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Antón Castro

MANUEL RICO: SUS DIARIOS

Hace unos días, el escritor y profesor Manuel Rico envió a sus amigos esta carta.

 

[Queridos amigos y amigas:


Acabo de publicar, en digital versión Kindle (se puede descargar en otras versiones) mis diarios de los años ochenta. El libro lleva por título Días de los ochenta (1985-1991). En ellos se puede realizar hoy, un cuarto de siglo después de que fueron escritos, un viaje, en tiempo real, por un tiempo de transformaciones, incertidumbres e ilusiones. La movida madrileña y otras movidas de la época, mi experiencia durante la escritura de mis primeros libros de poesía y de mis primeras novelas, la nueva narrativa y la "otra sentimentalidad" poética, la evolución política del país en los pequeños espacios del mundo literario, de sus barrios, las lecturas de la época y las lecturas de siempre.... Un caleidoscopio de varias generaciones visto a través de la lente con que, en aquellos años, yo contemplaba la realidad Es la crónica de un escritor en los márgenes del mundo literario, comprometido con la naciente España democrática. ]

 

Le pedí dos fragmentos y aquí están.

 

 

DOS FRAGMENTOS

 

Por Manuel RICO



 

8  de marzo DE 1985

 

            San Blas, como tantos otros barrios del Madrid periférico, es cine neorrealista en vivo. Aunque los críticos nos cuenten que el neorrealismo murió con la década de los cincuenta, la realidad nos dice que hoy, en los años ochenta,  perduran, con algunos cambios no siempre perceptibles, las condiciones que le dieron origen. En las últimas semanas hemos podido seguir en televisión el ciclo dedicado a Rosellini: ¿acaso ha perdido actualidad la problemática que aborda en sus películas? ¿Es posible afirmar, con un mínimo de sentido común, que se trata de cine trasnochado, sin ningún interés para los tiempos que corren?

 

            Colegio Academia San Blas. Máquina. Taquigrafía. Contabilidad. Oh refugios donde perder el tiempo, cuevas de la juventud sin futuro de tantos barrios, lugares para matar el tedio, almacén de parados, nidos de amor de envejecidos adolescentes, aulas de aprendizajes inservibles, desván de los rotos bachilleres, de las broncas familiares. Cuánta memoria resucitan estas academias, o colegios de piso que se nutren de alumnos del suburbio que aspiran, tras fracasar en el Bachiller y para responder a las exigencias familiares —el padre que si no está parado se mata a trabajar, la madre cansada de limpiar las suciedades del prójimo—, aspira a tener, al menos, los conocimientos básicos —mecanografía, taquigrafía, contabilidad—  para acceder a la condición de probo funcionario o de chupatintas de una empresa privada, preferentemente de un banco. Sueño de raíz decimonónica que forma parte del imaginario popular. Recuerdo que en mi infancia, o en mi adolescencia, la máxima aspiración de las familias obreras que me rodeaban (de mi familia) era que el hijo obtuviera un puesto seguro en la administración, aunque fuera de cartero o de ordenanza. Era un modesto signo de prestigio, de acceso a cierta estabilidad económica a través de una mediana formación y de un duro trabajo de preparación de oposiciones. 

 

Estas academias son, además, piezas imprescindibles en la construcción de la cotidianidad de los barrios en que están situadas. Cómo no emocionarse ante su presencia, cómo sustraerse a la meditación sobre su condición de reverso de la realidad que los microordenadores  y las nuevas tecnologías empiezan a dibujar en el horizonte, cómo no pensar que sus enseñanzas no tardarán en convertirse en fósiles de un mundo desaparecido.  Y cómo no recordar las Academias de Corte y Confección que florecían en los barrios de la infancia, el espacio en el que las familias complementaban la educación que en la escuela recibían aquellas muchachas sin historia, obligadas a portar en el espacio del DNI en que se reflejaba la profesión el emblemático “sus labores” con una resignación franciscana.

 

 

25 de marzo DE 1985 .

 

Añado nuevo libro a la biblioteca: El oráculo invocado, de Marcos Ricardo Barnatán. Un novísimo tardío. Recuerdo haber leído uno de sus poemarios iniciales, Los pasos perdidos, hace diez años. Me gustó. Discretamente, sin entusiasmos ni excesos. Me parece un poeta con un gran dominio del lenguaje pero con un mundo menos consistente que el de otros compañeros de generación como Gimferrer o Antonio Colinas. Son sus poesías completas y se publican en Visor como parte del esfuerzo editorial que Jesús García Sánchez está realizando para poner a disposición del lector la obra de conjunto de poetas, todavía relativamente jóvenes (llamo juventud a tener menos de cuarenta y cinco años), que cuentan con  una larga nómina de libros publicados. Tal es el caso de Luis Antonio de Villena, de Francisco Brines (menos joven, por supuesto), de César Simón, el valenciano casi anónimo, y de algunos otros. Encomiable esfuerzo que debería complementarse con una mayor proyección publicitaria y con la recuperación de otros valores no tan conocidos.

 

El domingo, 17 de marzo, según cuentas las crónicas, se celebró en Barcelona un concierto de Lluis Llach. Seis mil estudiantes. Seguro que entre ellos había muchos que ya no lo eran, que habían superado con creces la treintena e intentaban, con su presencia, recobrar un tiempo perdido, una época de recitales semiclandestinos, de entusiasmos prerrevolucionarios, de lecturas de Marx, de cine fórums apresurados, de juventud soñada —y sentida— interminable.

 

El pasado lunes se publicó en El País un suplemento dedicado a La Regenta en su centenario. Magna novela del XIX que al día de hoy mantiene, plenamente, los valores literarios y la frescura originarios, como si el tiempo no hubiera pasado por ella. La leí hace escasamente dos años y me entusiasmó. Es una obra cumbre de la literatura española que me comprometo a releer cuando el tiempo disponible así lo permita.

 

Tras dejar a Malva en la guardería, he cruzado en coche el polígono industrial —fronterizo al barrio de San Blas— de Julián Camarillo. Mítica zona, con Méndez Álvaro y Villaverde, de las primeras huelgas del Madrid de posguerra y del Madrid predemocrático marcada, hoy, por la crisis económica. Fábricas abandonadas, en algunos casos semiderruidas, calles vacías, bares decrépitos y sucios. ¿Cómo no recordar ante semejantes imágenes aquellos primeros años setenta, las octavillas con la tinta aún fresca, el miedo en la garganta, en que nos creímos dioses, sucesores de la Comuna, de Octubre 17, del movimiento obrero de la República y de la pre-República, cuando tan sólo éramos imberbes estudiantes que nos probábamos ante el peligro, ante la indiferencia de muchos de aquellos obreros de las seis de la mañana a quienes pretendíamos redimir? Ha pasado mucho tiempo y hoy las cosas no son como entonces. Todo está más confuso. En el partido hay una frase que se utiliza en algunas ocasiones: “contra Franco luchábamos mejor”. Y todo estaba más claro. Sin embargo, ahora asistimos al desmantelamiento paulatino de estos polígonos, a la lenta agonía de un mundo querido con intensidad, al avance de una crisis que parece no acabar nunca. Claves para la reflexión política y sociológica. Claves para afrontar la crisis que en el partido se agudiza y que tiene en su centro, aunque no se diga con claridad, distintas valoraciones sobre el papel del movimiento obrero.

 

A aquella hora, la radio emitía una suerte de culebrón que escuché atentamente durante el viaje al despacho. Tiempo del 68 era el título. “Bien empezamos el día. Parece que todo se hubiera conjurado para retrotraerme a aquellos tiempos”, me dije. ¿Por qué aludo a la radionovela? Quizá por un motivo: me llamó la atención una frase puesta en boca de uno de los protagonistas: “He quedado tan frustrado que sólo me queda la literatura”. Una frase que da en el clavo, que sintetiza la actitud de buena parte de los intelectuales agotados (y desencantados, y arrepentidos de las veleidades revolucionarios del tiempo universitario). La gastronomía, la pasión rural y viajera, la apuesta por el éxito profesional, la literatura, la posmodernidad, la “movida”, son salidas personales, refugios donde se embarcan (donde estamos tentados de embarcarnos) quienes se han visto defraudados por el proceso que se abrió en 1977. Yo, como nunca viví la transición en estado de encanto, no estoy desencantado. Mis dudas y mis vacilaciones son consecuencia de una situación de cansancio personal, de agotamiento físico y psicológico tras años de actividad política ininterrumpida, tentado siempre por la llamada vocacional de la literatura.

 

*Todas las fotos, salvo la de Manuel Rico, son de Juan Manuel Díaz Burgos, un fotógrafo que admiro mucho desde hace años.

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