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Antón Castro

Deportistas

CARLITOS, PRIMERO DE INGLATERRA

Carlos Alcaraz, Carlitos, es un improvisador nato, alguien que desordena no solo el juego sino los pronósticos. Novak Djokovic, con sus 36 años que parecen 26 o alguno menos, está en un estado de forma imperial, corre como un velocista, quiere llegar a todo y tiene la resistencia de un maratoniano. Y no son palabras al viento: ayer lo demostró. Corrió y corrió y corrió, quiso llegar a todas las bolas, y durante muchos minutos de las casi cinco horas del partido lo hizo, y dio una lección de sus cualidades: la del tenista perfecto que no tiene defectos (quizá algunos de mal genio), que es rocoso, que posee una concentración impresionante y que golpea con la fuerza de un martillo pilón. Su trayectoria en este torneo de Wimbledon había sido intachable: cedió algún set pero ganó de manera majestuosa y demostró su su autoridad y su sentido de la dosificación.

En la hierba de la pista central, se encontró con Carlos Alcaraz, que había tenido rivales más duros, hecha la salvedad de Sinner. Carlos es soberbio, único y osado, y es una factoría de fantasía e improvisación. El español había jugado partidos casi perfectos y llegó a la final en un excepcional estado de forma y de confianza. Tenía un secreto que iba más allá de las palabras: de verdad, con toda la vehemencia interior, con la fuerza de la determinación del héroe, quería ganar. Y eso, a la postre sería decisivo: no estaba de paso, no quería conformarse con una elogiosa derrota. No. Quería ganar, y tenía las claves visibles, con sus ramificaciones ocultas: talento, ambición, confianza, paciencia y una madurez inefable.

Eso sí, en el primer set Novak Djokovic lo arrasó literalmente. No le dejó desarrollar su juego, y algo peor: le hizo sentirse vulnerable, como si todo se hubiese desplomado al vacío: su estrategia, sus golpes y su autoestima. Aunque hubo juegos de incierto resultado, que se decantaron hacia Djokovic, la primera prueba fue un paseo. El serbio realizó una demostración de recursos y de personalidad: encadenó primorosos saques con sus golpes de ‘drive’ y el revés cruzado, a dos manos, con las voleas, con el ‘passings’, y no solo eso: pareció anticiparse incluso al pensamiento de Carlitos.

Alcaraz, a sus veinte años, es portentoso y es capaz de ser tan impetuoso como el maestro de la intensidad, que es Djokovic. Sabía que el segundo set era clave y lo jugó con todo lo que tiene: sed de gloria, buenos saques, esas dejadas que rompen el ritmo del rival y ya son como de una nueva escuela, trallazos que van y van con el vértigo y la sutileza del látigo y la potencia de un misil, resistencia, velocidad y descaro. Descaro: algo que Alcaraz posee como ningún jugador del circuito. Venció en el ‘tie-break’ y se llevó el tercer set de calle. El jugador serbio -de 23 títulos de Grand Slam, siete de ellos en Wimbledon, uno menos que Roger Federer, el poeta exquisito del tenis, el bailarín más sofisticado– se jugaba mucho: su orgullo, volver a ser número uno del mundo y su octavo título en Londres. Y se jugaba algo que lleva a gala: quiere seguir reinando sin sombra y alcanzar y superar los 24 ‘grandes’ de Margaret Court.

Su carácter y su competitividad no le permiten ser complaciente o frágil con los que vienen tras él. Por eso reapareció en la cuarta manga con su mejor tenis, con sus cualidades, con sus bolas cruzadas, con sus ‘primeros’ increíbles y eficaces, con sus restos admirables -es el mejor de la tierra, y Alcaraz empieza a rivalizar en ese atributo también– y con esa transformación de la que es el maestro total: pasa de la defensa al ataque en pocos segundos. Ganó con claridad y precisó: “Aquí estoy. El monarca sigue vivo”.

Carlos Alcaraz no perdió la compostura. Y volvió a rearmarse de ingenio e imaginación, (hace del tenis a veces un divertimento), de sorpresa, de picardía, de insolencia y de belleza, sin ceder ni en la velocidad ni en su respuesta inverosímil. Llega a todo. Y en los instantes de peligro extremo no pierde la calma y sigue ahí arriesgándose, con chispa.

Carlos Alcaraz, Carlitos, posee la muñeca de Santana, la fantasía de Orantes, la fuerza física y mental de Nadal, y sabe ser él mismo sin arrugarse. Es tan libre y valiente que siempre encuentra una senda para el triunfo y la gesta. Cree en sí mismo hasta la desmesura. Ayer, contra casi todas las previsiones, se coronó rey del mundo y de Wimbledon. O como dice el compañero de HERALDO Miguel Ángel Coloma quiso ser “Carlitos, I de Inglaterra”. Quiso serlo y lo fue. Y lo es. Nos regaló, nos regalaron, un partido para alimentar el tesoro de la memoria como sucede con la victoria de Nadal sobre Federer en 2008.

 

RETRATO DE JOSÉ LUIS VIOLETA

Con Violeta cerca, todos eran valientes:

elegía por el gran capitán de los blanquillos

 

El Real Zaragoza ha sido una fábrica de símbolos, de futbolistas que marcaron con su presencia el álbum de la memoria del club: Lerín, sin duda, Juanito Ruiz, Avelino Chaves, Joaquín Murillo, Severino Reija, Perico Lasheras y Yarza, Luisito Belló, Juan Señor, Andoni Cedrún, Xavier Aguado, Carlos Lapetra, Miguel Pardeza, la lista es larga, casi inacabable, y entre ellos, no sé si por encima, pero sí con esa alma de gladiador y de jugador de clase, irreductible, estaba José Luis Violeta, aquel joven que casi había visto morir a un compañero de juegos en el Canal Imperial y que estaba llamado a ser un ciclista legendario, hasta que un día cambió su suerte, y se convirtió en un medio de ataque y, luego, poderoso, de exuberante zancada, un libre imperial, el auténtico León de Torrero, uno de los semidioses del paseo Sagasta.

Violeta lo fue todo aquí. Hubo de probarse en Puertollano y allí, entre otras cosas, se midió con Alfredo Di Stéfano, al que marcó bien y sin brusquedades, y recibió las primeras lecciones de fútbol total, al que se aproximaría poco después con Los Magníficos y una década después con Los Zaraguayos, de los que sería el gran capitán, la testa segura, el vallador rocoso, pero también el zaguero que se desenvuelve en ataque, dispara de lejos y acude a rematar un córner.

José Luis Violeta fue internacional en catorce ocasiones, formó línea con Costas, con Uriarte, y siempre estuvo ahí, dando lo mejor de sí mismo. No se ahorraba ni los conatos de desesperación cuando la cosa iba mal. Y fueron alguna vez: el equipo descendió a Segunda en 1971 (y él desoyó los cantos de sirena del Real Madrid) y, luego, un lustro después, no le dejaron seguir para devolver al club a su categoría con Arsenio Iglesias.

Violeta fue puro corazón, entrega, determinación, conciencia de club. Fue un zaragozano intenso que lo dio todo por sus colores, en La Romareda y lejos de casa. Se midiese a quien se midiese (y se midió a los más grandes artilleros del planeta: Pelé, Di Stéfano, Eusebio, Cruyff, etc.), ahí estaba, entero, combativo, orgulloso, sin reblar. En Los Magníficos tejió alianzas con los medios clásicos de entonces: Isasi, Pepín, el estiloso Pais, Encontra, Endériz y siempre conectaba con el trabajo a destajo de Santos y la clase de Villa. Y aquel equipo intuyó que el fútbol tenía música, armonía, una sinfonía inagotable de belleza, ambición y fantasía. Más tarde, con Los Zaraguayos ya ejerció autoridad de mariscal, y lideró desde la retaguardia, con su cómplice Manolo González, un juego preciosista y eficaz. Él, con las agallas del guerrero que no descansa, reforzó la clase de García Castany, oreaba espacios para Arrúa y disfrutaba de la clase fugaz (maldita lesión la suya) de Javier Planas, un artista interrumpido. Su palmarés es envidiable y pudo ser más amplio: ganó una Copa de Ferias, dos Copas del Generalísimo, perdió una final de la Copa del Rey ante el Atlético de Madrid y logró una de esas hazañas que dan lustre al Real Zaragoza: estuvo entre el elenco que goleó al Real Madrid por 6-1 el 30 de abril de 1975 y que logró otras pequeñas grandes gestas. Antes de verlo en La Romareda, lo veíamos de niños por la televisión, en los partidos de los sábados y los domingos, y jamás defraudaba. Tenía esa virtud. Carecía de perfil: iba siempre de frente, con la autenticidad por espíritu y la cabeza erguida de los que no huyen del peligro.

El hombre que había sido un héroe sobre el césped, fuera del campo quizá fuese cauto, temía el infortunio y la enfermedad. Pensaba que podía soplarle un viento enfurecido, un resuello envenenado, un burdo rumor. Y donde más feliz estaba era en su estudio, donde acumulaba la memoria de sus días de gloria en fotos y recuerdos, y cerca de su mujer Adela, de la que siempre le gustaba decir que le había dado otra forma de gloria, una hermosura inefable y carnal que no cesaba (repetía a los 80 años, y a los 81 y a los 82), y el inmenso cariño de quien te entiende a la perfección. Mejor aún, mucho mejor, que el más solidario y cómplice de los laterales.

Violeta encarna la épica del zaragocismo, el camino que va y viene de los sueños de gloria a la fragilidad oscura del abismo. Con Violeta cerca, todos eran valientes. Se fue, casi con brusquedad, sin ver cumplido su auténtico deseo: que el Zaragoza, esa región suya del alma que es un territorio y un dietario de secretos inconfesables, saliese a calentar en Primera División, que “es el escenario, el lugar donde le corresponde estar”.

 

10.05.1995. EL GOL DE NAYIM EN PARÍS

https://www.heraldo.es/noticias/deportes/2020/05/10/recopa-real-zaragoza-arsenal-nayim-pajaro-flecha-o-como-ser-el-mejor-poeta-del-siglo-xx-1374021.html

 

PAJARO, FLECHA O CÓMO SER EL MEJOR POETA DEL SIGLO XX

 

Desde los años 50, el Real Zaragoza sabe lo que es tener “una media de seda”. Primero la formaron Belló y Samu, el murciano elegante y el húngaro pundonoroso. Más tarde, con Los Magníficos, comparecieron futbolistas cristalinos de toque, sutileza e inteligencia como Pais, Santos o el arquitecto Carlos Lapetra, al que Belló resituó en el lugar del diez para que dirigiese el juego. Con Los Zaraguayos se armó una línea de creación formidable con Planas, García Castany y Arrúa: una alianza de elegancia, velocidad, imaginación y gol. Más tarde, en los 80, el club contó con una salá de máquinas envidiable: Señor, Güerri, Barbas y Herrera. Aquel equipo debió aspirar al título y demostró, día a día, que La Romareda podía ser un rectángulo de pura música ejecutada con las botas. Y una década después, en los 90, se forjó un equipo glorioso, complejo y completo en todas las líneas, pero con una núcleo de fabulación esencial en la zona ancha: Aragón, que parecía tener elocuencia, suavidad y una visión panorámica; Poyet, el multiverso: toque, desmarque, llegada y olfato de gol; Nayim, el virtuoso, el pícaro, el mago, el jugador que creía en un axioma: “El azar juega con los listos”. Con ellos, Gay, Jesús García Sanjuán, Geli, Óscar, futbolistas de calidad y de conjunto.

Esta media fue capital en los éxitos de un bloque esencialmente equilibrado. La orquesta de armonías. Esa orquesta que, sonido a sonido, tumbando rivales, ayudó a soñar a una afición acostumbrada a lo bueno, a lo bello, a lo emotivo. Detrás de los logros, más allá de los futbolistas, había un director: Víctor Fernández, un hombre joven que aún seguía abrazando la sombra de Saturnino Arrúa en la banda y que fantaseaba con una suerte de ‘jogo bonito’, sin complejos, de vértigo y ritmo, de improvisación y ataque. Se presentó el gran día en París, la ciudad de casi todo: del amor, del arte, de las vanguardias, del cine, de las catedrales que asoman al Sena. Y también iba a ser la ciudad del fútbol. La capital más hermosa del zaragocismo universal. Enfrente el Arsenal, campeón el año anterior, en la temporada 1993-1994, la misma en la que el Zaragoza se había ganado el derecho a exhibirse en la Recopa tras vencer al Celta en la épica de los penaltis.

París era una fiesta. Distinta. Apasionada. Una reconquista sentimental ante el francés que se había sentido en casa en Los Sitios, aunque en esto se piensa luego a la hora de desmpolvar la enciclopedia de los símbolos. La atmósfera era inefable. El volcán del fútbol con todos sus rituales de color, algarabía, delirio e identificación con una historia, un pueblo y el deseo de ser grandes. Juan Eduardo Esnáider, otro guerrero de seda, marcó un gol como un calambrazo: el disparo seco y ajustado, tan exacto como rayo. Los ingleses igualaron sin belleza. Todo en la segunda mitad. Y llegaron los minutos del suspense, del cansancio, del último arresto. El Zaragoza debió marcar, Pardeza, que jugó un partido inmenso, quizá fuese objeto de pena máxima. Nada. Nada. Forcejeos, intentonas, carreras, un cambio equívoco. Y entonces, en ese lapso en el que parece que todo se ha jugado, incluso la fortuna última, sacó Cedrún, y un balón más perezoso que otra cosa salió repelido hacia Nayim.

El fotógrafo Henri Cartier-Bresson escribió que fotografiar, es poner la cabeza, el ojo y el corazón en el mismo punto de mira”, y Nayim, el elegido, entendió que era su instante decisivo. Nayim sorprendió la vida en flagrante delito”, y vaticinó el destino. El gesto es abrumador y sutil: lo vio todo antes de que pasase nada. Miró con los ojos del pícaro que sabe que está ante su momento para la eternidad: paró con el pecho, observa la lejanía, la descolocación de Seaman, la felicidad de los suyos, la indecible alegría de tantos y tantos aragoneses, y soltó una parábola precisa y efectiva. “Chicos, siempre entre los tres palos”, es otra consigna escolarLo hizo: con toda la intención del mundo. Con la seguridad de un dios mortal.

Apenas dos segundos después, el estadio se convulsionaba y el mundo también se estremecía. Y Seaman, incrédulo y culpable, era un náufrago desamparado entre las redes. El disparo fue de una belleza sublime: exploración a la velocidad de la luz, control, latigazo, la historia a solas vuelta pájaro o flecha, la caída, el grito último de la gravedad. Y al final, algo tan sencillo y cotidiano como un gol, la poseía del fútbol. Miguel Pardeza recuerda que Pasolini decía que el poeta del año debía ser el máximo goleador del Calcio. Nayim quiso ser el poeta del siglo. En la celebración, miró a alguien como si le dijera: “Tenía que hacerlo por toda esta gente”. La afición, la ciudad, Aragón, los soñadores que creen que el fútbol es un territorio revelado donde la subversión es posible.

Borges escribió para situaciones así: “No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso». Ese gol nos lleva a él casi todos los días.

 

*La fotografía es de Oliver Duch, de 'Heraldo de Aragón'.

JESÚS VALLEJO VUELVE A LOSCOS

JESÚS VALLEJO VUELVE A LOSCOS

Jesús Vallejo regresa a Loscos, el pueblo de sus abuelos y de su madre:

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El héroe de Loscos vuelve a casa

 

Jesús Vallejo, central del Real Madrid y excapitán del Real Zaragoza, rodó la serie ‘Sin cobertura’ para Aragón TV

 

PIE DE FOTO. Javier Calvo

Jesús Vallejo durante el rodaje juega con Martín, en un campo de las afueras, como si recordase al niño que fue.

 

Jesús Vallejo (Zaragoza, 1996), defensa central de la plantilla del Real Madrid y excapitán del Real Zaragoza, siempre vuelve a Loscos (Teruel). A la menor oportunidad, allí aparece para celebrar fiestas con sus compañeros de la peña La Quinta Dimensión, para recorrer los campos de cereal, los caminos que llevan a las nogueras y las carrascas y las callejas. Allí Jesús Vallejo es el héroe local y a la vez uno más: la gente lo saluda por la calle o en el bar El Cazador, que llevan Juan, trufero, y su mujer Loli, una espléndida cocinera con narcolepsia que ha sido objeto de reportajes de la BBC inglesa.

Una de las más señoras del pueblo, lo ve, se para ante él, lo besa y le pregunta por todos: por su madre Josefina o por sus abuelos. Y Jesús, sin arrebato alguno de divismo, con una sencillez inverosímil en alguien que ya posee la Champions y acaba de ganar la Intercontinental en Abu Dabi, contesta a todo. Parece saber incluso si un vecino ha cambiado de noche o de qué le gusta hablar al anciano Eulogio ante la iglesia parroquial.

Jesús Vallejo regresó Loscos, en vísperas de fin de año, para protagonizar un capítulo de una serie de Aragón TV sobre la despoblación, la memoria y el futuro de la vida rural, ‘Sin cobertura’, que dirige Javier Calvo Torrecilla (Zaragoza, 1971). Este es el primer sorprendido de su sensatez: “De Jesús Vallejo me conmovió su sencillez y una maravillosa ingenuidad. Es inquieto, deseoso de aprender, amante de las cosas sencillas, le gusta escuchar y es muy, muy cariñoso”, dice.

Javier Calvo fue testigo de cómo está pendiente la gente de Loscos de él: lo ha visto en la televisión y en algunas fotos de prensa, y sigue sus evoluciones. Insiste Calvo: “Dos días atrás estaba en Abu Dhabi, acaba de proclamarse campeón del mundo de clubes, pertenece a un equipo con millones de fans a lo largo del mundo, le rodea prensa, ruido, fama… Y  48 horas después, mientras estábamos rodando un paseo, se cruzó con un tractor en su pueblo, lo reconoció, sabía a quién pertenecía. Lo sabía todo de su pueblo, Loscos”. No hay exageración en las palabras del autor de cortometraje ‘Bocetos’ y de la serie documental, de música, ‘Entre2aguas’. “Me encantó que tuviera los pies tan pegados a la tierra y no al césped de un campo de fútbol, y que nos dijera que si no hubiese sido futbolista tal vez hubiera sido agricultor allí, en su pueblo”, agrega.

A Jesús Vallejo le encanta recordar cuándo fue al pueblo por primera vez; le gustaba correr y montar en bicicleta, descubrir las ermitas y las colinas. Antes que futbolista, fue atleta, y llegó a ganar una carrera de pollos. Descubrió el fútbol sala, y jugó de ala. “Con mis compañeros de Loscos hicimos un equipo que jugaba muy bien y ganamos varios torneos. Yo no era el mejor”. Fichó por Barrio Oliver, donde solía jugar de mediocentro. Lo demás ya es conocido: dio el salto al Real Zaragoza, debutó en Huelva y lució el brazalete por elección de sus compañeros. “Soy feliz en el Madrid. Trabajo a diario para estar dispuesto. Pero al Zaragoza lo llevo muy dentro. Es mi club y le tengo una gratitud inmensa. Lo sigo, y me ilusiona la llegada de Víctor Fernández”, dijo.

En las dehesas o el un campo que enfrenta a las piscinas, donde jugó con el niño Martín, Jesús se sinceró: “No estoy alarmado ni preocupado por las lesiones. Tengo que aprender a ser menos intenso y no ir a todos los balones siempre. He sido muy bien acogido y me gustaría alcanzar el nivel de centrales como Sergio Ramos y Puyol, que son dos espejos”.

El equipo de rodaje –el citado Javier Calvo, los cámaras José Carlos Ruiz y Jon Arteagabeitia, los sonidistas Noelia, Ricardo y Luna, la maquilladora Ana, los productores Javier Estella y Ernesto Tejedor, el geógrafo Luis Alberto…- quería comer con él en El Cazador. Jesús dijo: “Lo haría muy a gusto, pero hoy nos reunimos todos en la casa familiar. Me matarían si no acudo”. Antes de irse con su primo Miguel, reveló: “Soy un chico urbano, sí, pero aquí tengo toda la calma que deseo. En Loscos empiezo siempre mi pretemporada y soy muy feliz”.

CELINO GRACIA REDONDO REPASA SU VIDA EN EL ARBITRAJE

Jorge Rodríguez Gascón publica en 'El gol del cierzo' su primera entrega de una entrevista con el ex árbitro internacional Celino Gracia Redondo.

https://elgoldelcierzo.com/2018/12/12/celino-gracia-redondo-el-futbol-tiene-la-capacidad-de-cambiar-a-las-personas/?fbclid=IwAR1A-GcjOrJFjkjV_TGKUQlJA0VQUbrxKepFCjC4TTi2xo5szfjkMj3K3cI

ALFREDO CASTELLÓN: 'SOLO CON LO PUESTO', AFORISMOS

ALFREDO CASTELLÓN: 'SOLO CON LO PUESTO', AFORISMOS

Alfredo Castellón Molina (Zaragoza, 1930’-Madrid, 2017) ha sido uno de los grandes personajes de la cultura de Aragón del siglo XX y XXI. Enamorado de la Comunidad y de Zaragoza, la ciudad y sus instituciones fueron rácanas con él porque casi nunca lo suficientemente conocido ni estaba situado en ninguna escudería o bando político. Fue un hombre libre y viajado, amigo de María Zambrano, que cofundó RTVE en 1956, que coesdcribió el guión de ‘San Miguel Bueno, mártir’ con Julio Alejandro de Castro y que dirigió dos largometrajes: ‘Platero y yio’ y ‘Las gallinas de Cervantes’. Se le negó cualquiera consideración municipal o la medalla Santa Isabel de Portugal, a la que fue propuesto en varias ocasiones, pero él jamás acumuló resentimiento ni pena: amaba Zaragoza con locura y no se olvidaba ni de ella o de sus calles, de sus gentes, de sus muchos amigos o de la necesidad de venir cada cierto tiempo desde Madrid: solo o con Rosa Burillo, comía en Casa Emilio, andaba por el Parque Grande, concertaba citas o, sencillamente, recorda. Fue escritor y cineasta, director de teatro y dramaturgo, un hombre memorioso y suave que se sentía atraído, sobre todo en los últimos tiempos, por dos géneros: el cuento y el microcuento, y los aforismos. Ahí están ‘El ruido de la mejoria’ (STI), relatos con un fondo de autobiografía y experiencia, y ‘Mis apólogos’, un libro delicioso y poético, en la línea quizá de Baltasar Gracián.ç

Ahora, de la mano de nuevo de su editor Javier Cinca, aparece con carácter póstumo un breviario fantástico, amable y sabio, con el título ‘Solo con lo puesto’ (STI, Sindicato de Trabajos imaginarios, colección Minimalia), donde Alfredo Castellón está a la altura de los grandes aforistas españoles de los últimos tiempos. El volumen, de bolsillo literalmente, lleva una breve introducción de la profesora de litetatura anglosajona Rosa Burillo. Dice: “Los ‘Aforismos’ seleccionados para la presenta edición mantienen el tono socarrón y kla imaginación que son una constante en su obra narrativa, porque ambos constituyen la entraña del autor, su sensibilidad característica. Pero también conservan la ternura, la poesía. Aunque son textos muy breves escritos en prosa, las palabras destilan esa carga poética que en él son esencia”. El propio Alfredo escribe: “Buena parte de los aforismos son sentencias pretenciosas, que tan solo busca la polifonía”.

¿Qué le preocupa al autor de los relatos ‘Escombros selectos’, su libro anterior? ¿De qué habla y nos habla? De todo. Del amor y del desamor, del paso del tiempo, de la memoria, de la realidad y el deseo, de lo que somos o querríamos ser, de la contradicción, de la búsqueda de certezas, del dolor, de la belleza, de las cosas que se deslíen casi inadvertidas y que dejan poso, huella, imágenes. Y habla de la pura especulación del pensamiento, al que atraviesa de perplejidad o de ironía.

Solo con lo puesto’ es un libro útil, de compañía, de placeres inefables, de erudición tranquila y de intuiciones constantes. Seleccionamos aquí algunos textos:

 

I. MEDITACIONES GENERALES

1. Escribo para saber lo que pienso.

2. La duda es el espejo del alma.

3. Las neuronas nos delatan.

4. La inseguridad conduce al exhibicionismo.

5. Conócete a ti mismo y verás lo que te duele.

 

II. EL ARTE DE LA PARADOJA

1. El azar es la lógica de nuestra existencia.

2. Las palabras desconciertan al ojo.

3. Era tan exquisita que en su tumba nacieron gusanos de seda.

4. Suena a paradoja pero hasta para el caos se necesita un orden.

5. No esperéis nada nuevo, el futuro ya fue.

 

III. EL AMOR

1. Qué bonita puesta de amor tiene el horizonte de esa persona.

2. El veneno es como el amor, mata o cura, depende de la dosis.

3. Sus manos se desunieron y se dejó morir.

4. Me gustaría quedarme en prenda tu recuerdo.

5. Si amas sus defectos, tu amor se acerca a la perfección.

 

IV. AUTORRETRATOS

1. Me miro en ese espejo brumoso y veo mi rostro lleno de misterios que trato de desentrañar.

2. Siento frío en la nuca. ¿Quién abrió mi pasado?

3. Me precipito por un terraplén, caigo por un abismo, y no me despierto. No era un sueño.

4. Me ilusiono, me desilusiono y así tres o cuatro veces al día. ¿Y a esa veleta quién le da viento?

5. Me acerco a la laguna seca, blanca de sal y escribo tu nombre, madre.

 

V. LA POESÍA

1. Se escupía en las palmas de la mano y, después de frotarlas, meditaba. Fantasías campesinas.

2. Me gusta escribir en la arena. Amo la temporalidad.

3. A las tinieblas tan sólo las ilumina el rayo.

4. Me acerco a la orilla del mar para oír el chasquido de las olas que se hacen palabras y las contesto.

5. Las lágrimas de la araña. Esa baba tenebrosa que enreda la palabra.

 

*Alfredo Castellón Molina (1930-2017), retratado por Guillermo Mestre, de 'Heraldo'.

 

HISTORIA DE JAVIER MORACHO

HISTORIA DE JAVIER MORACHO

Javier Moracho, nacido para volar

 

El atleta de Monzón, séptimo en las Olimpiadas de Moscú, fue un verdadero maestro de 60 y 100 metros vallas

 

Javier Moracho (Monzón, Huesca, 1957) es el mejor atleta aragonés de todos los tiempos. Y eso que por ahí andan deportistas de tanta enjundia como Luis María Garriga o Eliseo Martín, pongamos por caso. Posee un palmarés envidiable en dos pruebas tan exigentes, tan técnicas, como los 110 y 60 metros vallas, donde obtuvo numerosas medallas en España (diecisiete títulos nacionales), en Europa y en el mundo. Quizá el mayor hito de su trayectoria sea su séptimo puesto en la final de 110 metros vallas en las Olimpiadas de Moscú-1980, donde habría entrado en el medallero (ganó el alemán Thomas Munkett) de no haber tropezado en el último obstáculo; salió a trompicones, intentó remontar con su furia habitual, su poderosa zancada y una clase fuera de toda duda, pero no le dio tiempo. Javier Moracho suele decir que la suya era, y es, una prueba de relojería: exige concentración, dominio del salto, método y exactitud, ritmo y velocidad. Y él lo tenía todo, impulsado, además, por una explosiva salida, acaso su mayor virtud: era de los atletas que mejor iniciaban la carrera. Arrancaba vertiginoso como una centella con su bigote rubio, su melena al viento, su elegancia y un gran sentido de la competitividad.

Unas Olimpiadas (donde el atletismo es el deporte rey) o unos Campeonatos del Mundo, como ahora los de Pekín-2015, son los grandes escaparates de un corredor. Lo importante no está en los campeones más mediáticos (¿quién va a discutir la grandeza de los velocistas Usain Bolt, Carl Lewis, Shelly Ann Fraser Pryce o del mediofondista Coe?), sino en comprobar cómo trabaja un saltador de pértiga, de triple salto o de altura, o esos atletas especializados solo en una distancia a la que le dedican su sacrificio y horas incontables de perfeccionamiento.

Moracho, tras practicar fútbol, balonmano y cross, optó, en Monzón y con quince años, por una disciplina con escasa tradición como las vallas y deslumbró a lo largo de una década: desde 1978 hasta 1988 conquistó títulos, pugnó con los mejores (desde los norteamericanos Renaldo Nehemiah, tan fugaz, Roger Kingdom o Greg Foster, al británico Colin Jackson, el cubano Alejandro Casañas o el finlandés Arto Bryggare), aunque se retiraría dos años después, en 1990. Curiosamente, su mejor marca en los 110, 13.42 (récord nacional durante años hasta que lo batió Jackson Quiñonez), la logró en 1987. El día de su adiós, Santiago Segurola anunció que se iba “el mejor vallista español de todos los tiempos”.

Participó en 63 citas internacionales y fue capitán del combinado nacional, corrió en las Olimpiadas de Moscú-1980, Los Ángeles-1984 (no llegó a la final por una centésima) y Séul-1988, y vivió una rivalidad épica con Carlos Sala, otro formidable vallista. Eran amigos lejos de la competición y trabajaban a las órdenes del mismo entrenador, Jaime Enciso. Repetían el enfrentamiento, tan hispánico, que se había dado con Ocaña y Fuente en ciclismo, Carrasco y Velázquez en boxeo, Abascal y González en el medio fondo. El uno al otro se ayudaron a mejorar.

Si Moscú supone un momento inolvidable, hay otros muy meritorios: fue medalla de plata en los Campeonatos Mundiales de París en 1985, en 60 metros y en pista cubierta, y en 1986, en el Campeonato Europeo de Madrid, venció al finlandés Arto Bryggare, uno de sus grandes rivales europeos. Realizó una carrera impresionante: visto y no visto, aceleración, compás, fluidez absoluta y, ¡zas!, victoria. A principios de los años 80, Javier Moracho, que se trasladó a Estados Unidos, fue el primer blanco del mundo en su categoría.

Hombre de mundo, simpático y seductor, uno de los atletas más atractivos del circuito, se licenció en Educación Física, igual que su mujer Araceli, y nunca ha estado al margen del deporte. El ciclismo es otra de sus pasiones: trabaja en Unipublic y de comentarista para Eurosport. Conoce el atletismo como la palma de su mano. Él estuvo en la élite y fue temido y respetado. Todo un profesional que jamás se olvidó de sus orígenes, Monzón, esa factoría de ocho atletas olímpicos.

 

 LA ANÉCDOTA

 “La música, el baile y el deporte son de la raza negra. A mí me habría gustado ser negro para correr más rápido. En el año 1981 era el primer vallista blanco del ranquin mundial: me fui un año a entrenar con ellos a los Estados Unidos, a una Universidad, y me di cuenta de que son superiores. Regresé con mi entrenador Jaime Enciso a España a entrenar la técnica para poder estar con ellos en las grandes competiciones”, confesó Javier Moracho. En buena medida lo hizo. Y no solo eso: fue popular e hizo tres espots publicitarios, uno de ellos para el desodorante Rexona. El que no abandona...

 

LA CONDICIÓN HUMANA DEL GOLEADOR QUINI

Enrique Castro González ‘Quini’ (1949-2018) ha sido uno de los grandes arietes de los 70 y de los 80 no solo de España, sino de Europa. Fue un especialista de la estirpe de los rematadores, tipo Gerd Müller, Joe Jordan, Pietro Anastasi, Ian Rush o Yazalde: un hombre del área, incesante, que podía parecer fondón e incluso torpe, pero era eficaz, versátil, imprevisible y pugnaz. De un brillo enmascarado. No se lo podían dar ni metros para correr ni espacio donde elevarse: incordiaba con sus buenos modales y su potencia, y tenía la facultad de convertir una piedra, o un mal pase, en un diamante. Encarnó al cazagoles, al artillero que no descansa y que se divierte.

Todo se le daba bien: se desmarcaba, poseía sentido de la adivinación, un regate utilitario de pícaro, y era un futbolista de certezas: un partido duraba al menos 90 minutos y con el balón en juego todo era posible. Burlaba al portero y a los defensas sin un mal gesto y siempre, siempre, hallaba un resquicio para el gol, quizá por eso el Molinón, donde jugó en dos etapas más de tres lustros, le susurraba o le cantaba: “Ahora ahora Quini, ahora”. Era el ritual. Luego el Brujo hacía de las suyas. Marcaba, sembraba el temor o, sencillamente, recordaba que él, codicioso de dianas, andaba por allí, dispuesto a todo. Con Quini en el campo, no había sosiego, quizá por ello, también, Miguel Mena tituló la novela que centró en su secuestro ‘Días sin tregua’ (Destino, 2006).

Enrique Castro González ha encarnado al futbolista bondadoso. Al deportista en su esencia más pura. Representó una idea de la competición más honesta y de la condición humana. Como Michael Laudrup, Mauro Silva o Andrés Iniesta, era de esa pasta. Esforzados, artistas, ingenieros de la imaginación y la sorpresa, pero ante todo seres humanos. Gente feliz sobre el campo, despojados de violencia, solidarios con los suyos y el rival, defensores de la cofradía universal del juego.

Quini, que alguna vez jugó de extremo en el Gijón y en la selección española, perteneció a dos grandes conjuntos del Sporting: al que formaba, en vanguardia, con Megido, Fanjul, Quini, Valdés y Churruca, con su hermano Jesús, Castro para el fútbol, en el marco. Jesús fallecería en la playa de Amio, en Pechón, tras salvar a unos niños: otro que tal, solidaridad dramática, corazón jabonado de delfín. Y luego Quini también jugó con Morán, Joaquín, Mesa, Abel o Enzo Ferrero, aquel exterior argentino, estiloso, menudo y hondo que le sirvió centros inolvidables. Estuvo cuatro años en Barcelona y, por primera vez tras una década aciaga, los culés iban a ser campeones de Liga, pero en esas, un 1 de marzo de 1981 lo secuestraron unos desdichados e ilusos, y lo encerraron en el Arrabal, muy cerca del Ebro, durante 25 días en deplorables condiciones. Quini tuvo los esperados gestos de humanidad para quienes lo habían tratado como una alimaña. Regresó al Camp Nou, pero el equipo ya era otro. Jamás logró coronarse campeón de Liga, aunque sí de la Copa del Rey, en dos ocasiones, y de una Recopa, en la despedida del pequeño duende Allan Simonsen, ante el Standard de Lieja un 12 de mayo de 1982; Quini, cómo no, marcó el gol de la victoria con la astucia y el descaro del joven que debutó en el campo de La Carbonilla.

Luego volvió a casa y siguió haciendo de las suyas: marcar goles. Henchir los estadios de felicidad y de talento. Siempre era un peligro. El desvelado del área. Sus cifran confirman su grandeza: fue cinco veces Pichichi en Primera División, jugó 448 partidos y marcó 219 tantosparticipó en 35 choques con la selección y jugó en dos Mundiales, con más pena que gloria. Aquellos no fueron buenos tiempos para la selección ni para él con la camisola roja.

En Gijón lo ha sido todo. Superó un cáncer de garganta y la pérdida de su hermano, e incluso la separación de aquella costilla de Adán que fue su esposa María Nieves, la mujer serena que sufrió en su cautividad. En el Molinón se sentía en el paraíso en la tierra. Le gustaba el olor del césped, la música del balón, el trote de los jóvenes, el sueño colectivo de los gijoneses, el corazón marino de Asturias. Le enorgullecía sentirse de la tribu de Mareo.

Hace algunos años, cuando HERALDO cambió de formato, se hizo una serie acerca de cómo nos veían a los aragoneses desde las distintas comunidades autónomas de España. El fotógrafo Oliver Duch y yo organizamos una cita en Oviedo con sus paisanos. Quini acudió a fotografiarse con escritores, pensadores, científicos, etc. Jamás había estado en el Teatro Campoamor de Oviedo, donde acababan de entregarse los Premios Príncipe de Asturias. Le pedimos que se acuclillase como si estuviera en la delantera del Sporting. Le recitamos varias para que se sintiese a sus anchas. Quini, con su inmensa sonrisa, miró al fotógrafo Oliver Duch y dijo: “Ojalá pudiera. Tengo algunas heridas de guerra y una de ellas es esa, no poder arrodillarme”. Había rematado demasiado a gol a las mil maravillas, en las posturas más acrobáticas, como si fuera el auténtico asturiano volador. Fue el ángel perfecto del área.