PREGÓN Y POEMA PARA CARIÑENA
PREGÓN DEL DÍA DE LA VENDIMIA EN CARIÑENA
Hace 40 años, casi antes de saber muy poco del Cariñena y sus vinos, llegué a esta plaza exactamente. Tenía 19 años recién cumplidos y un temor infinito a casi todo. Estuve cuatro días deambulando de aquí para allá, esperando enganchar en el viñedo. Dormí en las grutas de las afueras, me enamoré de una aspirante a vendimiadora y no fui correspondido, supe de un crimen cerca de la estación de tren y aprendí el nombre de unos cuantos bodegueros. Curiosamente, mi padre hacía vino con uvas que le traían de Zamora, pero a mí sus caldos jamás me enamoraron, cosa que ahora lamento. Vi trujales, barricas, toneles, los más exuberantes que había visto jamás. Y un universo nuevo me entró por los ojos y los sentidos, y se fijó como un mapa de sensaciones y perfumes en mi cabeza.
En Cariñena no me dieron tajo, pero sí en Alfamén. En las fincas del Riojano. Viví una experiencia iniciática: un despertar a la viña, a la vida e incluso a la amistad. Me fascinó aquel mundo con sus ritos: las plantas, los racimos, las uvas, los cuévanos, el trabajo en sí, tan artesanal, y por supuesto lo que se contaba. Eran las tertulias del viñedo (Virginia Woolf ha dicho que “el lenguaje es vino en los labios”), que se suspendían en la tradición, en la memoria, en la defensa del oficio y en el amor a las calizas, arcillas, yesos, pizarras, a estas piedras que yo aún no era consciente que resultaba auténticamente milagrosas. Milagrosas para la garnacha, la cariñeña, el macabeo, la syrah, el tempranillo. Todas esas uvas son una y muchas: un arsenal de sensaciones, de hábitos, de sueños, y, también, una industria en marcha. Una industria que no cesa con 450 puestos directos, 35 bodegas y 24 embotelladoras.
Desde entonces no me he olvidado de Cariñena jamás. He disfrutado de su viñedo, de su historia, de ese mar verde que se ofrece al pasajero que va y viene a Teruel. Esa sensación no me la quito de la cabeza: el modo en que el viento peina los tallos, como si de un trampantojo visual se tratara, me da la sensación de que la viña se mueve al ritmo de un oleaje. Cuando digo Cariñena, quiero decir el campo de Cariñena: la ciudad que visitó Felipe II, la Fuente de la Mora, el museo del Vino, pero quiero decir muchas más cosas: Pilar Bayona y Mata y Cosuenda; Marín Bosqued, Simón Tapia Colman, Eugenio Arnao y Aguarón; Ildefonso Manuel Gil, María Moliner, Julio Palacios y Paniza; Mariano Lagasca y Encinacorba. La lista sería mucho más larga.
Cuando digo campo de Cariñena quiero decir Aguarón, Aladrén, Alfamén, Alpartir, Almonacid de la Sierra, Cariñena, Cosuenda, Encinacorba, Longares, Mezalocha, Muel, Paniza, Tosos y Villanueva de Huerva. Aunque no ha sido mi especialidad, gracias a profesionales como Juan Barbacil, José Miguel Martínez Urtasun, José Luis Solanilla o Jesús ‘El Vaso Solanas’, entre otros, he seguido la evolución de la Denominación de Origen Protegida Cariñena y he visto su crecimiento, la consolidación de una bella forma de hacer vino, elaborado con todos sus matices, elegante, de suaves y matizados sabores, de poderosas sugerencias que brotan del llano, del sotobosque o de las frutas. He visto desde cerca y desde lejos el inmenso trabajo, el anhelo de proyección, las conquistas, ese lema feliz que ha hecho fortuna: El Vino de las Piedras, que encarna los prodigios del azar. La precisión de la poesía hecha verdad y futuro. En los últimos años Cariñena ha sufrido metamorfosis que la ha situado donde tiene que estar. Bien arriba, con honores, alegrando la vida y provocando la felicidad allá donde llega, y alcanza más allá del horizonte, en la misma región de los sueños y de los imposibles.
El campo de Cariñena es un laboratorio de caldos, la conciencia de la naturaleza, una continua afirmación del vino y su artesanía. El vino es conversación y magia, placer y sorpresa, colorido y bouquet. El vino es intimidad, tertulia, confidencias de familia en la alta noche. El vino es fantasía, delirio, sensualidad. El vino es una forma de percibir los latidos de la tierra y de encomendarse a sol del verano, a las lluvias del otoño, a los fríos y las nieves del invierno, a los vientos que gimen o ululan o se vuelven brisa de la primavera.
Si hay algo que me emociona especialmente es la viña en sí misma. Hojas, pámpanos, sarmientos, tallos, pasillos de sombra, racimos, ecos de una uva cariñena de casi seis siglos. Y me emocionan los hombres y mujeres que la cuidan y nos la ofrecen, trasformada en emoción y en ese líquido tan estimulante que ha llevado a decir a Eduardo Galeano: “Todos somos mortales hasta el primer beso y la segunda copa de vino”.
Querría terminar el pregón con un poema inspirado en un enólogo. El azar ha hecho que sea de Alfamén. Jorge Barbería Romeo. El texto simboliza el amor al campo de Cariñena, la vino y al trabajo bien hecho.
SOLILOQUIO DEL ENÓLOGO
1
Esta tierra es mi tierra. Cariñena.
El centro del mundo. Casi podría
afirmar que nací en una bodega.
Mis abuelos venían de Navarra
y hallaron aquí casa y solanar,
un territorio infinito de sueños,
la lisura del futuro entre guijarros.
Mirase donde mirase, ahí estaba
el viñedo, con su ondulación verde.
Con el lenguaje de las estaciones:
nieve, añoranza, alegría y llama,
ante mis ojos galopaba el viento
y graznaban las picarazas al sol.
Me fascinaba la geometría
de los campos, la distribución
de cada arbusto, el vigor cristalino,
la sólida salud de su belleza.
Ahí me crié. Imaginé a los dioses
antiguos, como héroes del llano,
a los trabajadores desvelados
que ansiaban una bodega feliz.
¡Qué mundo en movimiento, qué temblor
de escarcha, de pulpa fresca, de mostos!
¡Qué continente de olores, qué luz
de luna y crepúsculo derramándose!
La naturaleza me atrapó en su vahído
y se hicieron familiares palabras
con su propia expresión y melodía:
garnacha, hollejo, majuelo, poda,
pero también floración, irisado,
maridar, frescor de fuente helada.
No supe resistirme. Decidió
más nuestra sangre que la primavera,
decidió la esencia de los sabores,
el misterio del bosque hecho viña.
Apliqué mi corazón a la tierra
y oí el rumor de mis antepasados.
Me sentí traspasado. Una voz dijo:
«Esta tierra es tu tierra. Cariñena.
Quédate y oye la confesión del vino».
2
No sé si me lo reveló mi abuelo,
artesano de las viñas y enólogo,
mi padre, investigador de vendimias,
o el trasiego entre piedra y tierra:
a las cepas hay que hablarles como
se habla a un hijo o a la soledad.
Mimarlas, sentir su respiración,
observar sus sarmientos y sus pámpanos,
y probarlos como un rico postre.
A las cepas hay que verlas cada día,
acariciar esas hojas perfectas,
admirar su color verde brillante.
Ya sé que dirán que me he vuelto loco,
pero las viñas sonríen y sugieren
qué vino debemos hacer y cómo:
si uno joven, lleno de sensaciones
-fresco, alegre, de paladar suave,
impregnado de moras y frutas-,
u otro, acaso irresistible, marcado
por ese olor tan hondo que enamora.
El vino es un arte de seducción.
3
¡Hay tanta gente aquí, tantos agentes
que embellecen y matizan el oficio!
Le doy las gracias a todo: a las nieves,
al vendaval, a las lluvias de abril,
a los jabalíes que visitan la viña,
a los pájaros fugitivos que cantan,
a tantos y tantos viticultores
que hacen del viñedo su oxígeno,
su pasión, su secreto bien guardado.
Miro estos labrantíos de Alfamén
y los veo a todos ellos y soy feliz
porque saben inventar la alegría
más exultante que llena una copa.
Esta bodega es cuánto sé de mí.
En cada vino o añada hago un brindis
con mi madre ya desaparecida.
Un brindis, un diálogo, mi quimera.
Yo me siento, agito este terciopelo
audaz, aspiro, me concentro y digo:
«Escucha, mamá, el cuento interminable
de nuestros campos: el vino y la vida.
Savia perdurable de amor y tiempo».
*Este texto está incluido en mi libro ‘Viña del mar’, que ha publicado el sello Olifante y que se presentará en el Paraninfo el 18 de octubre de 2019.
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