PACO PONS: DE AMISTAD Y DE LIBROS
[Ayer el librero Paco Pons, siempre amable, me escribió a propósito de mi artículo ‘El bibliófilo amable’ y me envió este texto de regalo de Navidad. Paco es así: gentil, dispuesto siempre a contagiar pasión por la cultura, por los libros y por la amistad. La foto de Marilyn leyendo el 'Ulises' de James Joyce es de Eve Arnold.]
LARGOS AÑOS DE RECUERDO AMOROSO
Por Paco PONS. Librero
En los días finales del año, en algunas culturas, acostumbramos a recibir – y a entregar – regalos, como prueba de cariño. En España se añaden los regalos de la Epifanía – el día 6 de enero – aunque cualquier fecha es buena, y cualquier motivo, para expresar nuestro cariño a las personas que nos importan.
Hoy he recibido un regalo, en vísperas de Navidad, y me lo ha hecho una vieja amiga, que a menudo me gasta bromas, en ocasiones feroces: Mi memoria. Me ha venido el intenso recuerdo de un hecho que viví como testigo principal, que no como protagonista. Sucedió en los primeros años de los Setenta, es decir hace algo más de cuatro décadas. El caso es que lo había olvidado por completo y de repente me ha venido con una precisión casi cinematográfica. Recuerdo ahora los planos, los rostros y las frases, de forma precisa. Bueno, o eso me hace creer la tramposa de mi memoria…
Aquel año viajé a Francia, y me desvié un poco de mi itinerario, para llegar hasta la región de Anjou y visitar a un amigo, ya anciano. Se trataba de un sacerdote a quien le estaba agradecido por haber colaborado en conseguir que yo recibiera un complemento indispensable para mi formación cultural y humanística. Lo vamos a llamar Pére Charles. Acababa de cumplir los ochenta años y me recibió con su afecto y amistad habituales. Me preguntó si pensaba pasar varios días en esa ciudad – Angers – y al saber que estaría allí dos días, me pidió que le hiciera un favor. Mi respuesta fue inmediata y su ruego consistía en que le llevase a otra ciudad, a unos ochenta kilómetros de Angers. En ella residía una amiga a la que no había visto en mucho tiempo.
Durante el corto viaje hablamos poco, si bien me explicó que en los años 1917 y 1918, durante la Gran Guerra – Primera Guerra Mundial – él había servido como capellán de un regimiento del ejército francés, recién ordenado sacerdote. Su compañía fue bombardeada por la artillería enemiga y la metralla de un obús hirió a varios soldados, entre ellos al capellán, mi amigo Charles. Fueron evacuados al hospital y allí permaneció ingresado durante varias semanas, hasta su curación, coincidente casi con el Armisticio y el fin de la contienda. La sala del hospital donde permaneció Charles era atendida por una joven monja, recién consagrada, quien recibió el encargo de su priora de ir a servir en el hospital, para una tarea más necesaria que la vida contemplativa.
Llegamos Charles y yo en mi coche, a la residencia de religiosas, en la que estaba ingresada la monja Soeur Thérése, por la que preguntamos en la recepción. “Está en el jardín, saliendo a la derecha”, nos dijeron. Charles se acercó a la monja y le dijo, a modo de saludo, “¿Me recuerda Usted?”. Ella se limitó a mirarle a la cara y a contestarle, “No le he olvidado, a pesar de que han pasado más de 50 años…”. Creí que debía retirarme y dejarles hablar a solas y le dije al Pére Charles que iba a tomarme un café en la máquina situada junto a la recepción.
Casi media hora después, al regresar, los encontré tomados de la mano, mirándose, en silencio. Charles se había sentado junto a la silla de ruedas de la monja y los dos tenían los ojos húmedos. Me acerqué a mi amigo, para decirle que podríamos estar todo el tiempo que él quisiera, y fue ella la que me dijo en un francés con un suave acento alemán, que ya habían hablado todo lo que se tenían que decir y que no debíamos circular de noche, pues las carreteras son peligrosas, cuando no hay luz.
La despedida fue un apretón de manos, cálido pero sin efusiones, y una frase de ella a mi emocionado amigo: “Me gustaría volver a verte antes de que pasen otros cincuenta años”. La respuesta de Charles fue breve: “Sin duda, pero ya será en la Casa del Señor”. Soeur Thérése replicó un sencillo “Allí estaré esperándote”.
Nos encaminamos al coche y conduje de regreso a Angers, sin que hablásemos más que un par de breves comentarios sobre el tráfico. Yo no quería romper las emociones que intuía habrían vivido los dos protagonistas de esta historia. No volvimos a comentar este asunto, ni el día siguiente, que estuvimos juntos, ni en las cartas que nos escribimos, hasta que un día me llegó un escrito de otro sacerdote, amigo del Pére Charles, en el que me comunicaba que mi amigo bretón había fallecido en una residencia – hospital, a donde había sido llevado al sufrir un grave percance en su frágil salud.
No me cabe duda de que en la Casa del Señor están ahora juntos un sacerdote bretón y una monja alsaciana, compartiendo el Amor de Dios y recordando el amor humano que hubo, pero que dejó que prevaleciera la llamada de la “suave brisa”…
Diciembre de 2013.
Cuentos de domingo / Antón Castro. Heraldo de Aragón.
El bibliófilo amable
Érase una vez un hombre bueno que empezó a amar los libros. Los cuidó como se cuida a una familia y se dedicó, en sus viajes, en sus pesquisas, en sus cartas o en sus visitas a librerías y ferias, a buscar aquellos que constituían, volumen a volumen, folleto a folleto, la memoria de su pequeño país de polvo, viento, niebla y sol. Lo acumuló casi todo: lo acumuló, lo hermoseó, lo leyó y divulgó una buena parte de ese patrimonio que tenía que ver, sobre todo, con el vasto legado científico del territorio: desde Servet o Juan Pablo Bonet hasta Miguel Antonio Catalán, Cajal y Oro, pasando por Félix de Azara, Loscos, Pardo Sastrón o Jordán de Asso. Un día decidió que ese tesoro incalculable debería ser para sus paisanos. Aprovechó el momento idóneo y mostró su generosidad más absoluta. Solo exigió un mínimo de respeto, un poco de cariño y primor, los buenos modales que empiezan en la educación y en la conciencia de que se estaba ante un bello arsenal de páginas que resumían una pasión inefable por las vidas ajenas que transformaron, despaciosamente, el mundo. Al principio todo fueron buenas palabras, o quizá las mejores intenciones: se inició la tarea de fichar y ordenar el material. Luego ni los unos ni los otros le hicieron caso, ni siquiera tuvieron la delicadeza de recoger la donación. Se dijo que ni había dotación para mantener ese legado ni espacio para acogerlo. En cambio, sí se podían pagar hasta 1.400.000 euros por una colección de arte. El bibliófilo ni dijo esta boca es mía. No convocó ni a la prensa ni llamó a sus amigos. Aceptó su sino y no acusó el desprecio. Pero pasó lo que también resultaba presumible: otra comunidad, más preocupada por la ciencia y por los saberes, le ofreció un depósito para sus materiales y los cuidados que se merecían. Por amor al conocimiento creyó que debería ceder. Dejarse querer donde le querían: huye de cualquier amago de narcisismo pero cree en la dignidad. En cuanto se supo que los casi 10.000 libros viajaban hacia otro lugar, el propio Gobierno puso el grito en el cielo. Uno de sus responsables llamó a rebato: “Hay que salir a la calle. Nos roban nuestro patrimonio y nuestra historia”. El bibliófilo amable tampoco esta vez dijo nada.
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ana a. -