UN FRAGMENTO DEL DIARIO DE GIACOMO LEOPARDI
Errata Naturae, una joven y estupenda editorial de Barcelona, acaba de publicar un estupendo libro de Giacomo Leopardi, un breve y delicioso ‘Diario’ donde narra un episódico enamoramiento. Irene Antón me envía este estupendo fragmento.
DIARIO DE GIACOMO LEOPARDI
Desde hacía más de un año deseaba, pues ya empezaba a sentir el poder de la belleza, hablar y conversar, como hacen todos, con mujeres atractivas, una sola de cuyas sonrisas, con las que rara vez me habían obsequiado, tenía por la cosa más singular y maravillosamente dulce y halagadora: pero hasta ahora ese deseo, en mi soledad forzada, había sido del todo vano. Ahora bien, la noche del último jueves llegó a nuestra casa una dama de Pésaro[1], a la cual, aunque no la había visto nunca, esperaba con agrado porque creía que podía aplacar mi antiguo deseo. Era una pariente lejana, de veintiséis años, con un marido de más de cincuenta, grande y bonachón, más alta y fornida que cualquier mujer que hubiera visto nunca, aunque de rostro en absoluto vulgar, rasgos entre marcados y delicados, tez de bonito color, ojos muy negros, pelo castaño, maneras suaves y, a mi entender, graciosas, en absoluto afectadas y quizá algo toscas, muy características de las damas de Romaña y especialmente de las de Pésaro, muy diferentes, aunque por una peculiaridad inefable, a nuestras marquesanas. Aquella noche la vi, y no me desagradó, pero apenas le dije unas palabras, y no pensé mucho en ella. El viernes, con sequedad, le dije dos palabras antes de la comida. Comimos juntos, yo, como suelo, taciturno, sin apartar la vista de ella, pero con el deleite frío e indiscreto del que contempla un rostro muy hermoso, un deleite mucho mayor que si hubiese contemplado una hermosa pintura. Había hecho lo mismo la noche anterior, durante la cena. La noche del viernes, mis hermanos jugaron con ella a las cartas. Los envidié mucho, porque tuve que jugar una partida de ajedrez con otro. Me propuse ganar, con el fin de granjearme los elogios de la dama (y sólo de la dama, pese a que estaba rodeado de mucha más gente), la cual, aun sin conocer aquel juego, lo apreciaba. Mi contrincante y yo empatamos a victorias, pero la dama, como estaba pendiente de otra cosa, no se percató de ello.
[…]
Estaba, pues, cautivado por ella. Y confirmé luego, cuando terminamos de cenar, que iba a irse al día siguiente, y que no la volvería a ver más. Al acostarme examiné los sentimientos de mi corazón, que eran, en sustancia, atolondrada inquietud, descontento, melancolía, cierta dulzura, mucho afecto, y un deseo, no sabía ni sé de qué, como tampoco veía, entre lo que estaba a mi alcance, nada que pudiera contentarme. Me reconfortaba el recuerdo permanente y muy vivo de la noche y de los días recientes, y estuve en vela hasta muy tarde. Cuando me dormí, soñé, como si estuviese en estado febril, con las cartas, con el juego, con la dama. Con todo lo cual, estando en vela, había pensado que soñaría, pese a que ya había observado que jamás había soñado con nada con lo creía que fuera a soñar: pero esos afectos se habían adueñado tan profundamente de mi persona y de mi mente, que de ninguna manera, ni durante el sueño, podían abandonarme.
[…]
Cada noche, en las largas horas que paso desvelado, trato con denuedo de evocar la querida semblanza, que, tal vez por el enorme afán con que la busco, ya no recuerdo, y sólo consigo ver su silueta, y agoto tanto mi mente que al cabo siempre me duermo malhumorado, con jaqueca y ofuscado. Eso me pasó anoche.
[…]
Así anoche, mientras jugaba, me acordé perfectamente que se cumplía la octava desde aquel día fatal; entonces se apoderó de mí impetuosamente aquel triste pensamiento, tanto es así que levanté la vista hacia el lado donde se hallaba la dama para mirarla, como había hecho durante el turbulento juego, como si ella siguiese allí. Y, como mi corazón está mucho más sensible de lo usual, siempre en ascuas y propenso al rapto, es indudable que si en estos días no oyese música, estaría inquieto y colérico, y que los afectos me enloquecerían.
[1] Se trata de Geltrude Cassi (1791-1853), prima de Monaldo Leopardi (padre del autor), casada con Giovanni Giuseppe Lazzarini en 1808 (N. de F. F.).
1 comentario
Niggerman -
¡Leed a Leopardi, poetas nacientes, ejercientes, convalecientes, jóvenes y maduros! ¡Leed a Leopardi, diaristas, dietaristas, anecdotistas, bloguistas de lo nimio o de lo mediano o incluso de lo grande!
Sigue poniéndonos clásicos de vez en cuando, querido Antón. Son novedad siempre. Humillan al tiempo.