Blogia
Antón Castro

'GINGIVAL' DE PACO FERRER LERÍN

'GINGIVAL' DE PACO FERRER LERÍN

 

Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942) lleva más de 40 años afincado en Jaca, donde convive con su mujer Concha Jiménez. Es un escritor especial, apasionado por la botánica, las aves carroñeras, el lenguaje, las piedras milenarias y la ficción. Es un creador de palabras y un viajero de los diccionarios, o por los diccionarios. Fernando Valls le acaba de publicar en Menoscuarto, en la colección Reloj de Arena, un libro que nace de las entradas de su blog: ‘Gingival’. Ferrer Lerín, autor de libros como ‘Níquel’, ‘Familias como la mía’ o ‘Fámulo’, un libro realmente magnífico de poesía, me envía una selección de cinco piezas.

 Cinco entradas de Gingival

Por Francisco FERRER LERÍN

 

Dentición 

 

El estudiante de odontología encuentra en la terraza del bar Blas de la Plaza Mayor a la viuda del dentista Morales sentada con Portuguita y con Carlos Miguel de la Vaguada. Portuguita es asistente dental y Carlos Miguel de la Vaguada, que hoy estrena dentadura postiza, procurador de los tribunales. Estudiante se sienta con ellos pero a los pocos minutos todos se levantan y parten hacia la nueva bodega Clanga donde el procurador dispone de botellas con etiqueta nominal y sirven motu propio anchoas de La Escala. Será por la fuerza de la sal, por la frescura del caldo o por la conjunción de ambas circunstancias que Miguel de la Vaguada expele a presión la prótesis paladar y la actriz Amparo Baró, trasmutada en tabernera, recibe el proyectil en pleno rostro, ya, de suyo, algo averiado. Portuguita, entrevistada para la tele por Elena Gusano, describe el suceso como una sucesión sucia de succiones sucesorias. Estudiante aprende. Ve brotar molares, premolares e incluso incisivos en las amoratadas encías. La viuda, apoyado levemente el muñón sobre el pene de Estudiante, pontifica: nunca colocar ortopedias sin comprobar el estado del terreno, no vayan a brotar tallos de fuego a partir de raíces estercoladas.

Dos hermanos

 

Dos hermanos. Mal avenidos. Bonal Faraz de Comején siempre quejándose de su mala suerte: con dos juegos de llaves en el bolsillo –coche y puerta de casa- nunca acertaba al rebuscar con la mano. Mas cierto día que caminaba por el bosque notó que detrás de él había otra persona y, volviendo la cabeza, vio que era su hermano Borte Tobed Sidromelián que, entre sollozos, se lamentaba de que desde hacía algún tiempo le resbalaban las telas: al desvestirse caían las prendas al suelo aunque las dejara en una silla o incluso en el galán de noche y, en los banquetes de la Sociedad Mundial, necesitaba ayuda constante del servicio de camareros ya que no lograba mantener la servilleta sobre los muslos.

 

Espantoso ensueño

 Avanzábamos a gran velocidad en un potente automóvil por una pista de tierra. Al principio iba de pasajero, luego, a instancias de Ana Mari (o de mi madre, se confunden ambas personalidades) yo conducía. Llegamos a un pueblo. Un pueblo grande, destartalado, del que sorprendía saber que su único acceso era aquella peligrosa carretera. Gente endomingada deambulaba arriba y abajo, indiferente a aquel hecho y en perfecta compostura. Salimos, andando, por un camino, estrecho, polvoriento, que quizás iba a otra localidad perdida y, el grupo, numeroso al principio, en el que había personas que no conocía, se redujo de golpe al dejar las últimas casuchas; diría que hasta ese punto fuimos acompañados pero que esos habitantes pertenecían a las calles y no a las sendas. Fue Charo Azpeitia Lomba, al completar la primera curva, quien dio un alarido al descubrir, en el fondo del barranco, tres enormes aves inmóviles, echadas sobre un promontorio rocoso, tres quebrantahuesos de aspecto harapiento que parecían muertos. Mas el pavor vino del lado contrario. La ruta transcurría cortando una prolongada ladera, a veces en trinchera, y al salir de una de ellas, vimos, en el talud que nos flanqueaba por la izquierda, colocados en hornacinas naturales, en unas cavidades a modo de nichos que la erosión producía en la deleznable marga, vimos, horrorizados, los restos de un gran mamífero, quizás un lobo, y varios ejemplares de rapaces diurnas en estado de momia, sólo pluma protegiendo un cuerpo ya inexistente que no se deshacía al no haber mano dispuesta a acariciarlo. Y, protagonista atroz, en el centro del frío y gris paramento, un nido enorme de buitre leonado, al alcance de cualquier intruso, en el que un pollo moribundo lograba apenas mantener erguida la cabeza que, eso sí, se balanceaba como un gusano marino o un filamento de ameba. [Oí una vez, en el hospital de Huesca, a un enfermero ilustrado preguntar a los familiares de una mujer agonizante: “¿yergue aún la inteligencia?”]

 

Percance

 Cenaba Marian de Anguita en amigable compañía en el restaurante Grimaldos de la Plaza Mayor de la ciudad de Jaca cuando el camarero jamaicano que retiraba presuroso los servicios dejó caer, involuntariamente, una valva de mejillón miniatura por el escote de quien hasta ese momento él había considerado una niña -“¿la niña tomará postre?”- y que al constatar el volumen y firmeza de sus senos pasó a denominar madam –“disculpe madam mi torpeza”-. En la vida, pequeños accidentes que no parecen revestir mayor importancia, nos abren, a veces, los ojos, y nos conducen irremediablemente a paraísos fiscales y camas de matrimonio: Marian voló el jueves a Kingston donde en las próximas semanas celebrará su enlace con Alexander Farineli, alcanzará varios clímax gloriosos y será progresivamente desvalijada de su bienes económicos por mor de algunas inversiones de nulo o bajo riesgo.

 

 

La vida

  

La piel ya quebradiza (ni gota de sol le dijo el médico). Las rodillas machacadas por kilos y kilos de carroña en sacos cargados a la espalda por duras pendientes. Sentado. En la silla de ruedas. Ante el gran ventanal. Que da a la sierra de Onete donde los milanos reales planean al sol. Y ahora, un grupo de estólidas vacas llevan días pastando en el claro del bosque. Pide ayuda al enfermero. Cazador. Corrupto. Que le facilita el arma. El viejo ornitólogo ajusta los pernos. Apoya lento el brazo de trapo. El frío rifle pegado a la cara. Y dispara. Al amanecer una nube de buitres cae del cielo sobre la carne vacuna. Vísceras. Huesos. Ferrer Lerín cree que sueña. Felicidad olvidada. En esta agonía.

 

*Las tres primeras fotos son de Georges Dudognon: Juliette Grecó, Jean Seberg y Brigitte Bardot. Abajo, de Harcourt, dos retratos de la joven Juliette Grecó.

 

0 comentarios