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Antón Castro

EL SILENCIO DE JUAN RULFO

EL SILENCIO Y EL MUNDO DE JUAN RULFO

¿A qué estirpe humana o literaria pertenece Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (1917-1986), el hombre que se convirtió en Juan Rulfo? A la de Bartleby, el personaje de Melville, sin duda, a la de Robert Walser, a la de J. D. Salinger y a la de Juan Carlos Onetti. Y quizá, claro, a la de Franz Kafka (aquel que quiso que quemasen sus manuscritos), pero también a la de los fabuladores puros, a los grandes embusteros de su propia vida. Tienen tal tendencia a la recreación y al mito que una y otra vez modifican los instantes de su biografía.

El caso de Rulfo es muy especial: él, tímido y apocado, lacónico y temeroso de las malas críticas, con existencias ocultas, tenía la inclinación a cambiarlo casi todo: el lugar y la fecha de nacimiento, el modo en qué murió su padre, en 1923, en tiempos de Revolución, sus propios temores y múltiples detalles de su infancia. Con todo, su familia fue poco convencional. Al margen de la historia de su padre, y de la muerte temprana también de su madre, en 1927, cuando él tenía diez años, Reina Roffé en su libro ‘Juan Rulfo. Biografía no autorizada’ (Fórcola, 2017; es una ampliación y actualización de libros anteriores), recuerda que un familiar “tenía por la muerte una obsesión notoria, compulsiva y avasalladora, que incluso le atraía bromas sangrientas de sus amigos. Siempre creía que alguien los vigilaba o lo amenazaba y, a pesar de tener un carácter bromista y dicharachero, su vida transcurrió en continua e inacabable angustia”. En su niñez itinerante, el niño huérfano vivió un tiempo con su abuela, que fue la cuidadora de una biblioteca muy literaria de un sacerdote: gracias a ello, Juan Rulfo descubrió el poder de la literatura. Se convirtió en un formidable lector y en un niño, un adolescente y hasta en un joven casi autista. Solo se sentía a recaudo con los libros en la mano. Reina Roffé también evoca otro episodio poco conocido: fue seminarista. Recuerda la biógrafa que la periodista Silvia Lemus, esposa de Carlos Fuentes, le preguntó en una ocasión si podía haber sido monje. Y él le dijo: “Los monjes no tienen la oportunidad de conocer a las mujeres, ni tratarlas ni esas cosas. Me gustan mucho las mujeres”. La verdad es que repasando sus casi 70 años, Juan Rulfo no aparenta haber sido lo que dice un seductor. En ‘Una vida gráfica’, Óscar Pantoja y Felipe Camargo cuentan que sintió una atracción por una muchacha que le pareció un ángel. Fue como una revelación, pero no se atrevió a decirle nada. Más tarde, hacia 1941, conoció a la joven Clara Aparicio, “una preciosidad”; empezó a cortejarla de manera decidida casi tres años después y se casaron en 1948. Fue el gran amor de su vida y le dedicó textos muy bellos como se ve ‘Aire de las colinas. Cartas a Clara Aparicio’, un centenar de epístolas que revelan muchos aspectos de Rulfo: la pasión, el temor, la cursilería (nadie está al margen de ella), algunas claves creativas. La correspondencia se inicia en 1944 y  concluye en 1950, cuando Rulfo era “un romántico tardío, anacrónico (…) Se trata de un melancólico que padece una tristeza espiritualizada. Víctima de la tragedia y el fracaso de los movimientos revolucionarios, es siervo y mártir del sistema feudal que arrastra México”. Reina Roffé también desvela en la parte final de su vida otro periplo amoroso, un tanto borroso: Rulfo se habría enamorado de una joven. El escritor Mempo Giardinelli, que fue publicado hace unos años en Zaragoza, estaba en el secreto y lo resume así: “No hace falta hablar de lo que hacía exactamente esa muchacha. Solo quiero decir que en la Argentina se dedicaba a la docencia y a la traducción; estudiaba una lengua oriental y trabajaba por un sueldo en una empresa de exportaciones y por vocación en una escuela de lenguas. A finales de los años 80, después de la muerte de Juan, se radicó en Madrid. (…) Muchas veces me he pregunado cómo era, cómo es, esta mujer a la que Juan amó con una pereza y sinceridad inigualables”.

Rulfo intentó estudiar en la Universidad de Guadalajara, pero no pudo hacerlo por la agitación del país y las huelgas. Realizó varios oficios: fue vendedor de neumáticos, trabajó luego en el Instituto Nacional Indigenista, realizó labores como antropólogo y recorrió México. Desde finales de los años 30 empezó a interesarse por la fotografía. Se hizo con una espléndida cámara Rolleiflex, a la que, tras conocer a su futura esposa, la bautizaría como Clarita. En realidad, antes que escritor, Rulfo fue fotógrafo. Cuando se ven sus fotos, y dejó más de 6.000, da la sensación de recorrió esos pueblos espectrales, envueltos en miseria y espejismo, ruinosos en ocasiones, que se convertirían en el mapa de su territorio imaginaria, “este duro pellejo de vaca que se llama llano”. En ellos entrevió en la Comala de ‘Pedro Páramo’ (1955) o en la Luvina del cuento homónimo de ‘El llano en llama’ (1953), sus dos únicos libros, al margen de algunos bosquejos y del guion ‘El gallo de oro’, que llevó a la pantalla Arturo Ripstein.

Juan Rulfo empezó a publicar sus cuentos en las revistas ‘Pan’ y ‘América’ y durante casi una década, leyendo a William Faulkner o a Dostoievski, y a sus paisanos, fue tejiendo un mundo personal, inquietante, terrible y mágico. Rulfo olió como nadie la lacónica sabiduría popular, la impregnación del mito, el dominio del cacique. Se impregnó de un lenguaje, que tendía hilos con el castellano antiguo del siglo XVI, y empezó a contar lo que veía, lo que soñaba, lo que siempre le descorazonó: el aire constante de la violencia, la mancha imparable de miseria, la atmósfera telúrica y la presencia de la muerte. Pocos han sabido contar como él el imaginario del campesino, su rabia, la humillación y ese extrañamiento constante de la vida. “¿Qué país es este?”, se pregunta un personaje en Luvina.

Si en los cuentos de ‘El llano en llamas’ tiene piezas magistrales, de una desolación a veces irrespirable y de una precisión que va más allá de la austeridad, en ‘Pedro Páramo’ es capaz de crear un personaje que regresa del mundo de los muertos y parece instalarse entre los vivos como un fantasma, embrujado por una mujer, Susana Sanjuán. Y a la vez es el impreciso cuento de un dominio, de un vasallaje y de un universo tan hechizado como insobornable.

Rulfo tuvo buenas críticas, compró la mitad de la edición para regalar, pero también conoció la burla, la displicencia, la ironía. Y eso, y su acusado perfeccionismo, le llevaron a un silencio literario que duró prácticamente hasta su muerte. Y no solo, su pánico se hizo tan ostensible y desesperante que cayó en el alcoholismo y debió ser internado. Poco a poco remontó, intentó escribir, pero nunca se sintió con fuerza. En 1960 y 1980 fue reconocido como fotógrafo con sendas exposiciones; en 1970 recibió el Premio Nacional de Literatura de México y en 1983 su mayor éxito: el premio Príncipe de Asturias de las letras. Para entonces ya era un mito del silencio más doliente y encarnaba el triunfo del hombre que creó un teatro de la imaginación y de las ruinas, algo menos de 300 páginas donde está los grandes temas de la vida, de la épica social y de la muerte preñada de sorpresas.

 

*Con algunas variaciones, este texto apareció en el suplemento ’Artes & letras’ de Heraldo de Aragón, coincidiendo con el centenario del gran escritor mexicano.

*La foto la tomo de aquí:

http://elnacional.com.do/wp-content/uploads/2017/05/rulfo_1.jpg

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