Blogia
Antón Castro

PEQUEÑA ANTOLOGÍA PERSONAL

PEQUEÑA ANTOLOGÍA PERSONAL

[Xavier Pintor y Xavier Seoane organizan todos los años, en A Coruña, un ciclo literario en el que invitan a un escritor o dos por sesión. A mí me juntaron con mi querido Xulio López Valcárcel, poeta, crítico y viajero, entre otras muchas cosas. El acto fue el pasado jueves. Fue una bonita experiencia para mí. Pintor y Seoane me pidieron una pequeña antología de textos. Además de otras cosas que habían seleccionado ellos, les mandé estos textos. ]

EL ESCRITOR IMPOSIBLE

 

Lo que más le gustaba en el mundo era escribir. O quizá oír el gemido del viento, sentir ese latigazo del aire y escribir luego. Las palabras eran como seres vivos, como lagartijas o como salamandras negras que brotaban de su pluma. Para él escribir era como pintar o fundar un mundo intacto, y a medida que inundaba el papel percibía una fuerza interior, una certidumbre de fuego. Al terminar, una vez que había invocado gentes, paisajes y pájaros, matices de la vida, el texto se volvía contra él: le producía espanto. Y al final el miedo se tornaba remordimiento. Decía que ya nunca podría salir a la calle o hablar con los paisanos, que llevaba años sin poder conciliar el sueño, que era incapaz de abandonarse al placer o a la pereza. ¿Qué iban a pensar de sus escritos, cómo iba a justificar los adjetivos, la ironía, la sed de más sílabas o la violencia de su pensamiento? Un día declaró que se sentía culpable de impotencia: las palabras nunca alcanzarán a cifrar la perfección que sueño, la belleza que pretendo, la realidad que me inventa, dijo. Desde entonces ya no vive: se ha quedado inmóvil y mudo ante su ventana, ajeno al río de tinta y de salamandras negras que le ha invadido la casa. Se ha quedado inmóvil y mudo mientras el látigo del viento le platea las sienes. Una mañana cualquiera, lo sabe, aparecerá convertido en un monstruo o en uno de esos seres imposibles que tanto ha soñado.

 

LOS DOS QUE DUERMEN

 

 

No sé si me gusta más levantarme a tu lado al alba

o dormir abrazado a ti. Sentir cómo lates,

cómo te arrugas sobre ti misma

como quien busca el acoplamiento perfecto de las almas.

Percibo entonces, antes de que se desaten las tentaciones,

el calor de tu espalda y tus nalgas, el torrente

 de la melena y su olor a melocotón o a mora.

Te lo digo a menudo: eres atrabiliaria con el champú.

Quedo un instante así, inmóvil como un barco que siente,

tembloroso como la luz de la sinrazón,

me quedo como si fuera un pájaro abatido

que parpadea y sueña el mejor de todos los vuelos.

A veces te duermes. Y ronroneas. Y musitas palabras

intraducibles, frases completas que me cuentas como

si estuvieras presa en la alucinación del olvido.

Estoy feliz así. En ese instante, cuando el mundo

se desmaya, le pido a la carne que no se altere,

que apacigue sus ardores, que no enturbie la noche

de gemidos y de risas y de batallas de sudor,

y me digo a mí mismo que, algunas veces, el mejor sonido

es el del silencio, el de la respiración de dos que se aman

y escuchan la música del corazón sin saber si despertarán.

 

BARRAL

 

A Diego y Jorge Rodríguez Gascón

 

Para todos era Barral. Barral el solitario,

que no iba a la escuela ni trabajó nunca,

el loco de atar, el joven extraño que conocía

el misterio de las mareas y el corazón de los pistilos.

El extraño Barral que, de repente, impartía una lección

sobre los caballos extraviados en el monte

o sobre el penúltimo plan urbanístico municipal.

Barral, el que se enfadaba con las lluvias de agosto.

Barral, el profeta: siempre sabía quién iba a ganar

en el fútbol, en el baloncesto o en el ciclismo.

Eran los años de Merckx, de Van Impe, de Poulidor.

Eran los años en que Fuente y Ocaña se odiaban

y pugnaban sin descanso en todas las montañas.

Nadie sabía más de ciclismo que Barral, que tenía

una hermana anchurosa de caderas como una odalisca,

la mejor promesa de felicidad y de tentación

para pecar cuando solo se tienen quince años.                  

En el bar o en las noches de tertulia en el campo

Barral imponía sus conocimientos: de bicicletas,

de estrategias, de holandeses y belgas, de escaladores

franceses y españoles, de contrarrelojistas como Anquetil.

Cuando se le agotaban las historias –y era capaz

de recordar los equipos, Molteni, Peugeot, Kas o Bic,

y el estado civil de todos los corredores: Coppi, casado,

 había perdido la cabeza por Giulia Occhini, la ‘Dama blanca’-

se alzaba una voz: “Y de tu hermana ¿qué nos vas a decir?”.

No decía nada. Cuando se lo preguntaban por tercera vez

sabía que era el momento de irse. Se subía a su bicicleta

de carreras y cruzaba el pueblo en dirección a su barrio.

Su débil dinamo temblaba a lo lejos como si tuviera miedo.

Un día, tras explicar la derrota de Merckx ante Thevenet,

oyó: “¿Qué nos cuentas de tu hermana, Barral?”

Dio un paso al frente y encaró a Vituco y a Lista,

que no le hacían sombra ni en las cuestas ni en el llano.

“Mi hermana se casa con el cabo de la Guardia Civil,

que es de Toledo y sobrino de Bahamontes,

el que ganó el Tour cuando vosotros nacisteis”.

Casi nadie pensó que era una invención.

Barral, el sabio, el cuerdo Barral no sabía mentir.

Dos meses después nos mostró una fotografía

con su cuñado, con el ciclista y con su hermana,

que nos pareció a todos más explosiva que nunca.

A veces me pregunto cuál de los dos, Barral o ella,

era el auténtico ídolo de nuestra adolescencia.

 

UN PUEBLO CON SIRENAS 

 

A Juan Casamayor, editor de cuentos 

 

Soy de un país de brujas y cuentos. Mi padre me decía que los aparecidos llegaban con la lluvia y que las salamandras de la fuente eran sagradas: las veía allá en el fondo, entre azulencas y doradas, en el centro mismo del manantial. Siempre me decía lo mismo: míralas, sueña con ellas, pero no las toques. Mi pueblo estaba cerca del mar y nunca había conocido una nevada. En cambio, tenía mendigos que contaban historias de amor y que bailaban diversas melodías. Un día apareció un hombre joven; llevaba unos lápices en la mano y unas tizas de colores. Llamaba a las puertas, pedía un poco de agua y de conversación, y cuando tomaba confianza se ponía a dibujar. Dibujaba sirenas: en la pared, en el suelo, en la puerta de dos hojas de las casas. Lo más extraño era que de noche, cuando nadie se lo esperaba, aparecía la sirena que había pintado en la tinaja del ganado o en la bañera. Mi propio padre me decía que eso había pasado una, dos, tres, hasta diez veces y en diez casas diferentes. Casi todas las casas tenían su sirena. Los paisanos querían ponerle el nombre más bonito: Violeta, Beatriz, Lena, Sarai, Adelina, Aura, Albaida, Rosalía… Hubo un instante en que todos querían ver la sirena del vecino, e iban en auténtica procesión, como a una romería. Yo también quise ir, pero mi padre me detuvo: “Andrés: no vayas –me dijo-. Las sirenas son más bellas cuando las imaginas”.

 

 

EL PINTOR DE DESNUDOS

 

Se llamaba Gustavo o Gustave, como Courbet, su pintor predilecto. Pintor de mujeres. Pintor de desnudos. Pintor de la piel estremecida.

No mentía acerca de su procedencia: había nacido en una aldea minúscula cerca de Compostela. Tenía un tío que era pintor de brocha gorda, que hacía unas cenefas muy bellas para las puertas y los techos, y otro tío que era cura en Compostela. Un día, el sacerdote lo llevó a la ciudad: le enseñó las calles, los balcones sobre las torres de la catedral, los soportales; le enseñó cómo la lluvia acariciaba la piedra antigua. Y cuando moría la tarde, fueron hasta la alameda. No se lo podía creer: era una imagen increíble. Toda la magia del crepúsculo parecía concentrarse en la sillería y las luces que se encendían como si construyeran el último refugio. Asomado a un mirador, vio a un pintor y su cuadro: trabajaba afanosamente, casi sin iluminación alguna. Aquella escena lo conmovió y se lo dijo a su tío. Y después a su padre.

Algunos meses después, lo mandaron a trabajar a Compostela: hacía recados para un hotel y para un restaurante, y encontró tiempo para asistir a clases de pintura. Allí intentó aprenderlo todo: la técnica, la composición, el arte del color y de la lentitud, la pericia con las sombras; se abrasaba en la sensualidad de las mujeres desnudas que ejercían de modelos. Una de ellas se llamaba Leonor y posaba siempre de cuatro a seis. Era como una actriz de cine, con el pudor justo y la rotundidad de las odaliscas: le pareció exuberante y de una suavidad de retama. Un día le dijo: “Quiero hacerte el retrato de tu vida”. Ella esperó: un año, dos, tres, hasta cinco. Al cabo de tanto tiempo le anunció: “Voy a dejar esta profesión para siempre, Gustavo. ¿Cómo llevas el retrato? Te concedo una última sesión de posado; me caso el mes que viene y mi marido no aceptaría que siguiera en este oficio”.

Él la invitó a su casa y le mostró su modesto cuarto de alquiler. De una cómoda extrajo todas las obras que le había hecho: dibujos, acuarelas, grabados, fotos, algunos collages; debajo de la cama guardaba los óleos. La mujer se conmovió, no se había imaginado que el pintor continuaba su trabajo después de abandonar el taller y no sabía que ella era, en realidad, el tamaño de su obsesión. Se desnudó solo para él y para sus sábanas: “Tócame aunque me muera. Tócame como si me fueras a pintar por última vez”.

No volvieron a verse; él murió de manera casi grotesca mientras pintaba del natural un paisaje de acantilados en Finisterre: resbaló cerca del faro y se trastabilló entre los peñascos; en apenas unos segundos voló por los aires como una gaviota y cayó sobre una roca. La sangre se desmandó vertiginosamente en la espuma.

Algún tiempo después, en la Fundación Eugenio Granell, del cual había sido amigo al parecer, le hicieron un gran homenaje. En esa exposición antológica dominaban dos figuras, muy especialmente dos mujeres: la modelo, una modelo de su primera época, pocos sabían que se llamaba Leonor, y su esposa Floralba Neira.

Al cabo de unos días, Leonor se acercó a la muestra. Paseó entre los cuadros, y se reconoció en los desnudos, realizados en distintas técnicas: óleo, acuarela, tinta y carboncillo. Estaba emocionada; uno de ellos, quizá el mejor de todos, un desnudo de espaldas, lo había firmado unos meses antes de morir. Aún la recordaba tantos años después.

De repente, se le acercó otra mujer y le dijo: “Por usted no ha pasado el tiempo, Leonor”. Se imaginó quién era y respondió: “Yo tampoco lo he podido olvidar nunca. Me separé muy pronto de mi marido, volví a ejercer de modelo, busqué otros pintores que supieran amarme o pintarme como él, pero no tuve esa suerte”. Quedaron al día siguiente, y al siguiente. Salían, tomaban una copa en El Español. Y otra en Reina Lupa. Hacia las ocho se marchaban. Con total confianza y sin rivalidad alguna, se intercambiaban confidencias y le devolvían la vida a Gustavo, o Gustave, aquel pintor que alguna vez quiso ser como Courbet. Pintor de desnudos. Pintor de mujeres. Un artista con dos modelos: nunca se atrevió a decir cuál de las dos era la más bella.

 

PRIMER AMOR

 

Amaba a todas las mujeres que se le ponían por delante. Amar era su afición: su afición, su inclinación incontenible, tal vez la razón de su vida. Necesitaba a las mujeres. Siempre recordaría a la primera: era una mujer madura, casada con el jefe de fotografía y de publicidad que le había acogido cuando apenas era un mozalbete de quince o dieciséis años. Ella venía sobre las seis. Llegaba, se sacaba el abrigo y ordenaba papeles, las tarjetas postales, los álbumes de encargo. Y él la miraba con parsimonia, casi a hurtadillas: le intrigaba una belleza tan deslumbrante y a la vez tan sosegada. Casi por casualidad, se dio cuenta de que ella también lo miraba. Un día le pidió que la acompañara a un encargo, más tarde que le llevase un paquete algo pesado; al día siguiente le dijo que tenían que ir a correos. Hablaban lo justo y aprovechaban para tomar chocolate con churros en el Café Niké y para comprar un cucurucho de una docena de castañas en el Paseo de Independencia. Una vez le invitó a jugar en los billares de La Unión. Para él era una fiesta. Se sentía protegido y mimado, se sentía el dueño de un secreto.

La jornada en que su marido se había ido a Fraga y Monzón para hacer un reportaje de castillos, ella llegó un poco antes. Hacia las cinco. Y se metió en el estudio como siempre. Antes de que él dijese nada, antes de que mostrase perplejidad alguna, lo abrazó y lo besó con violenta ternura. Una, dos, hasta seis veces, hasta el fondo de la sangre y del paladar. A él le pareció sabrosa su boca y tuvo la extraña sensación de que le habían desaparecido los dientes de gusto. Cuando se dio cuenta, estaban ambos sobre la mesa de colorear los negativos. Ella se despojó de la ropa interior y le ayudó con los pantalones. Le dejó caer el abundante pelo sobre la cara y musitó: “No te asustes aunque tiemble. Ni aunque me oigas gritar. A veces pasa y parezco una loca”.

 

 

 

EL POETA GRAVEMENTE ENFERMO

 

Lo recuerdo bien: Almería.

Una tarde infinita. El mar bramaba

a lo lejos pero no podía vencer los ruidos

de la ciudad, ni el grito salvaje de los coches y los niños.

Nos quedamos dentro. En el mundo a solas de la cocina.

El poeta bebía infusiones y contaba historias.

De niño había sido soñador.

Adoraba la lluvia y los rayos al atardecer:

la muerte, creía, viajaba en un centelleo súbito.

De joven había visto el diablo en un monasterio

y había pasado su primera pena de amor

bajos los tilos y a la sombra de las higueras.

Luego la vida le había llevado de aquí para allá.

Dijo Orense, evocó una Compostela de piedra y campanas

con olor a limonero y a camelias antiguas. Dijo Suiza,

donde había sido emigrante, superviviente

y exiliado en el centro de los bosques rumorosos.

Amó a una mujer y sufrió la afrenta del abandono.

Y luego apareció ella. Ella: una caracola de fuegos.

Apasionada, prisionera del mar y sus oleajes.

Se habían amado a sus anchas en todas partes:

por carta, en la poesía y en los lechos tumultuosos

de todos los hoteles de la tierra. En los desvanes del aire.

Le dedicó poemas. Intentó atrapar la claridad de su piel,

exaltó su color de carne membrillo, el desorden

de las siestas. Y decidió morir en el centro

de su alma sin temor al naufragio. En la rosa exacta

del templo. En la mandorla del deseo.

Así me lo dijo el poeta seriamente enfermo

mientras me confesaba que había vuelto a pecar:

de palabra, obra e imperiosa necesidad de querer.

Me miró a los ojos: «Escribo para ella. Escribo

‘como las aguas besan las arenas y tan solo

se alejan para volver, regreso a tu cintura,

a tus labios mojados por el tiempo, a la luz

de tu piel que el viento bajo de la tarde enciende’.

No tengo prisa en despedirme de sus ojos».

Antes del penúltimo té de rosas, añadió: «seguro

que entiendes mi resistencia al adiós.

Me sobrevivo en ella». Salí, avancé aturdido

y me emborraché de melancolía en el mar.

 

*La ilustración es una dibujo de ’El pintor de desnudos’ de Juan Tudela.

 

0 comentarios