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Antón Castro

UN CUENTO DE VICTORIA TRIGO

UN CUENTO DE VICTORIA TRIGO

Primer Premio.- CONCURSO DE RELATOS "FERIA DEL LIBRO ARAGONÉS” 

Por VICTORIA TRIGO BELLO



[Siempre hay un tren

que une carril y traviesa,

una locomotora que grita,

una estación que espera.]



Eran amables mis veranos en la casilla, veranos de moras y meriendas de pan con aceite. Era amable la infancia estival a pie de vía, con los trenes como péndulos marcando el paso de un tiempo que se me antojaba interminable. Era amable el transcurrir de la vida cuando todo estaba por llegar. Era amable corresponder al saludo de algún viajero que nos mostraba la sonrisa y la mano por la ventanilla. Era amable recoger briquetas de carbón para alimentar la cocina como si fuese una locomotora que no quiso crecer.

Yo era el ayudante de mi abuelo y juntos bajábamos y levantábamos las barreras del paso a nivel. Venía un carro. Venía la cabañera con su lluvia de esquilas. Venía alguna moto. Venían unos braceros. Cuando nos tocaba expedición –una tarea que se inventó mi abuelo para que me sintiera un aventurero-, recorríamos los túneles sin linterna, rozando la pared con un palo. Una vez, por un cambio de horarios que nadie comunicó, nos sorprendió un tren. Primero percibimos un sonido indefinido, algo parecido a un lamento prolongado que salía de lo más hondo de la montaña. Pero aquel trueno casi telúrico enseguida se concretó en el foco rugiente que horadaba la oscuridad y abría paso a un ejército de hierro. Entonces, el brazo de mi abuelo casi aplastándome contra el muro fue la trinchera que me protegió de aquel gigante que tenía las mandíbulas de acero.

Aquello fue un susto leve de carbonilla, porque todo estaba bien en verano, incluso empacharse de higos y mojarse pies y alpargatas en el agua rebosante del lavadero de mis barcos de periódico. El verano sabía a concierto de grillos, a luciérnaga en el seto, a renacuajo en la charca. En cambio, los inviernos eran la ventana cerrada, la escarcha en los árboles y en el camino. Los inviernos eran los meses de la resignación, la penumbra de añadir tocino a las judías, de tejer y zurcir en la cadiera. Los inviernos eran la ausencia profunda de quien no regresa, la dentellada de los sabañones, los carriles sepultados en nieve. Los trenes lo sabían. Lo sabían en aquel tránsito cansino y triste de dos máquinas arrastrando una condena, mordiendo metro a metro desde Jaca el áspero desnivel hasta Canfranc.

Pero en la casilla únicamente fui niño de vacaciones escolares. Los inviernos ferroviarios sólo salpicaban mi casa en Zaragoza templados en alguna carta. A excepción de las travesías por los túneles, mis vivencias junto a la vía fueron de sol, tragos del botijo, cepos para ratones y rodillas con rasguños. A comienzos de julio, subía en el Canfranero con unos parientes que iban a Villanúa. Mi abuelo me esperaba en el apeadero de Castiello y desde allí, como prólogo a una estancia memorable, me llevaba en bicicleta a aquella Arcadia donde mi abuela me abrazaba con su amor de delantal y jabón casero y se sorprendía al ver que había pegado otro estirón. Ese día aquello se llenaba de hombres de barba mal afeitada y mujeres con mejillas enjutas que venían a darme más besos de los que yo devolvía. Con algunos me unían lazos de sangre. Otros eran amigos y conocidos de mis abuelos y, por supuesto, también estaban relacionados con la línea férrea, porque el tren era un cordel que vinculaba a todos de una manera o de otra.

Nunca me aburrió ser testigo de aquel trasiego de toneladas pasando ante la casilla. El correo de subida. Un mercancías de bajada. El ligero de la tarde. Desde mi cama escuchaba al tempranero que pitaba con gemido de alma en pena. Entonces escondía la cabeza bajo la manta como si temiera que aquel dragón me descubriera, como alguna pesadilla me contaba que había pasado con el tío Celso. A ese tío Celso del retrato que besaba mi abuela cada noche al acostarme, se lo llevó un tren al amanecer.

De la historia del tío Celso se hablaba poco y en voz baja. En aquella década de los cincuenta yo miraba con pupilas de niño preguntón a ese joven fotografiado con americana y corbata en un estudio de Jaca y que había escrito con buena letra en una esquina: Con afecto para mis padres y hermano. Celso. Septiembre de 1940. Veinticinco años recién cumplidos, suspiraba mi abuela. Un mes más tarde, llegó un aviso para que se presentara en el cuartel de Jaca a rellenar unos documentos. Y no fue. Su mejor amigo acudió y sin mediar palabra lo metieron en una camioneta y lo fusilaron en Rapitán.

Con el tiempo, enlazando suspiros, supe que el tío Celso era muy listo y trabajador. Iba a casarse con una chica de Cenarbe, aunque en casa de ella no aceptaran el noviazgo. La guerra había terminado, pero la paz tardaba en llegar. El padre de la novia fue malmetiendo como una cangrena. Estaba muy bien relacionado y pronto encontró una voluntad a la que comprar. En el lote de la recompensa iba la mano de su hija.

Siempre me dijeron que yo era igual que mi tío. La misma frente, la misma imaginación, la misma tozudez. Él hubiera sido mi padrino. Yo nací una semana después de aquello. Aquello era lo que se contaba sin palabras. Aquello era un tren nocturno que subía conducido por un maquinista chivato que, como último favor a mi tío –quizás para apaciguar su remordimiento de delator-, aceptó la petición del maltrecho Comité Ferroviario del que ambos formaron parte, de reducir la velocidad al pasar por la casilla. Aquello era un joven con un macuto viejo subiéndose al último vagón. Aquello era un echarse al monte, un salvar la vida y perderla para siempre. Lo demás fue una alcoba vacía, el abuelo quemando papeles, mi abuela rezando. Lo demás fue la Guardia Civil registrando cajones. Lo demás fue un telegrama en casa de mis padres. Lo demás fue el silencio.

Luego llegarían los rumores. Que si lo habían visto por Francia, que si un pasaje a Argentina con otro nombre. Un pastor trajo noticias también difusas. Que si unos disparos por puerto, que si una batida de cazadores –cazadores o lo que fueran…-, que si un cuerpo que podría ser el de mi tío. Lo único cierto, según siguieron pasando trenes y calendarios, es que el tío Celso pasó a un estado que no era ni de vivo ni de muerto. El tío Celso se había convertido en una silla interrogante, un acordeón mudo en una estantería. El tío Celso era un furgón gris que se disolvía en la niebla.

Pero yo, que a mis doce años fui consciente de la amargura de aquella historia más callada que contada, anímicamente iba en búsqueda de mi tío recitando para mis adentros estos versos suyos que encontré en una cuartilla que mi abuela leía sin saber leer y que guardaba entre paños y membrillos:

Siempre hay un tren

al final del túnel,

siempre

un ojo de luz

que vigila,

una voz negra

que alienta

Seguramente eso era el comienzo de un poema que quedó incompleto, truncado como la vida de su autor. Desde entonces, recorrer los túneles con mi abuelo cobró un sentido metafísico, de una trascendencia mucho mayor que un devaneo infantil con el miedo. Recorrer aquella negrura tan opaca, sin otra guía que un palo rozando la pared, era encontrar al tío Celso aguardándonos a la salida con una gorra de ferroviario y un banderín enrollado. Porque mi tío no se hubiera limitado a ser mozo o guardabarreras. Él habría llegado a Jefe de Estación, quizás jefe de todos los jefes de estación.

El abuelo le pidió mil veces que dejara de asistir a reuniones, sobre todo cuando finalizó la contienda. Mira Celso, que estos no se conforman con haber ganado. Mira Celso, que estos quieren que los perdedores no levantemos cabeza. Mira Celso, que podrías marcharte a Zaragoza, quedarte en casa de tu hermano hasta que les nazca el crío, buscarte un trabajo, otra novia y vivir allí con tranquilidad. Pero aquel muchacho nunca renunció a sus convicciones. Mi abuela, cada vez que mi tío llegaba de madrugada andando por la vía, encendía el candil envuelta en un chal y únicamente le preguntaba si iba a cenar. De sobras sabía ella de dónde venía y con quiénes había estado. La voz de su hijo sonaba muy negra cuando le contestaba que se volviera a la cama, que él mismo se serviría un poco de leche y que ya querrían otros compañeros poder dormirse con algo caliente en el estómago. 

Pocos meses después ocurrió aquello. Aquello que siguió ocurriendo todos los días. Aquello que se mitigaba con la esperanza febril de mis abuelos de que si un tren de subida se llevó a mi tío Celso, otro de bajada lo devolvería. Pero la realidad cada vez copaba más el espacio de la fantasía. Cuando en 1970 la línea del Canfranc dejó de ser internacional, se esfumó ese sueño de un hombre apeándose del tren en una escena de final con abrazos y lágrimas de felicidad. Estanguet era una palabra fea, un lodazal en el que naufragó el ferrocarril. A partir de aquel suceso, mi abuela comenzó a encorvarse hasta casi formar un ángulo recto, convirtiéndose en paja tarde a tarde junto a la vía, mirando con sus últimas luces ese cauce de hierro por el que cada vez pasaban menos trenes. Se durmió a pocos metros de esos mismos carriles por los que se alejó el tío Celso, el de la fotografía que temblaba en sus manos gélidas de venas y huesos. Dos años después, en 1976 viviendo ya en Arañones y con la viudedad tirando de sus bronquios para reunirlo con su esposa, falleció mi abuelo mientras daba un paseo por la estación. Lo encontraron junto al queso de un cambio de agujas que yacía próximo a unos vagones retirados del tráfico.

Quizás algún día un niño recorra de nuevo los túneles rozando la pared como un palo. Quizás algún día un convoy atraviese el Somport desde Francia y en él venga mi tío Celso para atender el paso a nivel y retejar la casilla. Ya no podré acudir a recogerle, pero me gustaría que un nieto le enseñara aquel poema que él comenzó y que yo continué para que se perpetúe con otros versos generacionales que, en voz bien alta, renueven la historia del tren que se fue y tiene que volver.

Siempre hay un tren

que olvidó

marcharse,

un eco de hierro,

un farol de sangre

que sólo sabe

regresar

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