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Antón Castro

EL ATEO QUE HABLABA DE DIOS

[JOSÉ SARAMAGO. El autor de ‘Memorial del convento’, 'El año de Ricardo Reis' y ‘Caín’, entre otras historias, se sentía un contador de historias, “un mixtificador obstinado e impertinente”, próximo a Kafka, que exploraba la verdad de las mentiras y abordaba los temas eternos: la muerte, la religión, la vida y el amor de las mujeres]

 

José Saramago solía decir que los hombres y los escritores “vamos por el mundo contando el cuento que somos y los cuentos que aprendemos”. Todo son historias, incidencias, paisajes, personajes, sueños, aunque el escritor lleva consigo “un mixtificador obstinado e impertinente”. Es difícil saber la razón, pero el niño José de Sousa, apodado Saramago, convirtió la lectura y las bibliotecas públicas en un reino de evasión. Hijo de campesinos sin tierra, vivió una infancia especial, marcada por la naturaleza, la superstición y la pobreza. De niño nunca logró que su madre le diera un beso, tal como le confesaría a Juan Arias en ‘José Saramago. El amor posible’ (Planeta, 1997). Tejió una particular complicidad con sus abuelos que levantaron ante sus ojos un laberinto de creencias, juegos populares. Eran las cosas del campo en toda su crudeza y su magia inmediata.

Poco después la familia se trasladó a Lisboa y él, que nunca fue universitario, realizó diversos trabajos. La vocación literaria se expandía dentro de sí, hasta tal punto que en 1947 publicó la novela ‘Tierra del pecado’, de inspiración neorrealista. La edición coincidió con el nacimiento de su hija Violante, de su matrimonio con Ilsa Reis. Luego viviría con la escritora Isabel de Nóbrega y finalmente Pilar del Río sería “su compañera y musa imprescindible”. Durante casi veinte años de formación y silencio literario, Saramago fue cerrajero mecánico, diseñador, funcionario de sanidad, traductor. El escritor reapareció en 1966 con un poemario: ‘Los poemas posibles’, al que seguiría otro, ‘Probablemente alegría’ (1970). En esa época ya se vinculó al periodismo y al comunismo, y trabajó en el ‘Diario de Notícias’, del que fue director adjunto, y asumió la coordinación del suplemento literario del ‘Diario de Lisboa’. De algún modo, en esos tiempos convulsos que esclarecería la Revolución de los Claveles, empezó a preparar su salto a la narrativa. Había dirigido su mirada al Alemtejo y al universo labriego para escribir la novela ‘Alzado del suelo’ (1980): fue a conversar con los campesinos, a tomar notas, y así nació la peripecia de la saga Maltiempo, una novela de denuncia social de las condiciones de vida de los campesinos.

En medio, tuvo una especie de crisis creativa y redactó un libro, muy libre de intención, sobre la identidad y la creación, la realidad y la apariencia, o la verdad de las mentiras: ‘Manual de pintura y caligrafía’ (1977). El protagonista era un pintor que intentaba explicarse a sí mismo, y su fracaso como artista, y en ese proceso se transformaba en escritor. Era un volumen premonitorio: en el fondo, en él se encuentran muchos de sus temas. El primer momento decisivo fue la aparición de ‘Memorial del convento’ (1982), donde se narra la historia del rey Joao V que prometió construir un convento en Mafra si Dios le daba un hijo, y se narra, sobre todo, la historia del pueblo, oprimido, que edificó ese sueño, y es también la historia de Blimunda, una mujer que tenía poderes. Ese libro, vigorosamente narrativo y sensual, cautivó a muchos lectores: aparecía una voz nueva, mágica y social a la vez, sincopada, capaz de moverse en diferentes resortes –uno de ellos, capital, es el del amor; en su obra serán las mujeres quienes hacen posible la pasión- con un una escritura hipnótica y lenta, discursiva y envolvente. La novela tenía también un desplazamiento hacia el realismo mágico: poco después, en su primer viaje a Zaragoza, José Saramago reconocía su admiración hacia Gonzalo Torrente Ballester y confesaba que la novela que le habría gustado escribir era ‘La saga-fuga de JB’. El éxito fue fulminante y se acrecentó con ‘El año de la muerte de Ricardo Reis’ (1984), que lo ponía en la senda de heterónimo del gran poeta Fernando Pessoa, cuyo universo reconstruye en la misteriosa y subyugante ciudad blanca de Lisboa.

José Saramago siempre ha dicho que cada libro le orientaba hacia el siguiente en una evolución a menudo enigmática: así, como una parábola para la unión de la Península Ibérica, nació ‘La balsa de piedra’ (1986), y como un juego sobre las falsedades ‘Historia del cerco de Lisboa’ (1989). José Saramago siempre se ha declarado agnóstico, pero quizá no exista nadie que se haya sentido con tanta intensidad la atracción hacia la figura de Cristo y la religión católica, a la que fustigará una y otra vez, en libros como ‘El evangelio según Jesucristo’ (1991) y en su última novela ‘Caín’ (200). Saramago solía decir: “No creo en Dios, pero vivo en un mundo donde Dios existe para la gente y por tanto su presencia, o esa creencia, me condiciona mi propia vida”. Poco a poco, convertido ya en el escritor portugués más importante del siglo XX –rivalizó durante algún tiempo con Miguel Torga, autor de ‘La creación del mundo’ y de ‘Cuentos de la montaña’, como candidato al Premio Nobel de Literatura. Saramago lo obtuvo en 1998- y del XXI, fue ensanchando sus temas (el amor, la felicidad, la muerte, la vida, la divinidad…) y también su visión de la escritura como profecía, como compromiso permanente, como misión solidaria y como ejercicio de combate.

Saramago es un escritor que piensa y que incluso sermonea o advierte, un escritor que aspira a narrar y a despertar conciencias, un autor que explora una y otra vez la condición humana a través de grandes alegorías o metáforas: pensemos en ‘La caverna’ (2000), donde opone el mundo del alfarero al mundo del consumismo; ‘Todos los nombres’ (1997), una parábola, otra más, sobre la identidad, las falsificaciones de la historia y la posibilidad de ser otro; ‘Las intermitencias de la muerte’ (2005), donde se pregunta “qué pasaría si” la gente deja de morir. Saramago fue un escritor que estuvo con los de abajo, que se solidarizó con un sinfín de causas perdidas, un auténtica “mosca cojonera” contra el poder, gubernativo o religioso, un escritor que reconocía a Kafka como “el profeta del siglo XX”. Decía: “Si yo quiero ser absolutamente libre, me convertiré en un modelo de indiferencia y de egoísmo hacia los demás”.

Aunque había declarado que “una carta por email no puede ser emborronada por una lágrima”, creó un blog que atrajo a muchos lectores que buscaban no solo sus ideas o imágenes: lo buscaban a él porque estaba pegado con el alma y con su inefable enfermedad portuguesa a sus palabras.

 

*Este artículo se publicó ayer en ‘Heraldo de Aragón’. Hoy aparece otro, breve, de un encuentro con el escritor en Zaragoza, que se titula: ‘José se retiró a soñar’. En la segunda, Saramago posa con su mujer Pilar del Río, a la que conoció en 1986.

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