TERESA GARBÍ: LEONARDO SE CITA CON GIOCONDA
Teresa Garbí, la escritora zaragozana residente en Valencia desde hace años, ya ha asomado a este blog en varias ocasiones. Ahora acaba de publicar en DVD el libro, novela, libro de viajes por Italia, ‘Leonardo da Vinci: obstinado rigor’. He aquí un fragmento del capítulo siete que narra el encuentro de Leonardo y Gioconda.
Por Teresa GARBÍ
III
Leonardo volvió puntual, como siempre, a la mañana siguiente. Sus ojos daban vida y emoción a la mía.
-Cuando tú te vayas, maestro, quiero morir, le dije.
-Entonces tardaré mucho tiempo en marcharme, contestó. Se acercó a mí y me besó en los labios.
-Bendita seas, mujer, porque eres capaz de no pensar el alcance de tus palabras, añadió.
-Porque son la verdad que tú buscas. Porque son palabras que se han forjado para ti, seguramente en tu propio corazón.
-Te he buscado en los muros desnudos, en las ruinas, en la profundidad de las aguas y ahora apareces de la forma más sencilla, más inesperada, dijo Leonardo.
Entonces pensé en lo hermosa que era su voz, que no parecía proceder de un ser humano.
Salaí irrumpió en la estancia.
-Maestro, estamos esperando abajo. Me miró con una expresión extraña, de reconocimiento y temor. Recordé lo que me había advertido el Giocondo:
-Leonardo se busca siempre muchachos hermosos. Aunque tuviera celos, que no los tengo, él sería, por su condición, el hombre ideal para hacerte un retrato.
-Es el hombre ideal porque es el mejor pintor que existe, le respondí secamente.
-Eso es indiscutible y por eso lo he contratado, dijo con altanería.
Naturalmente que era hermoso Salaí y que miraba con fervor al maestro. ¿Por qué yo no había de comprender una relación entre ambos, si estaba capacitada por mi unión con él para amar cualquier situación o sentimiento suyo, por muy complejos que fueran? Yo lo amaba por encima de las anécdotas de su vida y en cada respiración, desde siempre, desde el inicio de la vida. ¿Qué me importaba lo que pudiera suceder entre Salaí y el maestro si lo que existía ya entre él y yo abarcaba todo, mis amantes y los de él?
IV
-Salaí ha preparado un paseo a orillas del río, me dijo una mañana. Quiero ver la vegetación de cerca, compararla con el boceto. Quiero incorporar la tierra a tu retrato y que tu rostro esté unido a ella.
Aquella mañana se repitió muchas veces. Salaí iba aparte. Se detenía a dibujar. Parecía interesado en dejar a solas al maestro. En su soledad estaba incluida yo.
-La pintura es un poema que se ve, me dijo al mostrarme otro boceto de mi retrato. Este cielo tan azul, el azul del aire.
Entendí su esfuerzo por colocarme en el retrato envuelta en el aire, con aire.
-Con este boceto ya has escrito un poema. Dime si me equivoco, maestro: un poema debe ser siempre, por naturaleza, algo inacabado. Creo que tú puedes conseguir que un cuadro perfecto sea algo inacabado y abierto.
No dijo nada, pero me miró agradecido. Nadie hasta ahora le habrá hablado como si hablara consigo mismo, quise pensar. Necesitaba creer que yo era importante para Leonardo.
-Maestro, nos interrumpió Salaí. Permíteme que vuelva a la casa; he de coger unos pinceles y papel.
-Vete al estudio, Salaí, no es necesario que vuelvas, dijo el maestro.
Nos quedamos solos. Él me indicó que al otro lado del río había un lugar hermoso. Me disponía a quitarme el calzado. Sonrió muy contento de mi valor, pero sin darme tiempo a la más mínima protesta, me cogió en sus brazos y vadeó el río. Yo recliné la cabeza sobre su corazón y lo bendije. El joven casi anciano estaba empapado y feliz. Me depositó en la orilla. Le quité sus ropas y las colgué al sol, le puse mi capa de terciopelo y le ordené que se sentara.
-Soy hija de campesinos y me gusta nadar en el río. Empecé a despojarme de la ropa, pero antes de entrar en el agua, él me abrazó sobre la hierba. Conocí lo que era el abrazo del agua y de la tierra, con una inmensa dulzura.
-Ahora, maestro, puedo morir, sin esperar a que tú te vayas.
-Lo que más pesa es la existencia. Volver a la vida y comprobar que es un río que sigue su curso.
-En el fondo de ese río estamos nosotros, le contesté.
Cuando anochecía Salaí vino a buscarnos. Ya habíamos vadeado la corriente y nos despedimos ante el muchacho sin mirarnos siquiera. Cualquier gesto podría haber borrado nuestra dicha.
V
Pasaron varios días más. Puntualmente acudía el maestro. Nunca daba órdenes. Se concentraba en mínimos detalles: el canto de los pájaros, el paso de las nubes. A veces se quedaba ausente o emborronaba papeles con líneas superpuestas y, luego, de la mancha oscura, extraía la línea que le interesaba. También dibujaba mandalas.
-Algunos creen que lo hago por distracción. También podría ser, claro está, pero tú sabes, como yo, que no es así. Me deslizo en su música de líneas; comprendo la complejidad del mundo en la complejidad y armonía del dibujo.
-Desearía vivir en ese dibujo.
-Ya estás dentro, conmigo, me respondió.
-También estás conmigo cuando me dibujas y yo respiro profundamente para que la humedad del paisaje, la tierra, la lluvia, pasen a través de mi cuerpo, a tu cuadro, le dije.
-A veces el aire es tan húmedo que parece que ha ocurrido una desgracia.
-Sí, es cierto, pero ahora estamos convirtiendo esas desgracias en una sonrisa, la tuya, maestro. Lo que tú pintas es tu propio dolor, tu sabiduría, tu belleza, que a mí me hacen mirarte como te miro y me hacen sonreír de dicha. Nunca antes había podido comprender la hermosura y el sufrimiento de vivir hasta que tú me has ofrecido tu rostro y te he mirado.
-Quiero poner en este cuadro lo mejor de mí mismo. Tal vez los que lo vean dentro de un tiempo digan: esto tenemos de Leonardo: la mirada y la sonrisa de esta mujer. Sabrán que en ellas estoy yo y que se ha cumplido la unión sagrada entre un hombre y una mujer, que son uno sólo y para siempre.
-Desde el fondo de mi retrato lo diré: Leonardo soy yo.
*El retrato de La Gioconda de Leonardo da Vinci.
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