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Antón Castro

ISABEL GONZÁLEZ: UN DIÁLOGO

ISABEL GONZÁLEZ: UN DIÁLOGO

AVENTURAS DE VERANO / 40

Isabel González. Trabaja en infografía en 'El Mundo'. Escritora. 

-“El ser humano es el campo de batalla del caos y el orden”

 

-“Soy una chabacana musical”

Isabel González (Ejea de los Caballeros, Zaragoza, 1972) es autora del libro de cuentos ‘Casi tan salvaje’ (Páginas de Espuma), marcado por las relaciones humanas, la inquietud, el amor y el desamor y los paisajes de las afueras de Ejea, en buena parte. Trabaja en la sección de diseño y maquetación del diario ‘El Mundo’ y reside en Madrid.

-¿Qué te sientes más una escritora que diseña o una diseñadora que escribe?

-En mi casa suelen contar una anécdota. Mi bisabuelo era un hombre humilde, un pastor al que preguntaban: “¿Ambrosio, tú que eres pastor o persona?”. Mi bisabuelo respondía: “Pastor, ¿no lo ves o qué?”. Supongo que intentaban mofarse de él. Pero yo digo lo mismo. Depende de quien me vea.

 

-¿Cómo se ve el planeta desde la sección de maquetación y diseño e infografía de un periódico como ‘El Mundo’, donde trabaja?

-Como un zoo con especies de toda calaña. Lo curioso, ahora que caigo en la cuenta, es que yo también estoy dentro. Así que a lo mejor no soy más que otro bicho, un hipopótamo o un pingüino con pretensiones.

 

-¿Qué suele hacer en verano? ¿Es de playa, ciudad, montaña o pueblo?

-Lo que diferencia al verano del resto del año es que veo más a mis hijos, hago más deporte, leo menos, escribo menos y llevo menos ropa. Me encanta vestirme en un segundo. En verano soy de Menorca.

 

-¿Cuáles han sido el viaje y la ciudad de verano de su vida?

-De niña, mi familia solía veranear en Laredo. El Cantábrico es precioso, pero el tiempo resultaba frustrante. Recuerdo cómo disfrutaba mi padre cuando el parte metereológico anunciaba cuarenta grados en toda España… salvo en Laredo. Mientras, mi madre, mi hermana y yo, perfectamente equipadas para ir a la playa, mirábamos desesperadas la lluvia fina que volvía a caer en el exterior.

 

-El verano está asociado a la infancia y a la adolescencia, al amor, a los ritos de paso ¿Le persigue algún recuerdo especial?

-Me persiguen unas fiestas que pasé en Orés con mis amigas. Tuvimos que volver en la furgoneta del correo. Hasta ahí puedo contar.

 

-¿Qué le debe su imaginario de escritora a Ejea y sus afueras?

-Todo. Ahora está de moda llamar ‘no lugares’ a las afueras de los pueblos y de las ciudades. Eso es una tontería. Es como si los libros inclasificables los colocaran en una estantería de ‘no libros’. No conozco lugares más auténticos, lugares con más fuerza que esos extrarradios donde se mezcla civilización y naturaleza. Los pueblos también son algo así. Este pasado mes de julio sin ir más lejos, estaba en un parque de Ejea cuando el aire se levantó formando remolinos de basura y de polvo. Se acercaba una tormenta. Olía a humedad, y entonces, zas, apareció un corzo ante nuestros ojos. Sus zancadas resultaban extraordinarias fuera del bosque. Superaba sin esfuerzo bancos, columpios y arriates. Cualquier escollo. Parecía aterrorizado. Cruzó el río en un par de brincos y desapareció en el barrio alto. ¿De dónde salió, qué fue de él? Ni idea.

 

-¿Qué es lo que tiene la vida de salvaje? ¿Y el amor?

-Los colmillos y las cadenas; los corzos. Los colmillos y las cadenas; los corzos.

 

-¿Cuáles son sus canciones y sus conciertos del verano? ¿Y los libros que más le han marcado?

-Los corridos mexicanos del coche familiar de la niñez y los conciertos de la Orquesta Mondragón de la adolescencia. Soy una chabacana musical. Aunque para no quedar tan mal voy a decir que este verano estoy escuchando mucho a Mano Solo, un cantautor francés. En cuanto a los libros, me hace gracia esta pregunta. Yo siempre creí que era ‘Trópico de Cáncer’ de Henry Miller, pero el otro día encontré mi viejo y manoseado libro y resulta que era ‘Trópico de Capricornio’. No me extraña. Solo me leía las escenas interesantes.

 

-¿De qué se alimenta una escritora como usted? ¿De dónde surge esa escritura suya, tan próxima a la inquietud, a un misterio que tiene algo de terrible,  casi insoportable a veces? Aludo claro a su libro de cuentos ‘Casi tan salvaje’ (Páginas de Espuma).

-La poca —pero sabia por supuesto— gente que ha leído mi libro suele hablarme de eso, del terror, pero yo nunca he tenido conciencia de hablar de algo terrorífico sino de las cosas de la vida sin más pretensiones. Pienso que el ser humano es el campo de batalla del caos y el orden. Es una lucha fratricida, una guerra civil del alma. En ningún otro ser se da esta lucha.

 

-¿Cuál sería el menú de un día perfecto?

-Un día perfecto de verano es Menorca. He dormido en silencio absoluto, me he levantado muy temprano y me he ido a nadar a la playa desierta. Aún no hay nadie. El agua está en completa calma. Nado a crol. Veo algunas pastinacas en el fondo. El sol que comienza a salir me deslumbra cuando saco la cabeza para respirar. Acabo. Me seco tumbada en la arena, sin toalla. A partir de ahí, cualquier cosa es perfecta.

 

-¿Cuál ha sido el gran personaje, real o de ficción, de sus vacaciones?

-De pequeña mi gran personaje era yo conmigo misma y mi aburrimiento soberano. Me aburría muchísimo, pasaba horas columpiándome o lanzando la pelota contra una pared.

 

-¿Cómo fue su primera vez?

-La primera vez siempre es estupenda. El truco es llamarlo primera vez solo cuando sale bien. Lo demás, como en el fútbol o en el baloncesto. Encuentros preparatorios.

 

-¿Cuál es su vinculación con Aragón, con Zaragoza?

-Soy la primera aragonesa de una familia de origen riojano, una cosmopolita, así que me veo en la obligación de ser constantemente la más terca para demostrarlo. En cuanto a Zaragoza, recuerdo con muchísimo cariño los veranos que pasé haciendo prácticas de maquetación aquí, en HERALDO. Nos quisimos mucho. Creo. Ahora no paso mucho por Zaragoza, la verdad.

 

-¿Cuál es la mejor o la más extraña anécdota veraniega vinculada a su profesión?

-Si admitimos septiembre como verano —y yo lo hago porque aún llevaba manga corta—, el diez de septiembre de 1998 fue uno de los días más absurdos de mi profesión. Yo era una pipiola. Acababa de entrar a trabajar en ‘El Mundo’ cuando me enviaron a cubrir el ingreso de Vera y Barrionuevo en la cárcel de Guadalajara. Mi surrealista misión consistía en dibujar el centro penitenciario para hacer un gráfico. Que el color del ladrillo, la disposición arquitectónica y el recorrido de los susodichos hasta la puerta quedara lo más bello y preciso posible. Yo iba concentrada en eso, pero la gente que se arremolinaba frente a la cárcel estaba furibunda como es lógico. Empujaba, gritaba, me rompieron la camiseta de un tirón. Por eso me acuerdo de que llevaba manga corta. Además saqué fotos y las pegué en mi álbum de modo que ahora, cuando lo abro, aparecen mis padres, mis tíos, mis hermanos y Vera y Barrionuevo.

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