PHELPS O EL TIBURÓN 22
¿De qué están hechos algunos deportistas? ¿De carne y de músculos, de algo invisible y abstracto que va más allá del cerebro, de la piel y de los tendones? ¿Estarán construidos de quimeras, de sacrificios, de una aleación especial que les hace ser más resistentes, de una energía casi oceánica? ¿Existirá una fuerza enigmática, un ciclón de sueños que se inyecta en el cuerpo y en él ánimo en algún instante de la infancia? ¿Cómo se explican la obstinación y la furia de Paavo Nurmi, capaz de correr montañas, desiertos y valles con varios kilos a la espalda durante horas? ¿Cuál era el secreto de la rabia y la agonía de Emil Zatópek, aquel extraterrestre de Kopřivnice que ganó los 5.000, los 10.000 y la maratón como si nada o como si estuviese a punto de morir? ¿Quién le concedió a Carl Lewis el don de volar, el atributo de acelerar más rápido que el viento en medio de la multitud? ¿Dónde se estudia la elasticidad que dibujaban en cada uno de sus movimientos Nadia Comaneci o Vitaly Scherbo o aquella Larisa Latynina que ha resucitado en la niebla del tiempo con la belleza de la garza y la acrobacia sonámbula de la culebra?
¿Cómo podríamos definir a Michael Phelps? Le han llamado “el tiburón de Baltimore”, pero también podría ser el tornado o el tritón de la piscina, o un animal del bestiario fantástico que es tiburón, sí, y pez espada y albatros y delfín a la vez. Y que es, ante todo, un prodigioso nadador. Fuerte, tenaz, un amasijo de talento, de clase y de determinación, la apología de la belleza hecha brazada, proeza continua y deslizamiento de músicas y espumas.
Hijo de policía y de una maestra que se separaron en 1994, desde muy pronto se aficionó a la natación, apoyado por sus dos hermanas mayores. Era hiperactivo y presentaba falta de concentración; para no crear desbarajustes en la casa, lo ideal era que se agotase. Sus hermanas le aconsejaron que probase con el agua: lo hizo con siete años, y desde entonces no paró. Se convirtió en una auténtica máquina y pronto aprendió a marcarse metas. A desafiarse a sí mismo. Ya en Sidney 2000, recién cumplidos los quince años, iba a reclamar atención sobre él: obtuvo un quinto puesto. En Atenas 2004 se presentó dispuesto a superar el récord de Mark Spitz: las siete medallas de oro que logró en Múnich 1972. Estuvo a punto de lograrlo. En Phelps algo había sobrehumano. Cosechó seis oros y dos bronces.
Ese año tuvo uno de sus primeros disgustos: a finales de año, Michael fue arrestado por conducir ebrio. Se declaró culpable y lo condenaron a realizar una especie de servicio social durante año y medio, pagó una pequeña multa y hubo de efectuar una gira por colegios con la misión de disuadir a los jóvenes sobre los usos del alcohol, del tabaco y otras drogas. Volvería a pasarle algo semejante en 2009: se fotografiaría con una pipa de marihuana. Nueva polémica, pero entonces ya era rico y famoso, y un mito.
El gigante de la piscina resucitó el viejo afán: intentó superar a Mark Spitz. Ahora sí. Había madurado: tenía 23 años. Era su momento. Y en Pekín 2008 logró lo que parecía imposible: ocho medallas de oro. Algunas ‘in extremis’, desde luego, como su batalla ante Milorad Cavic (por cierto, le ha vuelto a ganar en Londres), y tras tomar una decisión insólita: se entintó las gafas de oscuro, algo que ha hecho en los últimos años y, por supuesto, en Londres, donde ha logrado lo que parecía imposible: empezó mal ante su odiado amigo Ryan Lochte, pero poco a poco ha ido recuperando su fuelle, su clase, su confianza.
Se ha despedido a la grande: con cuatro medallas de oro (4 x 100 y 4 x 200 libres; 100 mariposa y 200 estilos), dos de plata (4 x 100 libres y 200 mariposa) y una amplia sonrisa de felicidad mientras apoyaba la mano sobre el corazón. Ha superado el récord de Larisa Latinina (ella tenía dieciocho medallas, nueve de oro) y se ha convertido en el mejor atleta de las Olimpiadas de todos los tiempos. No es fácil definir a un nadador así: se enfrentó siempre a los mejores y sus victorias han tenido algo más que la tiranía de los campeones incontestables; han tenido una conexión mágica con el triunfo y con los dioses secretos del deporte, básicamente porque ha ganado lo posible y lo imposible. Siempre aspiró a la prueba perfecta. Quizá porque ya no se siente con fuerzas suficientes ha decidido irse: en su adiós le brillaban los ojos húmedos de emoción.
*De la serie 'Cantera de campeones' que ha aparecido en Heraldo durante las Olimpiadas.
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