó con fuerza el botón del encendido, una, dos, tres veces. Y por fín, apareció la llamita.

- Ya está.

-¿Ya se acuerda? Normal que no me reconociera. Me retiré en el 92. Estaba harta de todo.

Y volvió a soltar esa risa aguda, que subió en picos hasta el techo.

Al chico dos sensaciones se le cruzaron en la cabeza. Iban tan juntas que tuvo que rastrearlas detenidamente para poder separarlas: el contacto del culo de su chica contra los muslos, y por encima de su coronilla, la cantante de los Wonderland, recibiendo los aplausos, al final del concierto.

-¿No me diga que es usted...?

El recuerdo se le había perfilado: fue en el concierto donde conoció a la chica con la que ahora iba a tener un hijo. Una noche de agosto.

- Claro, claro que me acuerdo. Viéndola cantar me enamoré de la que es mi mujer. Usted era increíble, claro que me acuerdo, llevaba un  vestido de plata y diamantes en el pelo...

El chico estaba lanzado. Se acercó hasta ella con el aviso de avería en la mano.

- Si es tan amable de firmarme un autógrafo. Para ella, ya le he dicho que hoy sale de cuentas ¿no?

La mujer se había detenido en la puerta. Empezó a parpadear, y se recogía

el pelo muy deprisa, a golpes.

- Perdone, pero ya no firmo autógrafos.

El sonido de su voz había bajado varios tonos. Ahora tenía la boca apretada y, de nuevo, le pareció muy vieja.

Después de un silencio, añadió:

- Si no le importa...-.Y oyó sus zapatillas arrastrándose por el parquet y después un portazo.

El chico se quedó solo recogiendo las herramientas. Cruzó de nuevo el salón y, a punto de irse, se giró para llamarla:

- Perdone ya me voy. ¿Me abona usted la cuenta o ...?

Esperó unos segundos, le pareció oírla otra vez discutiendo por teléfono,  y salió.

Había empezado a nevar.

En la piscina, el pájaro seguía flotando boca arriba.

 

* Arriba, Marta Fernández Muro. Y las otras dos fotos son de Constantine Gedal, pintor, dibujante y fotógrafo.

 

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