POEMAS DE ALEXIS DÍAZ PIMIENTA
Alexis Díaz Pimienta (La Habana, 1966) es cantante, narrador, poeta y repentista. Miembro de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), trabajó como investigador en el Centro Provincial de la Música de La Habana "Antonio María Romeu". Director de la Cátedra de Repentismo, Subdirector del CIDVI(Centro Iberoamericano de la Décima y el Verso Improvisado), es también líder del grupo musical Pimienta.cu, con el que ha actuado en varios países. Ha publicano numerosos libros, entre ellos ‘Yo también pude ser Jacques Daguerre (Editorial Pre-textos. Premio Emilio Prados 2000). Posee la Medalla por la Cultura Cubana, que le fue otorgada en 1996, por el conjunto de su obra artístico-literaria. Con toda gentileza me envía una selección de textos de este libro, que a mí me gusta mucho.
YO TAMBIÉN PUDE SER JACQUES DAGUERRE
Por Alexis Díaz Pimienta
Cuando Daguerre tomaba la vista de una de las calles
de París, acertó a pararse en la acera una persona
con el propósito de que le limpiaran el calzado; allí
permaneció, junto con el limpiabotas, el tiempo
suficiente para grabar la placa, y así pasaron a la
posteridad, como los primeros seres humanos
fotografiados en el mundo.
Orlando Hernández, La Fotografía.
I.
Es una calle solitaria de París
y es todavía 1839.
Eso es la eternidad:
un transeúnte y un limpiabotas
ajenos a la posteridad y al éxito,
ajenos a mí y a este poema.
30 minutos en la esquina bastan.
Lo pulcro del calzado es más notorio ahora
desde esta casa de La Habana al final del milenio.
La misma calle de París es más notoria ahora
con sus sombras, sus árboles,
sus franceses que no se detuvieron
a lustrarse el calzado para siempre.
Al fondo, los edificios no le dan importancia
–vanidad de la piedra–;
al fondo, pasa, escapa, el lento ruido de los carruajes.
Ellos no posan.
Ellos ignoran la duración del gesto.
Pudo ocurrir que el limpiabotas terminase
en sólo diez minutos, sin tiempo suficiente para grabar la placa.
Pudo ocurrir que el hombre decidiera lustrarse
el calzado más tarde, o antes, o nunca.
Pudo ocurrir que fuera en otra esquina de la ciudad
y otro día, no ahora en esta larga tarde de 1839, siempre.
Era París: todo pudo ocurrir menos que ellos,
ajenos a la eternidad, lo fueran.
Pero sólo ocurrió que los sucios zapatos
desentonaban con las calles de Montmartre,
con el agua del Sena,
y que las damas no hubieran mirado al monsieur
si no se detenía para que yo supiera su existencia.
Entonces heme triste, sinceramente triste,
porque nunca me han retratado limpiándome el calzado
(a nadie le preocupa este tipo de fotos:
la eternidad es siempre incomprensible.)
Todos los cumpleaños deberían tener esta foto en su álbum:
el niño con las manos en la espalda, el pie en el banco,
dejándose grabar para los siglos.
Todas las bodas: el novio sobre el banco y ella de pie,
alzándole la cola al traje,
disfrutando el tremendo acto de amor del cepillado
y lanzando de espaldas el bouquet,
escogiendo al azar la próxima muchacha eternizable.
Es una calle solitaria de París.
Nadie se asoma a las ventanas,
nadie les pide que sonrían.
No tienen nombre, ni identidad, ni rostro:
dos siluetas borrosas en la placa de cobre.
Luego Daguerre bajará, entusiasta y feliz,
a decirles que sobrevivirán a sus contemporáneos.
Pero sólo hallará la esquina solitaria,
los árboles sombríos, los carruajes que escaparon al lente.
Sólo polvo y París.
Y no sabrá jamás a quién ha eternizado.
II.
Yo también pude ser Jacques Daguerre,
y él pudo ser este poeta que se limpia el calzado
en una calle solitaria de París, en l839.
Y tú, lector, pudiste ser el limpiabotas
que detiene el trabajo para leer este poema
mientras el transeúnte se aburre y se va
pensando que está perdiendo el tiempo.
Luego Daguerre bajará, entusiasta y feliz,
y pondrá el pie izquierdo sobre el banco,
las manos en la espalda,
30 minutos nada más,
suficientes para que yo lo retrate
desde mi estudio en La Habana,
al final del milenio.
Poema viudo
El viudo almuerza solo, oye la radio,
no quita los zapatos del medio de la sala.
El viudo entorna las ventanas del cuarto
y desempolva velas, cartas, timbres,
lágrimas de sexo indefinido.
Y una sola bombilla en el rincón.
Una sola bombilla y una foto.
Una sola bombilla y el silencio.
Una sola bombilla y el reloj.
Una sola bombilla.
Como un triste ultimátum.
El viudo almuerza solo
sin gusto y sin premura
sin mujer sabatina que le destienda
la palabra espérame.
Los gorriones le han comido los ojos
como a una estatua antigua,
y se ha sentido listo para la sopa ciega,
maduramente solitario.
(Los gorriones siempre sobreviven
a la soledad, son Ella;
lo último que un hombre ve al morir
es un gorrión silbando.)
El viudo almuerza solo
carcomido de remordimientos.
Los vecinos lo esperan en el bar más próximo
para arroparlo como todas las tardes,
sin saber que no existe,
que no le gustan sus corbatas azules,
sus barajas, sus copas,
que no soporta
la paz de los que viven sin un sótano.
Tal vez por eso se mudó al balcón,
donde el otoño exhibe sus colores más tristes
y los carteros se refugian de la lluvia.
Cada calle por donde pasa el viudo
está enferma de celosías y verjas estridentes,
desprotegida ante su propia reserva
de inminentes cadáveres.
Calles manchadas de humo, de migajas de pan,
de ladridos políglotas.
Calles con demasiada luz,
con demasiada música,
llovidas de postales y zambra de motores.
Y los políticos que no hacen nada,
y los mendigos que le piden los ojos,
y los adolescentes que se peinan,
y los choferes de ambulancia que ríen,
y los lectores de pintadas en los baños públicos,
y los ninfómanos de la felicidad,
y el tiempo.
Nada.
Los vecinos lo esperan con las copas repletas,
con las corbatas más azules que nunca,
oliendo a viernes frito,
tan felices.
Mas él prefiere almorzar solo
a la sombra de una bombilla triste,
verticalmente roto como el agua de un grifo.
Doña Adela
Ha muerto la vecina,
la del teléfono,
la que vendía velas
y hacía misas para difuntos lúgubres.
Ha muerto de repente,
un día de fiesta.
Ha muerto sola,
entre el altar y una paloma blanca.
Ahora los muertos no tendrán
quien les llame
y rondarán los pies de los que duermen
y alterarán el silencio del barrio.
Ahora los vivos no tendrán
quien les descifre un sueño,
quien les advierta de las grandes traiciones,
y alterarán también el silencio del barrio.
Ha muerto Doña Adela.
Sólo han quedado sus espejuelos,
rotos, abandonados,
sin saber hacia dónde mirar.
Los vecinos dijeron: –¡Pero cómo!
El nieto amaneció tosiendo fuerte.
Los hijos se turnaron el llanto y las llamadas.
Yo he tocado a la puerta
y el eco ha repetido el toque
en todas las ventanas.
Ha muerto un sábado, a las once.
Mientras cantaba en la televisión
una desconocida.
Muertos de risa
Charlie Parker se sienta frente al televisor y ríe.
No le hace caso a su saxo ni a su vieja anfitriona,
la baronesa Nica.
Julián del Casal se acomoda en la silla en la que va a cenar y ríe.
No le hace caso a su corbata ni a sus jarrones de la China.
Ambos saben que van a morir
y les da risa la cara que pondremos los demás al saberlo.
Ríen con elegancia de cadáveres vírgenes,
de muertos por primera vez,
llenos de cicatrices musicales y complejas metáforas.
Ríen igual que hemos llorado los que no les conocimos,
con hipos y perplejidad, con pañuelitos tímidos.
Charlie Parker bebe café en La Habana
mientras Casal ingresa en un psiquiátrico
para perfeccionar su deterioro.
Son como niños grandes.
Ambos han sido expectadores de la cara de Dios
y no han podido contener la risa.
(YO TAMBIÉN PUDE SER JACQUES DAGUERRE, Ed. Pre-textos, Valencia, 2000; Premio Emilio Prados).
*Todas las fotos, salvo la del propio Alexis, son de Juan Manuel Díaz Burgos, que ha retradado admirablemente a las gentes y los paisajes de Cuba, especialmente de La Habana.
1 comentario
Antonia -
Gracias.