JUAN MARQUÉS EVOCA A FÉLIX ROMEO
[Juan Marqués, poeta, crítico, antólogo y agitador cultural aquí y allá con sus suaves maneras, recuerda a Félix Romeo Pescador (Zaragoza, 1968-Madrid 2011) a la luz de la edición de 'Por qué escribo' (Xordica, 2013), esas trescientas largas páginas de artículos de un escritor carismático, de personalidad compleja y múltiples sabidurías. Félix siempre se resistió a publicar en Xordica, una editorial de la que fue un consejero constante; Chusé Raúl Usón le ha publicado dos libros magníficos: 'Todos los besos del mundo', cuya edición preparó con Eva Puyó y 'Por qué escribo', que han seleccionada Eva Puyó e Ismael Grasa. Otra cosa curiosa: qué impactante resulta, cada vez más, la fotografía del Colectivo Anguila, Pedro Hernández e Iván Moreno.]
He aquí el artículo y el link.
[EL AUTORRETRATO INVOLUNTARIO DEL GRAN FÉLIX ROMEO]*
Por Juan MARQUÉS
http://sumacultural.unir.net/2013101010177/el-por-que-escribo-de-felix-romeo
Homenaje a “uno de los escritores más poderosos y singulares de su generación”
En octubre de 2012, cuando se cumplía el primer año tras la impactante y para muchos devastadora muerte de Félix Romeo, sus amigos Eva Puyó y Chusé Raúl Usón editaron bajo el título de Todos los besos del mundo (Xordica) una selección de sus cuentos dispersos. En mi opinión, la reunión de aquellas narraciones, rescatadas aquí y allá, era muy superior a las dos novelas que el autor publicó en vida, la en muchos sentidos pionera Dibujos animados (Mira Editores, 1994; Plaza y Janés, 1996, y Anagrama, 2001) y ese deliberado disparate titulado Discothèque (Anagrama, 2001), y se convertía así en su mejor libro de narrativa. Ahora, al cumplirse dos años sin Félix, sale a la luz Por qué escribo Zaragoza, Xordica, 2013), en el que la propia Eva Puyó e Ismael Grasa recogen una amplia y equilibradísima muestra de sus artículos, columnas y reseñas, de modo que este volumen vendría a completar una especie de trilogía de no ficción con sus otros dos libros, el ejemplar experimento Amarillo (Plot, 2008) y el ya póstumo pero completo reportaje Noche de los enamorados (Mondadori, 2012). Y de nuevo, aunque éstos sí fueron y siguen siendo títulos magníficos, envolventes, certeros, estremecedores, Por qué escribo no es en ningún sentido inferior a ellos, lo cual da que pensar: que sus libros mejores de sus dos principales líneas de escritura sean precisamente los que no quiso o pudo preparar él demuestra una cierta negligencia al gestionar sus propios asuntos que, desde luego, dice muchísimo a su favor.
Creo, en efecto, que en esta recopilación está el autor que más se parece a ese hombre que conocimos y disfrutamos, con el que tanto aprendimos y tanto nos enfadamos. Pocos libros habrá tan semejantes a su propio creador, pues estos textos le perfilan y retratan más nítidamente que cualquier otro, y expresan lo mejor (y, ocasionalmente, lo menos bueno) de su arrolladora e inolvidable personalidad. Aquí está su estupendo desorden, su imbatible generosidad, su hedonismo cívico, su pasión a veces temeraria, su lúcida incontinencia, sus infatigables obsesiones que a veces le fatigaban... Y, a pesar de que parece ironizar sobre ello en el artículo “Trópicos” (pp. 32-33), latía en él un evidente “peterpanismo” que se traducía, por una parte, en cierta tendencia a una inmadurez que en el fondo era muy consciente y combativa (ese artículo sobre las gominolas -“Chuches”: pp. 185-186-, ese amor por las cartoons que explícitamente articulaba Dibujos animados -pp. 30-31-...) y, por otra, en una colosal resistencia a desprenderse de su enorme y no sé si agobiante caudal de recuerdos infantiles y afectos de juventud, aunque en este libro se puede apreciar cómo con el tiempo supo encajar y aceptar mejor los cambios, las desapariciones, las pérdidas. E incluso, aunque su curiosidad y apetito fueron oceánicos hasta su último día, en varios de los textos finales llega a la precoz e hiperbólica mortificación de reconocerse “viejo” (ver, por ejemplo, el último párrafo de la página 213). Pero afrontaba ese cansancio y esa ocasional melancolía sin retroceder un centímetro en su sobrehumana capacidad de trabajo ni, sobre todo, renunciar a una pizca de su insuperable vocación para el placer y la amistad. “No me gustaría morir”, responde en el “Cuestionario Proust”(p. 224), y en otro sitio habla incluso de su “miedo a los hospitales” (p. 178), de modo que no creo que él, por muy curioso que fuera, hubiese llegado a suscribir la afirmación que lanza el inmortal personaje de J.M. Barrie al entender que también “morir será una aventura apasionante”.
Sea como sea, y a pesar de que en esta selección, sobre todo hacia el final, encontramos un buen número de artículos necrológicos (de Jesús Moncada, Sergio Algora, José Antonio Labordeta, Josefina Aldecoa, Gonzalo Rojas, Ernesto Sábato, Jorge Semprún, Antonio Lobo Diarte...) lo que más abunda, como corresponde al tratarse de Félix Romeo, es la celebración. Fundamentalmente de los libros, nuevos y viejos, y de los sitios donde más le gustó buscar y encontrar libros, viejos y nuevos. Pero también de la comida, de la música, de los tebeos, de las ciudades, de los paseos, del fútbol y, por encima de todo, de los amigos y de los amores, de las conversaciones (y de las polémicas, aunque asegura que “me gustaría dejar de discutir, como si mi cuerpo no pudiera funcionar sin una disputa diaria”: p. 179), de las libertades y de la buena suerte de vivir en democracia. Son muy conmovedores los artículos que dedica a su padre (pp. 123-126) y después a su madre (pp. 198-199) para felicitarles al cumplir respectivamente setenta años, y es también bonita su tenacidad a la hora de concebir y proponer proyectos e iniciativas para hacer de nuestra Zaragoza una ciudad mejor, versión a escala pequeña e inmediata de su anhelo, continuamente manifestado, de que todos los ciudadanos del planeta pudiesen disfrutar cuanto antes y sin reservas de los mismos derechos y las mismas alegrías que él respiraba a grandes bocanadas. Esta obsesión recurrente de sus últimos años le hizo incurrir en algunos errores y, aunque no hay duda de que es mejor ser injusto defendiendo el sentido común que tratando de justificar lo contrario, su vehemencia excesiva le jugó más de una mala pasada. Así, del mismo modo que él menciona varias veces a los escritores que conoció durante su año de beca en la Residencia de Estudiantes (Octavio Paz, Luis de Zulueta, Emilio Adolfo Westphalen, Tomás Segovia, Roberto Juarroz, Álvaro Mutis...: ver “Zarpas” -pp. 131-132- o “Chopos” -pp. 286-287-), me escuece un poco su alusión al escritor palestino Mahmud Darwish (p. 255), al que escuché y conocí en aquel mismo lugar, donde mantuvo una memorable conversación pública con el poeta canadiense Mark Strand. Su escritura no me llega demasiado pero era un hombre sensato y abierto, y su admiración y respeto por Occidente, así como su apuesta por la democracia, eran tan grandes y visibles como su inteligencia. Que desease un estado propio para su tierra natal no significa que desease ese estado que desea Hamas, y en esa batalla permanente de Félix Romeo contra el fanatismo es seguro que Darwish hubiese sido más un aliado que un obstáculo, aunque tampoco hay dudas de que hubieran discutido mucho.
En cualquier caso, esas opiniones contundentes, y aun los juicios más desafortunados, son imprescindibles a la hora de explicar quién fue el gran Félix Romeo, sobre todo cuando los editores han querido con razón que se siga explicando a sí mismo a través de sus escritos, sin ninguna nota al pie y sin explicaciones o intromisiones ajenas, como si se tratara de un autorretrato involuntario. Todo está en su sitio en este libro, pues todo lo que leemos en él reconstruye a “uno de los escritores más poderosos y singulares de su generación”, como bien dice la contracubierta, y a uno de los amigos más controvertidos, estimulantes, expansivos y carismáticos que vamos a tener nunca.
*Extraigo este titular de dos frases de Juan Marqués. Este libro dará mucho, mucho que hablar.
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MisterLibro -