UN POEMA PARA LABORDETA
UN POEMA PARA JOSÉ ANTONIO LABORDETA
DE AUSENCIA Y PRESENCIA
Anoche, invitado por Paco Ortega, estuve en el Teatro Principal, en el ciclo de ’Sin Fronteras’. Fue muy bonito para mí hablar en ese espacio, en el Ambigú, ante el cuadro ’Zaragoza’ de José Manuel Broto. Recordé a algunos amigos -el tema general era la ausencia- y leí este texto dedicado a José Antonio Labordeta, tan vinculado a uno de mis mejores recuerdos de Cantavieja. El miércoles, con mi hijo Diego, iré a la villa que sedujo a Baroja y Valle-Inclán y Manuel Vicent, la ’ciudad sitiada’ de mi libro ’El testamento de amor de Patricio Julve’ (Xordica, 2011), dedicado por completo al Maestrazgo. Acabo de ser distinguido con un titulo entrañable: ’Embajador del Maestrazgo’. Os dejo aquí el texto dedicado a José Antonio Labordeta, que aparece en un libro que ha coordinado Lorenzo Lascorz que se titula ’Amigo Labordeta’, en el que 80 personas lo recuerdan, lo cantan, lo perfilan... La ilustración es de Luis Grañena. Ese volumen se presentará en Zaragoza, en el Teatro Principal, el próximo 29 de mayo.
ÚLTIMO CONCIERTO EN EL MAESTRAZGO
[A José Antonio Labordeta, in memóriam (1935-2010)]
1
¿Quién eras tú, lo sabías, poeta, cancerbero de estrellas,
sembrador de prodigios o un labrador insomne que conocía
los sonidos del trigo, el llanto seco de las montañas,
el murmullo sigiloso de las últimas nieves que se desmayan en la noche?
Llegaste como siempre: discreto e invisible, como si el planeta
te acompañase en el grito, en el bigote hirsuto, en tu mirada severa.
Tomaste posiciones y empezaste a recordar, desde un altozano:
¿cuántas veces habías estado allí, en el Salto de la Novia,
en la ermita de Loreto, en el sinuoso descenso hacia los barrancos
o hacia la mansedumbre de piedra y siglos de silencio de Mirambel?
¿Cuántas veces habías seguido del vuelo elegante de los buitres,
que luego se guarecían en las piedras cortadas a pico, hendidas
de sombras y de grutas y de los ex votos inesperados del bosque?
Tomaste posición para ver. Para sentir. Para amasar el tiempo
y detener los recuerdos.
Cantavieja. Masoveros a lo lejos. Pájaros fugitivos. Ancianas solitarias,
viejas de olvido
que vencían la tarde con su aspecto de fantasmas nórdicos.
Había vacas en la vega y el viento, seguro de sus puñales,
peinaba las matas, los arbustos, las crines de los caballos sueltos en la ladera.
Allí, en Cantavieja, lo recordabas todo. A los tuyos: a tus mujeres de nardo
y sal caliente.
A tu hermano Miguel, de cristalino corazón acuciado de añoranzas.
A los maquis de los Pirineos. Los atardeceres de vencejos en Canfranc.
Tus días de Francia cuando buscabas a Brassens por todas las esquinas
y anhelabas oír la voz estremecida y sobria de Atahualpa Yupanqui.
No era la primera vez que ibas a cantar. No era la primera vez y quizá
sí fuera la última.
Jamás fuiste ceremonioso. O tal vez sí lo fueras a tu modo:
la guitarra era un apéndice de la sangre, la emoción rasgada,
como un amor de cuerda y delirio, habituada a tu suavidad de esparto.
2
No te lo podías creer. La noche se había disfrazado de romería en el teleclub
y tú eras el profeta. Una muchedumbre de feria te esperaba.
Una multitud estremecida aguardaba tus himnos y sus conjuros.
Acaso nunca te habían anhelado tanto como entonces.
Al subir las escaleras, alguien dijo: “Hay hombres que son furia y vendaval,
calma y escarcha, clamor necesario.
Hay hombres como Labordeta. Hay hombres que somos todos.
Hombres Somos”.
Estabas perplejo. O asombrado. La expectación era tan grande
que el mundo se descuadernó en las alturas. Cantavieja es promontorio
y escala con su navío legendario una cumbre incesante.
¿Cómo debían sonar las canciones entonces,
qué hondura de pedernal darías a las sílabas del alma?
Cantavieja, recordaste, está más allá del mito:
aún conserva el latido del mar, la esperanza del aire,
la vibración de la historia y sus violencias. La música del vacío.
Nunca solías ponerte nervioso. El salón estaba tan abarrotado que palideciste
de pánico.
En el rostro se te dibujó la estela de un escalofrío.
O la constelación de un pudor inefable que te volvía arisco.
Algunos iban a oírte desde la fuente o la escalera, en las eras.
Algunos, enojados, iban a escucharte en su peor recuerdo.
Con la imaginación dolorida. Con la ira del expulsado.
¿Quién, cabrones, ha calculado tan mal el aforo?
¿No sabían quién venía y para quiénes?, gritaron fuera.
3
Estuviste como nunca. Enérgico, inspirado,
hecho de metal caliente y de olivera antigua.
En tu garganta cantaron todas las estaciones: por el desierto
y el valle, en la tormenta y el cierzo, con el eco de los montes,
por la piedra rojiza de las serranías, las vaguadas y las ermitas.
Como el pájaro libre de Víctor Jara y Violeta Parra y Bob Dylan.
Dos horas completas. Sin zozobrar. Con la maestría
del trovador confiado en sus asuntos y en su verdad heroica.
Lo cantaste todo. Lo contaste sin perder un segundo:
verso a verso, acorde a acorde, con el hervor de los manantiales de las
cañadas,
con el desgarro de existir contra la tinieblas y sus espantos.
Para concluir, allá va la despedida, te pusiste sentimental:
“Con este tema, tan querido para mí, regresamos todos
a la casa del padre, a Teruel, al campo infinito de Aragón”.
Abrazaste la guitarra y te echaste a andar con seda de luz
y melancolía en la voz. Solo ante el peligro.
Con la firmeza de un juglar que un día remoto se atrevió
con la ranchera en Belchite. Y con la jota. Y con la albada de mi tierra,
solar y solanar de tus antepasados.
Antón CASTRO
Garrapinillos, sábado, 17 de enero de 2015
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